Soy una amante del cine, y no se puede negar que el cine en lengua inglesa tiene más oferta. Pero no sé inglés. Eso me obliga a usar subtítulos en castellano o a escuchar versiones dobladas. Sucede habitualmente que cuando hablan de cómo gestionar un problema lo traducen por “lidiar”, y a mí eso me desvía de la trama de la película y hace aparecer en mi mente la imagen de un toro sufriendo tortura en la arena de la plaza.
No sé si al resto de las personas les molesta tanto como a mí esta sensación de que la tauromaquia está aferrada al inconsciente colectivo.
Para su tranquilidad, la palabra “lidiar” tiene su origen en el latín “lītigāre”, que significa “combatir” o “disputar”, y se deriva de “lītis”, que significa “litigio” o “disputa”. Por lo que en su origen en castellano se utilizaba para la acción de combatir en un conflicto de manera física o verbal. Lo que sucede es que, con el paso del tiempo, la tauromaquia se apropió del término y se habla de la lidia refiriéndose a la acción de enfrentarse y luchar con un toro durante una corrida.
Pero hay muchas otras ocasiones en las que escucho, de boca de personas cercanas, personas que están a favor de los animales y en contra de su maltrato, incluso en boca de personas veganas, expresiones como “dar la puntilla” (el golpe final con que se da muerte al toro) o “sentir vergüenza torera” (humillación que experimenta un torero cuando su actuación frente al toro no es valiente).
Soy una persona con abundancia de problemas en mi vida: económicos, familiares, de salud, y me suelen recomendar que coja al toro por los cuernos, cosa a la que siempre me niego. Puedo hacer frente a lo que sea necesario, pero sin llevarme a nadie por delante.
Quizás por mi forma de ser, un poco activista de más, me describen como alguien que siempre o casi siempre entra al trapo, y puede ser verdad, no lo niego, pero cuando lo dicen me tiemblan las piernas y siento el terror que produce estar en medio de un espacio hostil, sin escapatoria.
Durante el tiempo del cáncer, mis analíticas después de cada quimioterapia eran envidiables y yo lo achacaba al veganismo, que no maltrata al hígado, pero las felicitaciones a veces iban acompañadas por esa expresión tan castiza, “estás como un toro”, por lo fuerte y energética, puede que también un poco por lo gorda, pero eso no lo vamos a saber, ya que nadie va a reconocer haberlo pensado.
Como del cáncer hace ya cinco años, a veces, por lo cansina que soy con el tema, me piden que no vuelva a ello, que deje de darle vueltas, a toro pasado, y eso me duele especialmente porque mi tortura tuvo una finalidad de sanación y yo estoy viva gracias a ese sufrimiento, mientras que el “toro pasado” son millones de toros muertos a lo largo de la historia. Espero que esta reflexión ayude a hacernos personas más sabias y mejores, y que mi activismo en el cáncer ayude a visibilizar que el problema crece, y que las secuelas del cáncer son muchas y no terminan con el tratamiento que te salva la vida, al menos no en el cáncer de mama.
Pero volviendo a las expresiones taurinas, dice mi médico de familia que me dieron mucha tralla (látigo provisto a su extremo de una cuerda que restalla) y que cuesta recuperarse. Yo le agradezco mucho que no me diga que estoy para el arrastre, porque me duele menos invocar en mi mente una tortura inquisitorial que despedir a un ser inocente arrastrado por la arena. Lamentablemente, la tralla también habla de maltrato animal.
A veces, personas amables me brindan su ayuda, y a veces, quienes ven estos gestos de generosidad comentan: “Qué bueno que fulanita te ha echado un capote”. Yo agradezco el reconocimiento hacia fulanita, pero no hace falta poner vinagre al helado, vegano, por supuesto.
En las cuestiones éticas no hay forma de ver los toros desde la barrera
Obviamente, hay muchas más expresiones de origen taurino que se asoman a nuestras bocas sin que nos demos cuenta, pero en mi relato no entran más, salvo quizás una exclamación que uso mucho y es, “no me da la vida”, porque siempre voy atrasada en mis tareas laborales y voluntarias. Alguien podría decir que a mí me pilla el toro; sin embargo, debo decirles, como anécdota, que a mí me ha corneado una vaca a la que acababa de acariciar, pero ella era madre reciente, lo que, añadido a su miopía, hizo que al alejarme me confundiera con una amenaza.
Este artículo ha estado guardado en mi cabeza durante dos años enteros, lo que no quiere decir que estuviera en capilla, ni desde luego podemos juzgar que ahora que ha sido escrito esté tan mal o tan bien como para indicar la puerta por la que debo salir como autora.
Lo que pretendo es sencillo: hacernos conscientes de que el lenguaje crea realidad. Durante siglos, al menos desde el siglo XVI o XVII, cuando la tauromaquia se convierte en una forma de resistencia a los valores reformistas que llegaban de Europa. Mientras el resto del continente rompía con el yugo de la Iglesia medieval, lo que permitió el desarrollo de interpretaciones personales del mensaje cristiano y condujo al desarrollo de las naciones-Estado modernas, aquí nos aferramos a los valores medievales y encontramos en la tauromaquia una seña de identidad que nos fue alejando del protestantismo, primero, y de la Ilustración, después. Yo no digo que eso sea malo a priori, pero, desde luego, a lo de atormentar animales debemos darle una vuelta.
Por eso me gustaría que, al menos las personas animalistas, no solo las antiespecistas, hiciéramos el esfuerzo de descolonizar nuestro lenguaje. En las cuestiones éticas no hay forma de ver los toros desde la barrera, la ética siempre nos pide posicionarnos a favor del bien, de lo bueno y de lo bello, y hacerlo implica pasión, compasión y compromiso.
Por eso, en este trabajo por la liberación y la dignificación animal no podemos solo decir que dios reparta suerte: es nuestro esfuerzo el que marcará la diferencia.
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