“El que escala bien en Ordesa escalará bien en cualquier parte”. La sentencia, en boca de un alpinista sobresaliente, llevaba un rato rebotando, sin tomar demasiado cuerpo, en mi cabeza. El autor de la frase (que mis neuronas soñolientas rumiaban ahora) no solía prodigarse en aclaraciones, tampoco en circunloquios, así que, por fuerza, lo que había querido decir debía ser algo importante. O, al menos, algo a tener en cuenta por un novato que viajaba, otoño húmedo y gris, camino de su primer encuentro con las paredes de Ordesa. Con el Tozal de Mallo y la vía Brujas, para concretar.
Recostado en el asiento trasero de la furgoneta, ajeno a la conversación que piloto y copiloto mantenían sobre vías para mí desconocidas recorridas aquí y allá, la inquietud se hacía un hueco en mis manos, ligeramente sudorosas, y en mi mente, dónde una alarma lejana sonaba cada vez más presente. Tenía que preguntar algo a los de delante, pero no quería escuchar su respuesta. O no deseaba recibirla en la guarida del asiento trasero, trinchera que quizá no abandonase de saber qué clase de ‘fuego’ volaba en Ordesa. Así, decidí responderme yo mismo a mis miedos: estaba claro que la frase que empezaba ya a amargarme el viaje era una voz de alerta. Por supuesto, el sentido de la misma tenía que ver con el carácter de la escalada en el valle: muchos metros de pared, retiradas complicadas, nada de protecciones ‘amigas’ tipo parabolt, mucho clavo viejo y buena ristra de friends y similares en el arnés para progresar bien protegido. Valoré por separado los ingredientes de este cóctel de escalada alpina para convenir que eso era lo esperado, lo deseado. Entonces, ¿de dónde procedía esa inquietud?
Repasé mentalmente las imágenes que conservaba de Ordesa, pero acabé bien rápido. Sólo había visto una imagen del Tozal, visto de lado. No es que no existiesen fotos al respecto, es que no compraba revistas especializadas y la literatura de montaña que caía en mis manos por entonces siempre tenía que ver con el Himalaya. Con todo, conservaba en la retina otra imagen, ésta sin base impresa, apenas un recuerdo: yo, con 12 años, contemplando la pared del Tozal desde el parking y mi padre refiriéndose a ella como un lugar en el que “muchos se han matado escalando”. ¿De verdad se puede escalar algo tan imponente? Mi cerebro de preadolescente no se explica cómo, pero entiende que la gente se mate en el empeño.
EL ENCUENTRO
Decido echar a andar sin saber, abstraído, abandonado a la pericia de mis dos compañeros de cordada, que consideran (sin decirlo en voz alta) la Brujas como una agradable escalada. Si todo se tuerce, ellos asumirán lo que yo deje a medias, me consuelo. Más que aproximarnos, nos ‘comemos’ el sendero ascendente, primero escondidos en el bosque, y después flanqueando entre sarrios camino de la pared, que aparece ahora bajo un aspecto desconocido. Visto desde el parking, el Tozal evoca un edificio en ruinas, una pared que ha sobrevivido en pie a un incendio devastador, un muro que hace equilibrio y se pelea contra la gravedad para no desmoronarse. Ahora, visto de cerca, el Tozal no es tanto una pared en ruinas sino la proa orgullosa de un capricho natural: roca vertical que acoraza una montaña. Así, visto de costado, el Tozal intimida menos, quizá porque la vista se fija en el verde de las praderas inclinadas que sujetan esta formidable arquitectura. Pero una vez al pie de la pared, cualquier atisbo de amabilidad desaparece, suplantado por un sentimiento de desorden que emana de la pared, de su geometría imperfecta, chapucera y algo basta que inmediatamente confunde al escalador. Entiendo que durante la aproximación, el árbol tapaba el bosque que ahora se revela ante mis ojos atónitos. Siento que menguo: el miedo como prensa, como una mano que me revuelve los jugos gástricos. Me aseguran que la vía empieza donde estamos, pero podría empezar en cualquier otro lado porque el caos no entiende de orden. Pero no, me explican, aquí debe existir un orden porque en el laberinto que nos disponemos a abordar vale todo menos caer o extraviarse.
