Un intruso en el Himalaya
En el santoral de primeros ochomilistas figuran todo tipo de caracteres y personalidades: mártires devotos, ególatras patológicos, patriotas fanáticos, estrategas oportunistas, narcisistas de manual, excéntricos y algún que otro intruso. Si tuviéramos que elegir una de entre todas esas categorías, nos inclinaríamos, sin duda, por la que figura en último lugar, al final de ese listado, y lo haríamos no tanto por el comportamiento intrínseco de los protagonistas de semejantes hazañas como por su singularidad, por constituir una excepción dentro de todo el conjunto. Y es que, si analizamos en detalle el listado de ascensiones y ascensionistas que se sucedieron entre 1950, fecha en la que Maurice Herzog y Louis Lachenal coronaron el Annapurna, hasta 1964, año en el que finalizó la carrera de los 14 ochomiles con la conquista del Shisha Pangma a cargo de un equipo chino, comprobaremos que todas o casi todas transcurrieron por los cauces previstos o estuvieron marcadas por la previsibilidad. Las excepciones a la norma fueron realmente pocas o muy pocas y ninguna lo fue tanto como la dirigida en 1954 por el austriaco Herbert Tichy (Viena, 1912 – Viena, 1987) que culminó con la coronación del Cho Oyu que, con sus 8.188 metros, constituye la sexta montaña más alta de la Tierra.
Los motivos por los que acabamos de tachar a Tichy de intruso o advenedizo son muy diversos. Su expedición, como tendremos ocasión de analizar a continuación, estuvo llena de, llamémoslas así, irregularidades. En otras palabras, no discurrió por los cauces habituales o no se acomodó al modelo que por aquel entonces dominaba este tipo de iniciativas y que estaba gobernado por criterios y estrategias militares no muy diferentes a las practicadas algunos años antes en los campos de batalla. La mejor prueba de todo la hallamos en la literatura de montaña de aquel entonces. Si consultamos las obras que los protagonistas de estas expediciones produjeron a su regreso veremos que están cuajadas de terminología bélica o belicista, de asedios, asaltos, ataques, retiradas, movimientos estratégicos, actos de heroísmo, puestos avanzados, campañas, derrotas… y que los líderes de grupo, responsables últimos de la cadena de mando, ejercían un control férreo o cuartelario sobre sus subordinados.
Para empezar, Herbert Tichy estaba muy lejos de ser un alpinista consumado o de raza. Su experiencia como montañero era casi nula o, para ser piadosos, extremadamente limitada. El mismo lo reconoce en la introducción de una de sus obras (Cho Oyu) cuando afirma: “No soy montañero en el sentido estricto del término. Por más que me hallan atraído las montañas, éstas no constituyen para mí objetivos en sí mismas (…)”. Sus verdaderas vocaciones eran la aventura y la geología, ciencia a la que consagró los primeros años y viajes de su vida. Esta disciplina fue lo que le llevó en 1933 a viajar hasta la India a lomos de una motocicleta y a regresar en 1935. El resultado de ambas incursiones fue una tesis doctoral íntegramente dedicada a la cordillera del Pir Panjal y la redacción de la primera de las 27 publicaciones que redactó a lo largo de su carrera. La obra en cuestión, que tiene traducción española, se titula Hacia el trono de los dioses, fue editada en 1937 y forma parte, junto a La metamorfosis de la flor de loto (1951) y la ya citada Cho Oyu (1955), de una trilogía consagrada al subcontinente indio.
Con este historial, no es extraño que su verdadero bautizo en el Himalaya se produjese en 1953, a unos meses de cumplir 42 años. Fue entonces, al final de una incursión de cuatro meses por las montañas del oeste de Nepal, cuando concibió la posibilidad de ascender un ochomil virgen. La idea inicial no partió de Herbert sino de uno de los sherpas de su equipo: Pasang Dawa. La sugerencia se debió, probablemente, a que Dawa era natural y estaba muy familiarizado con el Khumbu, la región en la que se alza este ochomil.
Estos antecedentes, o falta de ellos, son sólo un ejemplo de lo que ocurrió después porque buena parte de las circunstancias que rodearon la escalada tuvieron muy poco que ver con lo que solían ser los cauces habituales. Para empezar, la de Tichy fue la primera expedición en estilo alpino o ligero y exitosa de la que se tiene noticia. El equipo se redujo a 10 miembros: tres austriacos, el propio Tichy, J. Jöchler, H. Heuberger y siete sherpas encabezados por Dawa y Adjiba. Su intentona, además, no se desarrolló durante la primavera, como había sucedido en todos los casos anteriores, sino durante los meses de septiembre y octubre de 1954 y, lo que es aún más sorprendente, desechó completamente el empleo de oxígeno suplementario. Eso sin olvidar las diversas imprudencias cometidas por Tichy. Las más notorias fueron dos: atravesar los límites fronterizos que separan China de Nepal sin el conocimiento ni la autorización de las autoridades de la República Popular y empeñarse en continuar a pesar de los principios de congelación sufridos en ambas manos. Así es como, contra todo pronóstico, Tichy, Jöchler y Dawa alcanzaron la cima del Cho Oyu la tarde del 19 de octubre de 1954 y así es como Tichy refleja el acontecimiento: “El interminable cielo azul descendía en torno a nosotros como si fuera una campana. Haber alcanzado la cumbre era un hecho glorioso, pero la proximidad del cielo resultaba abrumadora. Sólo unos pocos han estado más cerca de él que nosotros aquel día. Fue el cielo lo que dominó nuestra media hora en la cumbre”. ¿Qué más podemos añadir?
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