Hace cinco siglos el humanista británico Tomás Moro imaginó una tierra lejana (una isla ficticia llamada Utopía) en la que los seres humanos vivían en paz. Los bienes esenciales eran comunes, se organizaban bajo un sistema democrático y todos los ciudadanos tenían derecho a una vivienda. En esencia, el valor de esta idea revolucionaria, cuyo eco resuena tras el pasado día 30 de mayo, residía en la posibilidad de imaginar sociedades mejores a las de su propio tiempo.
Casualmente, hace también cinco siglos se produjo la conquista de Canarias. Esta es la fecha que la mayoría de los historiadores establecen para situar el comienzo de una identidad compartida en nuestro archipiélago. Así, en un mismo momento coincidieron tanto las expansiones coloniales como la propuesta de construir sociedades radicalmente diferentes. En un tiempo como el nuestro, en el que nos vemos abrumados por el shock constante de la barbarie (las crisis económicas, la pandemia, el último asesinato por violencia machista), recordar que se pueden imaginar alternativas más esperanzadoras se antoja imprescindible para no sucumbir al pesimismo y la resignación.
En un reciente ensayo titulado Utopía no es una isla (Episkaia, 2020), la escritora Layla Martínez se pregunta por el impacto que tienen las ficciones distópicas en el ánimo de las sociedades occidentales. En él, señala la proliferación de películas, libros y series de televisión que nos presentan un futuro apocalíptico como consecuencia de desastres medioambientales, gobiernos autoritarios y sociedades muy desiguales. Entonces, afirma Martínez que, lejos de servir como advertencia para evitar el desastre que se avecina, estas ficciones distópicas tienen como efecto la desactivación de nuestra imaginación: el deseo de querer construir un mundo mejor. En otras palabras, el deseo de querer vivir en Utopía.
Resulta curioso observar el boom de este subgénero literario de las distopías (desde las clásicas Blade Runner, 1984 o Farenheit 451 hasta las contemporáneas Soy Leyenda, Los Juegos del Hambre o El cuento de la criada). Siguen teniendo algo que como espectadores y lectores no podemos dejar de consumir. Nos fascinan. Y digo que resulta curioso porque en Canarias, me parece a mí, vivimos en un universo alternativo. Nos han contado otra historia desde que somos pequeñitos. Sobre todo, el Día de Canarias.
Canarias es el paraíso. ¡Qué suerte vivir aquí! Si eres canario, habrás oído esto más de una vez. Habrás crecido escuchando en las conversaciones cotidianas de tus padres eso de que a Canarias la llaman las “Islas Afortunadas”. Hemos incorporado esa narrativa a nuestra identidad. Y así, defendemos ante peninsulares y turistas extranjeros que Canarias es un lugar único por lo increíble de su clima y sus bellos paisajes. Me temo, sin embargo, que hemos comprado esta historia hasta tal punto de creer, en realidad, que en Canarias se vive bien. Que vivimos, en definitiva, en Utopía.
¡Pero no les estoy descubriendo el fuego! Todos sabemos que el alquiler es carísimo y la cesta de la compra ahoga a las familias. Cada poco se nos encoge el corazón ante las pateras que, llenas del dolor más insoportable, llegan a nuestras costas. Para mayor tortura, asistimos todos los meses al enésimo intento de levantar hoteles y puertos en espacios naturales que deberían estar protegidos. Este año, en Adeje y Fonsalía.
Por eso, si echamos la vista atrás, aun con el esfuerzo de mucha gente valiente organizada que no se resigna, la imagen que nos devuelve la realidad es desalentadora. Da la impresión de que nunca triunfa la visión de una Canarias radicalmente mejor. Si acaso, como ocurriera en las exitosas manifestaciones de 2014 contra las prospecciones petrolíferas de Repsol, todo el esfuerzo sirve para interrumpir la barbarie, pero no para tomar otro rumbo. ¿Qué es lo que nos está pasando?
Es hora de cambiar nuestra visión sobre Canarias. Asumamos que este no es el paraíso que nos enseñaron desde pequeños, y que hemos aprendido a idealizar según crecemos. El canario presume de ser un pueblo orgulloso, pero con la misma determinación debería ser autocrítico. Una sociedad en la que el 50% de su población juvenil está desempleada no debe consolarse en su belleza natural. El problema de los canarios es que habitamos un “paraíso” que se ha convertido en un infierno irrespirable. La utopía solo sobrevive en el caso de unos pocos privilegiados. Para la inmensa mayoría, Canarias ha acabado por convertirse en la distopía que no podemos dejar de consumir. Pero no es ninguna ficción, aunque la vivamos como tal.
