Espacio de opinión de Canarias Ahora
La ''cuevita de la izquierda''
El domingo 8 de julio, unos días después de este amago de polémica, El País publicaba una encuesta de Metroscopia en la que se constataba cómo el partido de Rubalcaba está pagando la crisis más que el PP, bajando casi tres puntos en un mes, mientras los populares mantienen el respaldo electoral. Según el análisis del sondeo, la causa de estos resultados está ligada al descrédito político y a la idea instalada de que “todos son iguales”, a la desaprobación mayoritaria de la labor de oposición socialista y a que sus potenciales votantes no encuentran motivos para apoyar a este partido, por lo que siguen abandonándole.
En “Política para apolíticos. Contra la dimisión de los ciudadanos”, un libro coral que ya he citado y que está editado por J.M. Vallés y X. Ballart, en Ariel, el catedrático de ciencia política de la UAB, Joan Botella, analiza en profundidad esta cuestión. En el capítulo “Confusión. ¿Hay todavía diferencias entre los partidos políticos?”, el profesor catalán nos asegura que una de las percepciones más molestas para el ciudadano es sospechar que, en el fondo, no hay diferencias esenciales entre los diversos partidos y que la deformación fundamental de la democracia sería que las ofertas de estos “dejaran de ser distintas, coincidieran en las cuestiones esenciales y solo discreparan en los matices”. Asegura que en las políticas económicas y fiscales adoptadas por los gobiernos españoles entre 1993 y 2010 -acordémonos del pacto reciente para modificar la constitución con relación al déficit- no ha habido sino semejanzas y que van más allá aún para coincidir en modos de expresión y estilos de actuación hasta conseguir una homogeneización formal y una convergencia política de la que se nos distrae muchas veces con políticas “simbólicas”. En términos democráticos, afirma, se insinúa una conclusión demoledora: “inducen a sospechar que medidas parecidas adoptadas por gobiernos diferentes no son realmente decididas por ellos, sino que son dictadas o impuestas por fuerzas externas ante las cuales los gobiernos se manifiestan impotentes”.
No es ni mucho menos una casualidad que la socialdemocracia haya sido barrida prácticamente del Viejo Continente al distanciarse de sus bases sociales y de la sociedad y que muchos de sus antiguos votantes -abandonados a su suerte- hayan alimentado el auge de los partidos populistas y de extrema derecha que no dejan de aparecer y crecer, convertidos en defensores del pueblo llano y de los más desprotegidos (no nos olvidemos que así nació el fascismo). El Estado de Bienestar, como hemos comentado en otras ocasiones, se cimentó en un gran pacto tras la Segunda Guerra Mundial entre la derecha tradicional, democristianos, nacionalistas y socialdemócratas, pero el embate del neoliberalismo les llevó a encadenarse a sus propuestas, a la complicidad y a la renuncia a sus posiciones ideológicas, a rendirse ante “los mercados”, a claudicar en la defensa de la autonomía de los Estados, a nadar en la superficie a la hora de plantear alternativas a los ataques a la democracia y garantizar una verdadera equidad social protegiendo a los más débiles. La Tercera Vía, bautizada en España como Nueva Vía, no fue sino el soporte con el que se dotó para dar pábulo y abrazar la globalización y la desregulación que nos ha traído hasta este momento de crisis e injusticia planetaria. Y no estoy diciendo que no haya que pactar y provocar consensos ante determinadas situaciones extremas, pero está clarísimo que no hay diferencias a la hora de traicionar el mandato ciudadano con la excusa de que lo obliga Bruselas y de escenificar los mismos compromisos con la banca y los lobbies patronales.
Para Zygmunt Bauman, Premio Príncipe de Asturias y uno de los grandes teóricos de la socialdemocracia, ésta ha olvidado su compromiso de defender a los pobres, los humillados, los abandonados o los discriminados. Ha olvidado que la comunidad tiene el deber de asegurar a cualquiera de sus miembros y que la calidad de la sociedad se debe medir por el bienestar de sus partes más débiles y, en lugar de eso, compite con la derecha política por allanar el camino al gobierno de los mercados, a pesar de la creciente injusticia, la desigualdad y el sufrimiento que ello conlleva.
