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Una declaración de amor desde las tinieblas

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El libro me explotó en las manos como un disparo a bocajarro y me dejó mirando a las estrellas por no decir que tomando agua en el fondo de un pozo. Los muertos y el periodista (Anagrama, Crónicas, 2021) es un libro “orgánico”, dice el autor, mientras se descose y atraviesa el campo de disparos a pecho descubierto a base de relatos que atraviesan sin descanso en un ejercicio de perseverancia, de lucha contra el olvido, de memoria de un testigo de la violencia de uno de los países más violentos del mundo, que ya es decir algo.

El privilegio es poderlo leer. El privilegio es poder conocer las historias. Ver la conexión entre ellas. La interpretación. La comprensión. El privilegio es que ese testigo que te lo cuenta está vivo y dentro de la herida, escrutándola, observándola y contándote la anatomía de la violencia, la anatomía de la vergüenza, la formología de la desigualdad; está dudando, haciéndose preguntas, negándose a sí mismo, descubriéndose, vomitando, llorando a veces, arrepintiéndose, siguiendo su instinto, jugando fútbol.

Es un testigo que escribe con el habla, aterrizando teoría, pintándole caras e historias a las cifras, destrozando estereotipos, saliendo de la bondad o maldad absoluta, entrando en temidas ambivalencias. Más allá de todo, Óscar Martínez es un testigo evidentemente comprometido con su oficio: el Periodismo. Y el libro va también de consecuencias de este compromiso.

El libro fue desenterrado y se muestra con el polvo del dolor propio y ajeno, aproximado con el detalle necesario y casi siempre ocultado o simplemente desconocidos por interés o indiferencia. Parece que todavía tiene tierra húmeda, cercanas a las quebradas y las breñas. Parece que fue encontrado en un abrevadero de cerdos. Pero no mancha. Ilumina. Duele. Enciende. Pone luz más allá del periodismo para explicar y hacer entender las circunstancias, dudas, imperfecciones y enorme talento del periodista que escribe y que a veces se reconoce errando. Y sin sombra que lo oscurezca, aunque no hace atribución a ello, pone sobre la mesa también la violenta realidad que algunos gobiernos europeos, como el de España, se niegan a reconocer a la hora de proteger a las personas que huyen: esto, en particular con El Salvador, es una vergüenza que tiene nombres y apellidos que cuentan entre las personas que ya no respiran. Las salvajadas narradas desde el centro de la escena describen atrocidades advertidas, conocidas, previsibles. Y esa es una desgracia mayor.

El libro es un testigo y una declaración de amor desde las tinieblas. Si lo lee, usted encontrará esa definición en las líneas del texto para describir un momento salvajemente humano. Pero esa descripción que hace Óscar también es válida para describir este libro que además de un relato salvaje es un Monumento al Periodismo.

Hay muertes. Hay Periodismo. Punto.

El libro me explotó en las manos como un disparo a bocajarro y me dejó mirando a las estrellas por no decir que tomando agua en el fondo de un pozo. Los muertos y el periodista (Anagrama, Crónicas, 2021) es un libro “orgánico”, dice el autor, mientras se descose y atraviesa el campo de disparos a pecho descubierto a base de relatos que atraviesan sin descanso en un ejercicio de perseverancia, de lucha contra el olvido, de memoria de un testigo de la violencia de uno de los países más violentos del mundo, que ya es decir algo.

El privilegio es poderlo leer. El privilegio es poder conocer las historias. Ver la conexión entre ellas. La interpretación. La comprensión. El privilegio es que ese testigo que te lo cuenta está vivo y dentro de la herida, escrutándola, observándola y contándote la anatomía de la violencia, la anatomía de la vergüenza, la formología de la desigualdad; está dudando, haciéndose preguntas, negándose a sí mismo, descubriéndose, vomitando, llorando a veces, arrepintiéndose, siguiendo su instinto, jugando fútbol.