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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Freddie

Iñaki Ochoa de Olza

Durante unos pocos días cada año, en el mes de julio, mi pequeña y siempre añorada Pamplona se convierte en un descomunal estercolero, la válvula de escape que hace que miles de personas liberen la tensión y la represión acumuladas durante todo un año de eso tan tenebroso que se llama vida normal. La mierda se acumula por doquier, a pesar de que se limpia a conciencia día y noche. Me doy un paseo curioso, yo que normalmente huyo de las multitudes tanto como de la burocracia o la guardia civil, esquivando al unísono los cristales del suelo y los bandazos que prodigan con esmero gentes diversas con la sangre plagada de alcohol. Entonces mis ojos se fijan en él. Lo primero que me llama la atención son sus guantes de goma, que mueven con evidente vigor la silla de ruedas en la que, supongo, pasa los días. Camina a su lado una chica en la que no me fijo, envuelto en la compasión exenta de pena que la escena me provoca. Ascienden ambos charlando por la calle Chapitela, en el corazón del casco antiguo, a buen paso y sin asomo de encontrase fuera de lugar. Se oye música al fondo, es tiempo de fiesta.

Desvío la mirada sin prisa y sigo a lo mío, presa de una cierta desazón pero consciente al mismo tiempo, pensando en la fortuna nunca suficientemente apercibida de poder respirar, andar, escalar, vivir, al menos, en cierta libertad. De repente alguien me toca levemente por detrás y me dice: “Oye, perdona, ¿eres Iñaki?” Es él, sonriente desde su forzada posición. Es simpático, amable y su voz transmite algo parecido al optimismo; difícil de entender si se piensa en su situación. Me explica con fluidez que le gusta mucho la montaña, y que sigue mis escaladas y las de mi amigo Mikel Zabalza con admiración. Después me dice algo que me deja pasmado. Resulta que tanto Mikel como yo, precisamente, participamos como instructores en un cursillo de escalada hace muchos años, en el Vignemale, en el que él iba de alumno. Una vez más paso vergüenza y me disculpo como siempre, achacando mi mala memoria a la exposición prolongada a grandes altitudes. Por decir algo, no vaya a ser que lo que suceda en realidad es que nos estamos haciendo viejos.

Él sonríe nuevamente y me disculpa; no hay problema. Le pregunto por lo sucedido y me cuenta que fue un accidente de coche, en el que lo normal es que se hubiera matado, según dice. Completamente atontado, reacciono a tiempo antes de que se vaya y consigo preguntarle su nombre. “Freddie”, exclama, extendiendo la mano enguantada. Me quedo inmóvil por un instante, todo mi ser conmovido por el contacto de este hombre joven que lucha y vive, que sufre y ama. Ni siquiera sé, pienso después de un rato, cómo se escribe su nombre, aunque me puedo imaginar que Freddie me disculparía de nuevo si no es como yo lo he hecho…

De modo Freddie, hermano, que estás equivocado por esta vez. No eres tú el que debe admirarme a mí por nada. Bien al contrario, has de saber que soy yo el que se descubre ante tu fuerza, tu valentía y tu coraje. Ni siquiera sé si tu situación es reversible o no, desde cuándo dura, o qué cabe esperar. Pero ten claro que gente como tú me inspira, me conmueve y me ilumina. Gracias por saludar, y recibe un fuerte abrazo de un amigo y admirador.

Columna publicada en el número 32 de Campobase (Octubre 2006).

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