Es lo mismo que sostiene el socialista y lingüista Raffaele Simone ( “El monstruo amable. ¿El mundo se vuelve de derechas?” E. Taurus ). Para el ensayista italiano “esta izquierda huele a derechas en actitudes y comportamientos. Está muy alejada de la calle y teme hasta presentarse como izquierda. Ha sido incapaz de entender en las últimas dos décadas qué era el mundo globalizado. Es un indicio preocupante, porque quiere decir que los mecanismos de la democracia han dejado de interesarnos y podríamos acabar por no querer partidos”. Se ha decidido, además, a renunciar a sus viejas aspiraciones, a sus ideales de siempre para abrazar un discurso genérico y pactista. Anclada en la derrota ideológica, sin haber sabido superar el pasado, sin identidad política, mantiene un alegato minimalista, contagiado del consumo y sin una verdadera visión de conjunto. “Mientras la Neoderecha se presenta moderna, afable y trendy, la Izquierda se ve polvorienta, aburrida y out (?) Bajo el rostro amable todo será fluido, divertido, fun?”
En el prólogo a este libro Joaquín Estefanía nos dice que “la crisis económica, el último combate por ahora, ha pillado a la izquierda sin una época propia, con su contenedor vacío y maltrecho por los golpes de quienes intentan evitar que se vuelva a levantar (?) puede que la socialdemocracia esté en una crisis terminal (o puede que no) pero no así las ideas de izquierda, que combinan un grado limitado de desigualdad con la búsqueda del bienestar general, la solidaridad, la instrucción y, naturalmente, la libertad” .
Frente al desprecio a la “cuevita de la izquierda” o frente a alternativas como las se planteaba no hace mucho, a través de la iniciativa Progreso Global que cuenta con el empuje de personajes como Clinton, Blair y Felipe González, todos ellos en estos momentos en la nómina de grandes grupos económicos mundiales, es necesario recobrar la confianza en la posibilidad de que, venciendo eternos cainismos, es hoy necesario, no sé si más que nunca, defender la vieja idea de que cambiar el mundo es posible, de que es viable recuperar la autonomía de la política y la democracia frente al ultraliberalismo, que debemos defender la justicia social, la igualdad y la equidad, que no podemos renunciar a la defensa del medio ambiente, de la solidaridad y de los valores y los principios humanistas y ciudadanistas frente al intento de convertirnos en individuos aislados y programados para el consumo.
*Alcalde de Agüimes
Antonio Morales Méndez*
El domingo 8 de julio, unos días después de este amago de polémica, El País publicaba una encuesta de Metroscopia en la que se constataba cómo el partido de Rubalcaba está pagando la crisis más que el PP, bajando casi tres puntos en un mes, mientras los populares mantienen el respaldo electoral. Según el análisis del sondeo, la causa de estos resultados está ligada al descrédito político y a la idea instalada de que “todos son iguales”, a la desaprobación mayoritaria de la labor de oposición socialista y a que sus potenciales votantes no encuentran motivos para apoyar a este partido, por lo que siguen abandonándole.
En “Política para apolíticos. Contra la dimisión de los ciudadanos”, un libro coral que ya he citado y que está editado por J.M. Vallés y X. Ballart, en Ariel, el catedrático de ciencia política de la UAB, Joan Botella, analiza en profundidad esta cuestión. En el capítulo “Confusión. ¿Hay todavía diferencias entre los partidos políticos?”, el profesor catalán nos asegura que una de las percepciones más molestas para el ciudadano es sospechar que, en el fondo, no hay diferencias esenciales entre los diversos partidos y que la deformación fundamental de la democracia sería que las ofertas de estos “dejaran de ser distintas, coincidieran en las cuestiones esenciales y solo discreparan en los matices”. Asegura que en las políticas económicas y fiscales adoptadas por los gobiernos españoles entre 1993 y 2010 -acordémonos del pacto reciente para modificar la constitución con relación al déficit- no ha habido sino semejanzas y que van más allá aún para coincidir en modos de expresión y estilos de actuación hasta conseguir una homogeneización formal y una convergencia política de la que se nos distrae muchas veces con políticas “simbólicas”. En términos democráticos, afirma, se insinúa una conclusión demoledora: “inducen a sospechar que medidas parecidas adoptadas por gobiernos diferentes no son realmente decididas por ellos, sino que son dictadas o impuestas por fuerzas externas ante las cuales los gobiernos se manifiestan impotentes”.