Este 30 de mayo se cumplieron 40 años de nuestro Estatuto de Autonomía. Es el único día que nos damos para reconocernos como canarios y pensar desde Canarias. Me produjo tristeza observar que transcurrió sin pena ni gloria. ¿Cómo explicarlo? Visto en retrospectiva, no puedo dejar de pensar que las generaciones que nacimos, crecimos y vivimos en la Autonomía hemos reproducido las imágenes de un pasado exclusivamente folclórico. El traje de magos, sacar el cachorro de esa caja vieja donde permanece custodiado todo el año. ¿Es que acaso nuestra identidad no nos deja ir más allá de rescatar lo pasado?
Este Día de Canarias volví a vivir momentos que me llenan de ternura como ver a mis primos pequeños enseñándome que se van a comer una chocolatina Tirma. Me pregunto si, pasados los años y ellos crezcan a la par que su inocencia se agota, podré emocionarme con los hechos cotidianos más pequeñitos al mismo tiempo que no olvido que Canarias es mucho más que eso. Que debemos atender los malestares que recorren esta tierra. ¿Qué mejor día que todos los que están por venir, tras este 30 de mayo?
Los activistas franceses del Mayo del 68 popularizaron el mes de mayo como la metáfora de la revolución, de la conquista de lo posible y lo imposible. Era su tiempo para la épica, su tiempo para la imaginación de futuros mejores: más sociales, menos autoritarios, menos patriarcales, y más sostenibles con el medioambiente. El paso del tiempo no ha borrado la virtualidad de sus razones; quizá, nos interpelan con más urgencia que nunca. Sin embargo, el sabor agridulce del mayo francés nos legó también la metáfora de un posterior mes de junio que simbolizó la reacción del poder establecido contra el pueblo, la dura represión, y, sobre todo, el miedo. Un miedo al cambio implacable, que acabó por domesticar a una sociedad entera.
Nuestro 30 de mayo pasó sin mucha épica, con poca memoria y menos horizontes de esperanza sobre el futuro de Canarias. Pero junio nos deja una imagen más hermosa de nuestra gente. La mayor manifestación desde el inicio de la pandemia aconteció en las calles de Tenerife con el lema Salvar Tenerife. Una concentración que puso sobre la mesa parar el rumbo desenfrenado de atentados contra medio ambiente y reconsiderar nuestro modelo productivo, para hacerlo más sostenible y beneficioso para la población local. El recorrido de Salvar Tenerife se definirá en la medida de que sea capaz de reunir a un sujeto incluso más amplio del que congregó la propia manifestación. En esencia, si logra ser capaz de auspiciar una gran conversación colectiva sobre cómo es la Canarias en la que deseamos vivir.
Ahora, como siempre, nos podemos negar. Podemos escoger seguir celebrando el 30 de mayo y el largo camino hasta su próxima celebración exclusivamente con festejos. Pero propongo otra cosa. Pongámonos frente al espejo y cuestionemos el estado de todo aquello que nos angustie, para poderle dar una respuesta con nuestras voces y nuestras propias ideas. Estoy convencido de que para encarar el futuro de Canarias es necesario desandar algunos caminos que nos llevaron a esta situación de parálisis. Pero, sobre todo, debemos renunciar a hacer de nuestro presente un refugio al que no miramos a la cara, con toda su crudeza. Eso implica dejar de consumir la Canarias distópica que sufrimos por imaginar la Canarias utópica que queremos vivir. Si no lo hacemos, como decía Layla Martínez, nuestro pesimismo se convertirá en una profecía autocumplida: “sin nadie que crea que el futuro sea mejor, no se pueden articular las luchas que lo harán posible.”
Esta propuesta no surge de la nada. Poco a poco, las generaciones jóvenes han ido trazando esta idea para presentarla en sociedad. El rapero tinerfeño Cruz Cafuné afirma en una de sus canciones que Luego entendí que Canarias solo es paraíso pa' guiris y gángsters. Este verso ya se usa como consigna en manifestaciones. Como siempre ocurrió, la cultura es al mismo tiempo vanguardia y fuerza anticipatoria de caminos que están por recorrer en Canarias. Quizá, también, porque bebe de un relato compartido desde el pasado. No se llamen a engaño, no me refiero a ningún inglés hace quinientos años enterrado. Si buscamos en nuestra memoria colectiva, en casa también encontraremos alguna que otra pista. No por nada, durante la larga noche de la dictadura, el poeta gomero Pedro García Cabrera nos inspiró con aquel verso que decía:
Un día habrá una isla que no sea silencio amordazado…
Es una enseñanza más viva que nunca. Canarias no es una isla. Todavía.