Me concentro en repasar el nudo de ocho, gesto mecánico que mantiene mi inquietud a raya. Me empeño en revisar mi escueto material; me escondo en los protocolos tratando de no ahogarme en la marea de sentimientos contradictorios que me sacuden. Quiero estar aquí, lo deseo desde hace años, pero preferiría no haberlo deseado tanto. Me gusta escalar, la montaña, pero ya no sé si es para tanto. ¿Sería mejor dejarlo, cambiar de afición? Sí, pero ¿para hacer qué? No, no voy bien. Tengo que reconducir estos pensamientos sobresaltados hacia otro lugar. En estas ando cuando el primero arranca con un cinturón de friends, aliens y expreses. Se mueve con cautela por un terreno aparentemente sencillo, pero no debe serlo tanto cuando palmea cada presa y avanza con tanta prudencia. Al mismo tiempo, habla por encima del hombro dirigiéndose a mí: “Los primeros largos en Ordesa suelen estar un poco rotos, pero luego la roca mejora”. Ya. Veo que ha olfateado mi inquietud, mi silencio compungido. Agradezco sus palabras, que alivian un poco mi estado de ansiedad. Decido ser el tercero de la cordada, más que nada para no molestar al segundo en el caso probable de que me atasque en un paso.
Nunca he sentido vértigo, pero la primera reunión de la Brujas invita al menos a hacerse un par de preguntas. ¿Es estable la laja sobre la que nos encontramos? Más importante todavía: ¿Por qué no rapelamos y nos alejamos de esta pesadilla? No hay respuesta. He superado el primer largo con una idea fija: anclarme a la reunión y relajarme, pero esta repisa no conjuga nada bien con el verbo relajar. Peor aún: uno de mis compañeros acaba de bajarse arnés y pantalones y ahora defeca sobre el vacío. Las tripas rebotan en mi estómago. Esto empieza a parecerse a una película gore. Decido que ni harto de vino tiraré largo alguno de primero. Ante mi cobardía, me digo que más me vale mirar y aprender. Pero no puedo evitar sentirme en plena retirada emocional. Salgo de la reunión el último: un paso en travesía que asumo como quien deja un barco que se hunde y duda entre seguir agarrado a algo sólido o ponerse a nadar. Toca bracear con furia, y eso es lo que hago: escalo lo más rápido que puedo y sé, y esto por dos motivos: llegar cuanto antes a la reunión y no retrasar la marcha de la cordada. Todo lo que agarro se me antoja dudoso, a punto de ceder. Los bloques parecen dispuestos sin orden ni concierto. Estamos en una ratonera y el cielo sigue del color gris más triste que recuerde. Si al menos luciese el sol...
EL MIEDO ES DE LA CORDADA
Extrañamente, el miedo no me abandona como en ocasiones precedentes. Sencillamente, el miedo se ha unido gracias a mí a la cordada. Entiendo que la ansiedad se ha apoderado de mí y no me dejará hasta que pise suelo firme. La novedad me hunde un poco más: nunca antes había tenido que convivir tanto tiempo con el pavor, y ni siquiera la perspectiva de hacer toda la vía a remolque de otros me consuela. Temo que un bloque me aplaste, que corte mi cuerda. Temo no ser capaz de resolver un paso. Temo confesarlo, así que callo y disimulo. Miro mi arnés limpio de estribos, cordinos o elementos de fortuna. Miro mis pies de gato: me habían aconsejado llevar unos cómodos, poco técnicos, y eso es lo que he hecho. Pero echo en falta algo que me dé mayor seguridad, que evite los resbalones que he sufrido en el segundo largo y que no se parezca a las albarcas que llevo por pies de gato. Falta tanto para acabar que dudo que lleguemos a hacerlo. Sigo menguando. “¿Qué tal, has encadenado el largo?” La pregunta me deja perplejo: no sabía que contase para algo eso de encadenar con la cuerda por arriba. Además, yo ya no mido esta escalada como un acontecimiento lúdico, sino como una pelea para salir vivo. Por esto, no sé qué contestar aunque recuerdo que no me he agarrado a los friends... por temor de que saliesen disparados y yo con ellos. Además, estoy muy ocupado mirando hacia arriba, tratando de dilucidar por dónde sigue la vía, qué pinta tiene lo que nos aguarda.
