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Otra Canarias posible al servicio de su gente

Estamos viviendo una tremenda encrucijada que asoma como la precuela de una devastadora crisis social y económica. Se anuncia una caída del PIB solo comparable con tiempos de posguerra, por eso conviene hacer un ejercicio de memoria en estos momentos, pues de no hacerlo podríamos repetir los errores históricos que nos han convertido en unos de los territorios de la Unión Europea con niveles más lacerantes de desigualdad, pobreza y exclusión social. Y llueve sobre mojado.

Las crisis sistémicas soportadas en los últimos cuarenta años han ido recortando derechos que habían sido conquistados con sangre, sudor y lágrimas. El retroceso ha sido de tal calibre que nos ha llevado incluso a tener a miles de trabajadores y trabajadoras pobres, personas que, aun teniendo trabajo, a veces incluso dos, no llegan a cubrir sus necesidades básicas: alimentación, vivienda y servicios esenciales. Hemos alcanzado también índices de pobreza infantil espeluznantes en un país, Canarias, que se proclama desarrollado. Y si no reaccionamos pronto contra estas políticas neoliberales que han logrado precarizar nuestras vidas, nuestros hijos e hijas tendrán, por primera vez, peores condiciones de vida que nosotras.

En las crisis del pasado siglo nuestros antepasados se marcharon a Latinoamérica para mejorar sus condiciones de vida y las de sus familias, escapando de una realidad durísima. En las primeras crisis de este siglo XXI le ha tocado a nuestra juventud, que se ha visto igualmente obligada a emigrar para obtener el trabajo que aquí se les niega. Y ahora que una nueva crisis se nos viene encima, ¿no debemos enfrentar sus consecuencias?

La gente que vivimos en el Archipiélago no estamos condenada, como si de una maldición insular se tratase, a mirar eternamente el mar añorando la promesa hecha, recordando la última despedida... Ante ese bucle de dolor biográfico cabe otra alternativa: asumir las riendas de nuestra historia, forjar otra Canarias posible de justicia social y dignidad.

En los últimos diez años nuestro motor económico, el turismo, encadenó un periodo que algunos calificaron “de excelencia”. En parte por las bondades de nuestro territorio, en parte por condicionantes externos, recibimos en las Islas visitantes muy por encima de nuestros niveles de sostenibilidad ecológica. Hasta quince millones de turistas al año desembarcaron en nuestra tierra, generando, en plena crisis, márgenes de beneficios sin precedentes.

¿Significó esto un reparto más equitativo de la riqueza que se produce aquí? No. Por el contrario, se precarizaron empleos, se bajaron sueldos, se redujeron plantillas y se apostó por el turismo del todo incluido, que dejó a cientos de autónomos y pymes en situación de cierre. Ni siquiera se aprovechó este impulso del turismo para aumentar el consumo de los productos del país. La política autonómica durante este excelso decenio para el sector servicios puede reducirse a un simple imperativo: toma el dinero y corre.

Esta es la razón por la que resulta insultante para nuestro pueblo que ahora, en plena crisis Covid-19, muchos de los que han tenido altas responsabilidades políticas se echen las manos a la cabeza maldiciendo el monocultivo turístico. Porque han sido ellos, precisamente, los que han ignorado a los movimientos sociales y sectores de la sociedad civil que llevan años hablando de la necesidad de diversificar nuestra economía.

No se trata, sin embargo, de abandonar el turismo, sino de insistir en su calidad y reforzar otros sectores productivos que son imprescindibles para mejorar la vida en el Archipiélago, como el sector primario y la industria de las energías limpias, que ligadas al turismo serian un valor añadido. Hemos repetido una y otra vez el tremendo potencial que tiene nuestro territorio más allá del lamento colonial al que nos tienen acostumbrados ciertos dirigentes, poniendo en valor nuestra ubicación geoestratégica, nuestro patrimonio natural y cultural y, cómo no, la profesionalidad de nuestra clase trabajadora. Es hora ya de implementar una renta básica que garantice una redistribución real de la riqueza creada en esta tierra. Es hora ya de que esas grandes fortunas amasadas bajo el amparo de nuestro fuero histórico y explotando nuestra mano de obra, arrimen también el hombro.

No hay virtud sin dificultad y, para poner en valor todo aquello que nos define como territorio debemos primero tener la voluntad colectiva de apostar por nuestras fortalezas, huir de aquellos cantos de sirena que lo único que quieren es perpetuar la desigualdad que nos desangra. Es imprescindible tomar conciencia de lo que somos, un pueblo que quiere vivir dignamente y en paz, alejado del ruido de capitales depredadores que solo siembran pobreza, de la bulla matadora del centralismo de Estado y del aún más dañino pleito insular.

Alguien dijo alguna vez que no se necesita valor para hacer lo único que se puede hacer. No tendríamos perdón de Dios si permitimos que los mercachifles que han dirigido nuestro territorio en lo político y en lo económico, empleando sus viejas mañas, nos vuelvan a encadenar al presente sin futuro en el que estábamos instalados antes de la pandemia. Para salir dignamente de esta crisis debemos hacerlo por otra senda. Si la historia es la estela que deja el ser humano cuando intenta alcanzar sus metas, Canarias tiene un objetivo histórico: reconstruirse colectivamente y, de una vez por todas, dejar atrás nuestras cadenas. Tenemos los recursos y la fuerza necesaria para construir otra Canarias. Pongámoslas al servicio de nuestra gente.

Estamos viviendo una tremenda encrucijada que asoma como la precuela de una devastadora crisis social y económica. Se anuncia una caída del PIB solo comparable con tiempos de posguerra, por eso conviene hacer un ejercicio de memoria en estos momentos, pues de no hacerlo podríamos repetir los errores históricos que nos han convertido en unos de los territorios de la Unión Europea con niveles más lacerantes de desigualdad, pobreza y exclusión social. Y llueve sobre mojado.

Las crisis sistémicas soportadas en los últimos cuarenta años han ido recortando derechos que habían sido conquistados con sangre, sudor y lágrimas. El retroceso ha sido de tal calibre que nos ha llevado incluso a tener a miles de trabajadores y trabajadoras pobres, personas que, aun teniendo trabajo, a veces incluso dos, no llegan a cubrir sus necesidades básicas: alimentación, vivienda y servicios esenciales. Hemos alcanzado también índices de pobreza infantil espeluznantes en un país, Canarias, que se proclama desarrollado. Y si no reaccionamos pronto contra estas políticas neoliberales que han logrado precarizar nuestras vidas, nuestros hijos e hijas tendrán, por primera vez, peores condiciones de vida que nosotras.