Abrazos a 29.99 euros
Desde hace muchos años tengo la costumbre de darle dinero a cualquier persona que me lo pida por la calle. De hecho, cuando una de estas personas empieza a contarme todo lo que le pasa y por qué se ve en esa necesidad enseguida le corto y le digo que no es necesario que me cuente nada, que, si necesita unos euros, y yo los tengo, se los voy a dar sin esperar nada a cambio y sin saber para qué es. Al fin y al cabo, si, por el motivo que fuera yo me viera obligada a pedirle a alguien dinero en la calle, no me gustaría tener que dar ninguna justificación.
Es verdad que muchas veces sospecho que esas monedas con mucha probabilidad serán invertidas en algo que no me agrada nada como cocaína, alcohol o cigarros, pero me es indiferente porque desde que sale de mi mano es dinero deja de ser mío y cada uno puede hacer lo que le venga en gana con él.
Eso de te lo doy solo si es para comer nunca me ha gustado. ¿Quién soy yo para decirle a alguien que no conozco de nada (y que no ha pedido mi opinión) lo que tiene que hacer con un dinero que a mí me sobra?
Es más, si lo pienso, muchos cantantes y artistas ganan millonadas a las que yo también he contribuido y, con mi aportación, seguramente consumen muchas más cantidades de sustancias nocivas que esta gente y no me parece mal. Si ellos han elegido esa vida yo no soy nadie para decir ni mu porque tampoco permitiría que nadie me lo dijera a mí.
A veces me ha pasado que solo llevo un montón de céntimos en la cartera y, mientras ruedo y ruedo las monedas buscando alguna de más valor, me disculpo porque me parece indigno darle esa insignificancia a alguien, pero siempre me dicen que sea lo que sea es bien recibido.
Yo, la verdad, si pidiera limosna tendría muy mal carácter. Estaría enfadadísima todo el día.
Me pondría de los nervios eso de ver pasar todo el rato a gente que hace como que no te ve y como que no tiene nada cuando, en realidad, todos sabemos que sí lo tiene pero que no lo da porque piensa que si estás en la calle es porque te lo mereces y, además, que, total, ya te ayudará el ayuntamiento o algo.
¿De verdad que de las decenas de personas que hay en una calle transitada nadie tiene un euro? ¡Grrr!
Yo sería una indigente muy chunga, la verdad. No me quedaría callada, por eso admiro la paciencia que tienen la mayoría de estas personas y con la amabilidad y tranquilidad que se dirigen a la gente sabiendo que la mayoría le dirá que no y le hará el gesto de que no moleste.
Yo empecé a ser desprendida hace unos años, cuando me di cuenta de algo más que evidente, pero a lo que no le había puesto atención.
Estaba en Madrid, sola, no tenía demasiado que hacer y había sufrido un desengaño terrible.
Paseando por la Gran Vía vi un vestido que me encantó y decidí regresar a la mañana siguiente para comprármelo. Valía 29,99 euros.
Efectivamente, al día siguiente salí a desayunar por el Mercado de San Miguel, comí copiosamente un montón de cosas ricas y luego fui a la tienda dando un paseo. En realidad, me daba todo absolutamente igual. Estaba destrozada y todo era gris y triste.
Cuando iba por Callao se me acercó un señor normal y corriente de 40 y pocos años, yo pensé que me iba a pedir alguna indicación de una dirección, pero me dijo que si le podía dejar algo, lo que fuera, para desayunar porque tampoco había cenado.
Yo lo miré y supe de inmediato que estaba tan triste como yo y le dije: ¡Por supuesto!
Saqué mis 30 euros de la cartera y le dije que se diera un homenaje en toda regla, incluso le indiqué un lugar en el que tenían unos bocadillos de jamón ibérico de esos que quitan el sentido.
El señor se quedó absolutamente petrificado. No reaccionaba hasta que me dijo que no podía aceptar tanto.
-¿Cómo que no? Yo con ese dinero me iba a comprar un vestido. Tengo decenas de vestidos. Esos 30 euros a mí no me van a cambiar el día en nada, pero para usted hoy son todo un mundo-, recuerdo que le dije.
Su cara cambió por completo y me dijo atropelladamente que hacía unos meses se había quedado en paro, había roto con su pareja y que se había visto en la calle de la noche a la mañana… Pero yo le corté porque no necesitaba saber nada y le insistí en que se fuera a desayunar y hacer lo que le diera la gana sin tener que pensar en nada más.
Me miró y me dijo que si podía darme un abrazo, le dije que sí y, de repente, empezamos los dos a llorar a mares. Él por su drama y yo por el mío.
No he llorado más intensamente en mi vida.
Nos separamos, nos dimos las gracias y nos despedimos.
Puedo asegurarles que ese abrazo de una persona completamente desconocida que andaba vagando por Madrid igual que yo me cambió la vida.
Para empezar, confirmé que el dinero no es importante para mí y eso que durante la mayor parte de mi vida no he tenido un duro, pero es que lo que para ti es un vestido más para otra persona es un día entero de felicidad, así que desde esa mañana siempre que me piden doy sin mirar para qué es.
Pero es que lo más importante es que con aquella acción y con aquel abrazo me sentí absolutamente feliz, plena, contenta, esperanzada. Estuve todo el día con una sonrisa tonta y esa noche tomé un montón de decisiones que me trajeron todavía más felicidad, alegría y esperanza.
La mía debe ser la terapia más corta y barata en la historia de la psicología.
He pensado mucho en él. Ni siquiera sé su nombre. No sé si me recordará, pero yo lo hago cada vez que alguien se acerca a mí en la calle.
Desde aquel día mi armario de los vestidos se ha ido haciendo cada vez más pequeño pero mi vida cada día tiene más humanidad y fraternidad.
*Pd: encima de todo lo que aprendí, aquel vestido casualmente me lo regalaron un tiempo después.
Dad y recibiréis.
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