Soy consciente de moverme por la pared al dictado de la cuerda, siguiéndola como un ciego a su perro lazarillo. Incapaz de pensar, de anticipar, acumulo metros como si esto fuese atletismo y sólo contasen las zancadas. Pero la consciencia de mi actuación no impide que ésta sea un desastre. En las reuniones, me abandono al más grande de los pesimismos: carezco de todo lo que hace falta tener para escalar en este tipo de escenarios. Me siento como un intruso sin invitación para esta fiesta, mientras recuerdo con sorna haber estado a punto de escalar aquí justo un año después de haberme comprado mis primeros pies de gato. En un segundo patético, me imagino quemando el forro polar para alertar a los equipos de rescate...
En la plaza Cataluña, enorme repisa que casi recorre de lado a lado la pared, recupero un tanto la dignidad. Mis compañeros juran que lo peor ya ha pasado (en especial es dichosa fisura por la que he reptado sin entender que por su izquierda se salvaba el paso sin grandes problemas), que la segunda parte es menos exigente, aunque eso sí, un ‘poco perdedora’. ¿Qué es eso de ‘un poco perdedora’? ¿Acaso es sinónimo de vivac? ¿O significa navegar tanteando como ciegos en un mar de bloques sueltos? Me obligo a rescatarme de los tentáculos del mal rollo. Lo consigo. Pero vuelvo a caer sin remisión cuando el segundo agarra un bloque del tamaño de dos melones, se impulsa sobre él y éste se desprende, rebotando a un metro y medio de mi cabeza, que ya no da más de sí. Si ese bloque al que se han aferrado generaciones de escaladores es capaz de desprenderse con tamaña facilidad, no quiero saber cuantos bloques más se sujetan de casualidad. Decido que ya puedo decir que he escalado y sobrevivido en Ordesa. No pienso volver por estos andurriales. Como si no hubiese un tipo de roca menos sospechosa donde elegir...
Parece evidente que el final de la Brujas es un sálvese quien pueda. Desde la reunión de friends de la que colgamos los tres, llegamos a ver la que no hemos encontrado y que, desgraciadamente, queda fuera de tiro. Intento conservar la calma. Veo algún pino, huelo la cima y, además, el terreno es menos exigente.
SALIR DEL ÚTERO
Siempre, al acabar una vía de montaña, sea de la dificultad que sea, me siento como un recién nacido, como alguien que emerge de un lugar oscuro para aterrizar en un mundo luminoso, cálido. El alivio y la gratitud se anteponen entonces a cualquier otro sentimiento. Pero la dicha auténtica dura poco. Caminamos por un verde imponente, único, pero unos nubarrones se agolpan en mi cabeza. Es la vergüenza. Sonrojo por no haber sabido gestionar mejor mis miedos. Sonrojo por saberme indigno de éste escenario, por ser un niño en un mundo de adultos. Empiezo a desinflarme. La presión afloja, se escapa por mis pensamientos y por los músculos de las piernas, que parecen titubear. Los nubarrones siguen ahí, instalados pese a mí. Sé que debo despejar mi mente, darle la vuelta a la tormenta que se avecina. ¿Cómo? Sé lo que tengo qué hacer, pero dudo que pueda llegar a hacerlo. Me faltan tantas cosas...
Minutos antes de alcanzar la furgoneta, consigo alcanzar un pacto con mi conciencia que me devuelve parcialmente la sonrisa y despeja las nubes de mi cabeza. Pienso en la posibilidad de mejorar, en prepararme, en regresar a la Brujas y, si es posible, recorrer toda la vía de primero. Sé que se trata de un exorcismo, una pelea contra el miedo. No sé cuando estaré listo pero al menos sé que quiero estarlo.
