Amigos sin apellido

26 de agosto de 2022 14:43 h

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Hace poco me di cuenta de que hay amigos con apellido y amigos sin apellido. Las agendas de nuestros móviles funcionan como nuestros perfiles de Facebook, aceptan de todo: amigos del colegio, de la carrera, del máster, del trabajo, del gimnasio, amigos de amigos, conocidos y hasta casi desconocidos. Lo hacen, igual que la red social, durante tiempo ilimitado. Pero en el teléfono el apellido funciona como frontera vital: solo unos privilegiados se presentan con el nombre de pila, los demás necesitan esa muletilla -que a veces es el apellido paterno y otras una palabra clave- para que seamos capaces de encajarlos en nuestra biografía. Nadie nos dijo que crecer también era apellidar a todo aquel con el que nos cruzamos.

Cuando aparece una llamada o un mensaje de uno de esos amigos sin apellido, dudo (también cuando Telegram me avisa de su presencia). Con muchos no mantengo contacto habitual y, por un momento, la falta de información me desconcierta. Hasta que lo ubico. A pesar de ese lapsus y de que la relación apenas exista, añadirles el apellido a estas alturas me parece una traición, más a mí misma que a ellos; supondría expulsarles de ese paraíso del que proceden y que quiero mantener intacto.

Intuyo que también es una forma de engañarme: muchas de esas personas abandonaron mi vida hace mucho, sin tragedias añadidas, pero me resisto a arrebatarles el estatus que adquirieron un día, como si, parafraseando a Jorge Manrique, todo tiempo pasado -la infancia, la adolescencia, la universidad- tuviera que ser, por decreto, mejor que mi vida de ahora. Lo cierto, en realidad, es que el tiempo lo dulcifica todo, hasta estas coplas. Jorge Manrique nunca dijo que cualquier tiempo pasado fue mejor. En las Coplas por la muerte de su padre escribió que, “a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor”, pero esa parte se nos ha ido olvidando.

En una época en la que pensamos que el precipicio siempre está a la vuelta de la esquina, solo podemos intentar que nadie nos cambie el pasado, mucho menos nosotros mismos al echar la vista atrás.

Pero no solo por eso soy incapaz de borrar de mi listín telefónico moderno a quienes ya no están. Al comienzo de mi agenda continúa el teléfono de mi abuelo paterno -cada vez que lo veo recuerdo su capacidad para ser el primero en felicitarme en cada cumpleaños- y al final, el de mi otro abuelo, al que sus nietos siempre llamamos Yeyo. De esa nostalgia sí que no soy capaz de salir. Y entonces canturreo los versos de Goytisolo a los que puso música Paco Ibáñez: “La vida es bella, ya verás como a pesar de los pesares tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos”.