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Darwin y Antonio Gala

Antonio Cavanillas / Antonio Cavanillas

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Dice Gala en su tronera que merece la pena haber nacido sólo por pertenecer a la misma especie que Darwin, y estoy casi de acuerdo, y que somos hermanos o primos de los monos en cuanto a genes y ahí disiento. Genéticamente somos primos de los monos, las alcachofas, los saltamontes o los elefantes, pero nuestro parentesco se limita a que todas las especies vivas tienen genes. El de Brazatortas confunde, como es habitual, evolución con transformismo. Nuestra carga cromática y cromosómica es distinta a la de los simios, las alcachofas, los saltamontes y los proboscidios.

Darwin fue desde luego un gran hombre, pero no cambió de deseo ni de fe en contra de lo que afirma Gala en su artículo. Su deseo era que adelantara la ciencia y vaya si lo consiguió. En cuanto a fe, él mismo se consideraba creyente y murió en la fe de la Iglesia de Inglaterra.

Dice Gala que Darwin, de aspirar al sacerdocio anglicano pasó a dejar de creer en lo imposible. Lo imposible para D. Antonio, según parece desprenderse del artículo, es la existencia de Dios, y ya hemos dicho que Charles J. Darwin creía en Él. Me atrevo a sugerir que Darwin dejó de creer en el paraíso terrenal, Adán y Eva, la manzana, la serpiente, el diluvio, el arca de Noé, etcétera, niñerías utilizadas por el cristianismo para explicar la creación en el pasado y en las que ya no cree nadie. Diré a Gala (aunque él lo sabe) que la existencia de un ser superior, lo que llamamos Dios, se abre camino hoy en los ambientes cultos ?el ateísmo es cada vez más difícil de sustentar intelectualmente- y la mantienen el argumento cosmológico, la aleatoriedad y la probabilidad matemática, teorías que no se contradicen con el evolucionismo ni el big-bang.

Ramón Casas, querido Gala, el extraordinario pintor catalán, interpretó a Darwin con cuerpo de mono en su célebre etiqueta del anís de tal nombre porque el sabio inglés, de buena fe, aseguraba que descendíamos de un chimpancé cuyo eslabón jamás apareció pues no existe.

Añade el bueno de Gala, el escritor, que un tercio de los británicos son tontos de capirote, así, tal cual, porque creen que la vida en la tierra y el alma que nos distingue de los brutos proceden de un ser superior. Gala se equivoca. Se trata de mayor proporción según las últimas estadísticas, quizá un cuarenta por ciento. Pero me da lo mismo: llamar tontos de baba a treinta o treinta y cinco millones de británicos me parece una mentecatada impropia de nuestro autor, un hombre hasta aquí ecuánime.

Es cierto que el antropólogo inglés acertó con su teoría de la evolución y con la selección natural, pero marró al afirmar que de una especie podían surgir las demás a lo largo de millones de años. Mas ello es disculpable: lógicamente desconocía que en el núcleo de las células existen cromosomas y carga cromática y que ambas estructuras permanecen estables y definen las especies. Lo que no es disculpable es que el Gala discreto, el dramaturgo, afirme en su tronera que Darwin nos liberó de lo sobrenatural. Antonio Gala debería hablar por él y, si acaso, por los ateos recalcitrantes que le autoricen, pero no desde luego por mí, por mi hermana de Valencia ni por los treinta y cinco millones de británicos tontos.

Afirma Gala que el sabio inglés, gran amante de las tortugas y buen conocedor de nuestro idioma, nos hizo la mayor revelación de la historia: la unidad de la vida. Es una verdad a medias. La vida, se me ocurre pues no soy filósofo, puede considerarse una pero con distintos dinteles, racional e irracional: la del ser humano provisto de alma y la del bruto más o menos noble.

Culmina Gala su breve tronera con dos últimos truenos: asegura que Darwin nos abrió los ojos y obtuvo de los imbéciles un relativo perdón póstumo. No sé cómo interpretar tal boutade ni si Gala se incluye en el lote. De mí, de mi hermana, de una cuñada que tengo en Buenos Aires y de mis treinta y cinco millones de excelentes, simpáticos y británicos nuevos amigos sabré decir que no tenemos nada que perdonar, por lo que nos excluimos de aquel género de retrasados mentales o afectos de idiocia amaurótica familiar.

Por fin, el de Ciudad Real, mando desde aquí un fuerte abrazo a mis buenos amigos de Almagro, nos llama tozudos y empobrecidos en tanto en cuanto creacionistas a mí, a mi hermana, a mi cuñada porteña y a mis treinta y cinco millones de ingleses, galeses, escoceses y norirlandeses, sosteniendo que no creemos en la evolución ni en el big-bang como creadores de la vida en el Universo.

Amigo y admirado Gala bueno, extraordinario vendedor de libros, émulo del inmortal Dalí: confiesa que escribiste el artículo en plena digestión de medio kilo de berenjenas aliñadas de tu tierra y perdonaré que me llames imbécil. Lo tuyo es la literatura y los best seller, llamar la atención con tu cuidada vestimenta y no la antropología ni la genética. Me parece perfecto que no creas ni en tu sombra. Es más, yo exclamaría: ¡bravo!, pero, please, que dirían mis treinta y cinco millones de habitantes de la otrora pérfida Albión, los de la premier ligue que entusiasma, vive y deja vivir. (1) ¿Me preocupo yo de los agnósticos? ¿No entra en tu cesárea testa que haya millones de tipos que creemos? ¿Tanto te cuesta reconocer que no somos tan tontos?

* Cirujano y escritor.

(1). Me maravillan de la premier los arbitrajes. Sacan una o dos tarjetas amarillas por partido y una roja cada doce encuentros. Los futbolistas no andan por los suelos ni se caen dando más vueltas que una croqueta. Sólo si se trata de un español o un italiano lloriquean o dicen pupa hasta que tienen que levantarse abroncados por los espectadores. Lo mismo que en nuestra liga, una boñiga de vaca en ese aspecto.

Antonio Cavanillas*

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