EL REGRESO
No sé si han pasado dos o tres años desde mi primera y única visita al Tozal. Las tripas empiezan a apretarse levemente contra la pared de mi abdomen, pero mi cerebro viaja limpio de preguntas que no quieren tener respuesta. El recuerdo de la Brujas me ha perseguido machaconamente desde entonces, asegurándose que no olvido mi compromiso. Por eso estoy donde estoy. Mi compañero nunca ha escalado en Ordesa y temo más por él que por mí mismo. Es posible que sufra mi mismo bloqueo, pero si es así, nadie mejor que yo para entenderle. Estamos en verano, siempre puede precipitarse alguna tormenta, pero el cielo se anuncia limpio, luminoso, y eso es algo que reconforta. Se ven más cordadas. Parece que Ordesa vuelve a estar ‘de moda’, que recupera el pulso que conoció hace ya un buen tiempo. Compruebo que mi memoria fotográfica no se ha velado con el paso del tiempo: es aquí donde me encordé entonces. Allí veo el bloque afilado e inestable de la primera reunión, allá voy. Me muevo con sorprendente serenidad, atento a cualquier posibilidad de protección. Reconozco la roca, los bloques característicos que ni el tiempo ni mi cabeza han reciclado. Hago ciertos pasos de forma idéntica a como los hice hace un siglo, y cuando grito reunión sé que todo va a ir bien, que el miedo viajará conmigo aunque sin convertirse en un lastre. ¿He ganado? No. Habrá más miedos. Mi compañero lleva la mirada desencajada: se ancla a la reunión estirando el cuello, anticipándose a lo que se avecina. Sin decir nada, me entrega el material.
→ PELIGRO DE ATASCO EN LA ‘RAVIER’
La Ravier del Tozal es la primera vía abierta en la célebre pared. La vía es de Jean y de cuatro pirineístas franceses entre los que no se contaba el otro Ravier, Pierre. Puede que no exista vía más clásica y deseada para estrenarse en Ordesa, con su dificultad moderada para los tiempos de gimnasio que corren. Por todo esto y por la estética de la vía y del lugar, son muchos los que se citan en la Ravier. En el largo clave, la chimenea de 6a, los apoyos se encuentran realmente pulidos, nada que no pueda solucionarse con un par de reposos o unos cuantos ‘aceros’. El resto de la ruta sigue un itinerario casi rectilíneo, evidente y de gran calidad. En 1957, los aperturistas invirtieron 22 horas y un vivac para completar la ruta. Semejante horario sólo sería posible en la actualidad en caso de atasco monumental, algo a evitar en un terreno en el que nunca conviene estar a merced de lo que haga (o tire) la cordada que viaja por encima. Parece evidente que a la vista de la efeméride y de un renovado gusto por escalar en el parque, serán muchos los que coincidan al pie de la vía.
→ FICHA TÉCNICA
CÓMO LLEGAR
Desde Barcelona: 323 kilómetros.
- Lleida (en autovía -autopista), Barbastro, Aínsa, Bielsa: para sectores Añisclo, Escuaín y Pineta.
- Aínsa, Valle Broto: para sectores Ordesa y Añisclo.
Desde Bilbao: 348 kilómetros.
- Vitoria/Gasteiz, Pamplona/Iruña (En autovía), Jaca, Sabiñánigo, Biescas, Valle Broto: para sectores Ordesa y Añisclo.
- Valle Broto, Aínsa y Bielsa para sectores: Añisclo, Escuaín y Pineta.
Desde Madrid: 498 kilómetros.
- Madrid, Zaragoza, Huesca (En autovía), Sabiñánigo, Biescas, Valle Broto: para sectores Ordesa y Añisclo.
- Valle Broto, Aínsa, Bielsa para sectores Añisclo, Escuaín, Pineta.
Desde Valencia: 537 kilómetros.
- Zaragoza, Huesca (autovía Zaragoza-Huesca), Sabiñánigo, Biescas, Valle Broto: para sectores Ordesa y Añisclo.
- Zaragoza, Huesca, Barbastro, Aínsa, Bielsa: para sectores Añisclo, Escuaín, Pineta.
ALOJAMIENTO
En Torla la oferta es muy amplia: campings, hoteles, apartamentos, etc. Más información en www.ordesa.net.
AGUA
En el parking del Parque Nacional hay baños y grifos donde coger agua. En la aproximación a los sectores encontraremos igualmente donde llenar las cantimploras.
ÉPOCA
De junio a finales de octubre. Ojo con las tormentas de verano. Las aproximaciones a los sectores no exceden la hora y media de marcha.
VÍAS DE ESCALADA
Pilar de la Primavera ‘Despiau - Barokas’ 6a, 250m.
Gallinero ‘Rabadá - Navarro’ 6a (A2/6b+), 400m
Tozal ‘Ravier’ 6a, 300m.
Gallinero ‘Zaratustra’ 6a+/A2, 400m.
Tozal ‘Brujas - Franco’ 6b-/A2, 400m.
Este artículo fue publicado en la revista número 41 de Campobase.
Autor: Oscar Gogorza