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El fin del exilio de Arturo Maccanti

Daniel Duque

Cuando se embarrancan los sentimientos es casi imposible decir lo que uno quiere con orden y propiedad, pero no por estar aturrullado por el dolorido sentir voy a renunciar a hablar del poeta Arturo Maccanti. La última vez que lo vi, hará cosa de un mes, estaba en el banco en el que desemboca el callejón de Belén, mirando para el Juego de los Bolos, adonde, me lo dijo con desconsuelo, “ya las piernas no me llevan”. Como estaba sentado no me despidió con un beso, como era su costumbre. Estaba sereno y cariñoso, pero con la marca de la decrepitud en toda su persona, y no será así -enfermo y encogido- como quedará para siempre en mi memoria, mi querido y admirado Arturo, sino con la espléndida, triste, intimísima, dolorosa, melancólica, evocadora y siempre tan nostálgica imagen sentimental que brota de su palabra poética, como, por ejemplo, cuando describió ese mismo rincón de La Laguna, y de su alma (1): “La calleja en penumbra y el sol en la Plaza/ de la Junta Suprema/ y toda la isla y los grandiosos/ territorios del cielo/ y los sueños y sus demonios/ y la vida como una/ aldaba incesante”.

Viajero insomne, cuyo título es toda una declaración de principios, era el libro que había terminado cuando lo entrevisté para el suplemento 2.C, justamente el día que murió Rafael Alberti. Entonces definió tu trajinar de escritor así: “El poema va apareciendo, lo vistes con la palabra, lo sientas en el sofá y viene otro, y otro, y al cabo de un tiempo tienes la habitación llena. Pero cada uno reclama atención, perfecciones, finales, arreglos, que no los olvides. Entonces te roban todo tu tiempo y te sacan de la vida práctica. Yo soy el hombre menos práctico del mundo. Por eso no pude ejercer el derecho. Así es que yo siempre voy con mi muchedumbre de poemas encima, de la mañana a la noche, escuchando la petición de paternidad activa que me reclaman: ponerle la palabra que falta, recoserlo, retocarlo. Son seres vivos. De todos los que he escrito he publicado algunos, que es como presentarlos en sociedad; el resto están por mi casa por mi trabajo, por donde yo vaya. Y eso no acaba nunca. El gozo es la escritura” (2).

Así era, en ese espacio práctico y teórico se movió siempre y justo es que así lo perpetuemos, escribiendo o ramoneando versos, tal y como se autorretrató en plan película del neorrealismo italiano: “Después de intensas horas de retiro, creando el último poema, que ahora brilla, como ascua, entre viejos papeles y libros apilados, sobre la mesa del gabinete exiguo, todo insomnio y tabaco, y un cierto, antiguo, reciente cansancio, me asomo al balcón de la noche otoñal de Guerea a que me dé el aire urbano, el cómplice silencio de la ciudad dormida”(3). Bien es verdad que entonces la zona de la Concepción de La Laguna, adonde se alongaba el poeta en la alta noche, era un lugar tranquilo y silencioso y no la escandalosa verbena, incivil y macarra, en que lo han convertido las sucesivas mediocridades —de manera muy especial la que actualmente mangonea el cotarro— que han gobernado la ciudad desde que la convirtieran en Ciudad Patrimonio, escandalera que tanto y tanto y tanto amargó la vida al escritor en los últimos años y de la que tanto y tanto y tanto se quejó sin que se le hiciera nada, nada, nada de caso. Ni para que te reconozcan el derecho a disfrutar del silencio nocturno sirve ser Premio de Canarias. De eso hablaba mucho en los últimos tiempos.

Pero en fin, se me acaba el papel y a estas alturas del artículo tengo muy claro que no he dicho lo que de verdad me importa, que nos profesábamos un cariño profundo, leal y desinteresado, que bastantes, no todos, de sus poemas me parecen extraordinarios y que su obra, recogida casi en su totalidad en Vivir sobre la vida (4), merece la lectura lenta y reposada que se le debe a los poetas de verdad. Muchos son los temas que (a)bordó con artesanal paciencia, pero que al final siempre resulta ser uno solo: el tiempo, o sea, la vida, y por tanto también el amor —“Triste y hermoso fue mi amor primero,/ como nacido a orillas de los mares./ Aquel amor de sueños estelares/ cruzó mi corazón como un velero (5)—, la muerte y el olvido, y la resurrección de la carne —”Tirad a la memoria, como una piedra a un pozo,/ esto que hondo aletea en mi alma: un pájaro de oro,/ y cada primavera cantaré en los caminos./ Y cada primavera yo volveré a Guerea“(6)— y la canción y el trasterrado vivir, porque efectivamente para Maccanti, los hombres somos viajeros no como ”Los volcanes (que) no emigran“(7), más todavía, pues Maccanti no se veía como un simple viajero sino como un exiliado en ”el lado de acá“, que diría Paul Klee: ”Hiere más la memoria que la muerte./ Difusa luz del tiempo, fuente siempre inasible/ de la estación que abriga el desaliento,/ y acechando en la hierba, verde aún,/ las patrañas del día./ Soledad respirada, me conformo con todo,/ y si se va la vida,/ que el aire oree mi ausencia/ y el exilio se acabe“(8).

Como una curiosidad, siempre he recomendado muy vivamente que se detengan y analicen los breves y muy frecuentes textos de otros escritores que Maccanti pone al frente de sus libros o de sus poemas. Con ellos se podría confeccionar una antología verdaderamente memorable, desde los que dan título a dos de sus libros, los cervantinos En el tiempo que falta de aquí al día y Cantar en el ansia, hasta el rilkeano Las palabras bordean lo indecible, pasando por el pessoano Todo final será silencio, salvo donde el mar bañe la nada, y tantos otros, pero cargados todos de un hondo y preciso significado.

Pero en fin, volviendo a su tema principal, el tiempo, y a su muy especial manera de formalizarlo citaré el poema Paseo por la tarde de invierno, en el que tras una bella descripción de los alrededores laguneros, termina: “…que brillan los tejados bajo el aire ya frío/ y que sueña Guerea, donde el tiempo me vive (9).

Para recordar a Maccanti sólo hay un camino, su poesía. Bien claro lo tenía y lo decía: “Yo me identifico con la lápida de la tumba de Poe, porque eso soy: Arturo, un poeta”. Así es que para acabar estas líneas y empezar ese recuerdo, dos poemas. El primero, sobre su vida: “Sólo he tenido un libro/ y un pedazo de cielo/ en este patio de murallas altas” (10).

El segundo sobre su muerte: “Me dejará la luz/ —del día, no del alba—/ con pájaros de hondo,/ definitivo canto. / Se cerrará el balcón/ alto sobre la acacia,/ la hierba y el geranio,/ la ruidosa campana/ vasta sobre la noche./ Te dejaré, Guerea,/ ciudad del alma, un día”. (11)

(1) “Al salir”, en Viajero insomne, 2000.

(2) 2.C nº7, del 4 de noviembre de 1999.

(3) No es más que sombra, 1995.

(4) Vivir sobre la vida, (Poesía reunida), 2010.

(5) “A orillas de los mares”, en En el tiempo que falta de aquí al día, 1967.

(6) “Como una piedra”, en Helor, 2005.

(7) El volcán y la isla, 2003.

(8) “Exilio”, en Viajero insomne.

(9) Óxidos, 2002.

(10) “Vida”, en Viajero insomne.

(11) “Plena de gracia”, en Helor.

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