El Nota

¿Han visto ustedes una película llamada ‘El gran Lebowski’? Si no es así, mi consejo es que lo remedien cuanto antes, porque nunca se sabe. Durante las casi dos horas de surreales y delirantes acontecimientos, un tipo que se hace llamar ‘El Nota’ se pasea en albornoz y zapatillas de casa, tranquilo, intentando conseguir que alguien se ocupe de limpiar su alfombra, en la cual un par de gangsters se han orinado al confundir su nombre con el de un famoso millonario. ‘El Nota’ sólo quiere justicia, además de jugar a los bolos y beber “caucasianos blancos”. Es un tipo vago, genial, cariñoso y lleno de proyectos de esos que es fácil suponer que nunca verán la luz. Pero sin gente de esta hechura la vida sería sin duda mucho menos interesante, y todos pareceríamos suizos...

El otro día en Muktinath, Nepal, tuve la inmensa fortuna de conocer a una reencarnación de ‘El Nota’ , y no puedo estar más orgulloso de ello. Me quedo con su figura en cuanto le veo, porque destaca allá por dónde pasa, rebosante de carisma y evidente buen humor. Es italiano por los cuatro costados, se llama Davide y tiene los ojos verdes, que centellean vivarachos mientras él parlotea a la vez en dos o tres idiomas. Atrae hacia su persona las miradas y las conversaciones de todos los presentes en el Mount Kailash Lodge, donde nos alojamos hoy. Davide es como un imán, siempre le ocurren toda clase de cosas.

Acaba de atravesar el Thorung La, un collado de 5.400m., vestido con unas chanclas, un poncho mejicano y una sudadera donde pone MILANO. Nevaba con ganas, pero él es más duro que todo eso. En apenas unas horas le ha sucedido de todo. Primero se ha topado con los ex guerrilleros maoístas, ahora reconvertidos en políticos, que le han pedido una “donación”. Nadie más que él les ha visto. Davide les ha respondido que no, gracias, que Namasté, y después ha salido de naja. Al rato le ha mordido un mono, aquí a 3.700 m., así como lo oyen. Resulta que Davide se ha acercado a un santón indú y le ha entregado unas rupias a modo de donativo. Después le ha estrechado la mano, momento que el pequeño simio, propiedad del asceta, ha aprovechado para meterle un buen bocado en un dedo, presa de los celos. “Pobre animal, le van a tener que vacunar a él...”, nos dice, y se muere de la risa. Mientras nos cuenta todo esto, la alarma de su reloj se dispara, sonando enloquecida. “Descompresión”, aclara con seriedad desconocida y el ceño fruncido, “me avisa de que tengo que parar tres minutos, en mi subida a la superficie...”. Pronto nos duele el estómago, es extraño que tanto reir no sea pecado.

Unos días después nos despedimos en Katmandú. Davide y su novia se van a la India, a practicar la meditación, que de todo ha de haber bajo el cielo. Davide cocina y nos invita a comer a unos cuantos, en su hotel. Al mismo tiempo enseña italiano básico a los nepalís empleados en el albergue, por el que se pasea como si fuera el dueño. “Ciao, ciao, belle tetine...”, repiten todos en cuanto le ven. El cocinero oficial del lugar le sigue a todas partes y aprende a preparar la pasta al dente. Hay algunas personas que te contagian su energía, su entusiasmo y su amor por la vida. Su sólo recuerdo dibuja una sonrisa en tus labios y hace que te vayas a la cama ansioso por saber lo que va a pasar mañana. Davide es uno de ellos, y yo me alegro de habérmelo cruzado.

Columna publicada en el número 46 de Campobase (Diciembre 2007).