Dudas existenciales
La crisis volcánica de La Palma está haciendo aflorar comportamientos extraños o al menos me está sucediendo a mí. Reconozco que muchos de ellos me llenan de satisfacción al comprobar que conservo una gran dosis de humanidad y solidaridad, pero hay otras que no termino de entender por más que reflexiono.
No tengo duda de que en La Palma lo están pasando fatal. No soy ajena a ese dolor y a ese sufrimiento y en más de una ocasión se me han saltado las lágrimas escuchando las experiencias de personas a las que les cambió la vida ahora hace un mes.
Es más, no soy creyente pero no puedo evitar elevar una plegaria al cielo cada vez que recibo noticias de La Palma pidiendo con todo mi corazón que se acabe este horror cuanto antes y comience una etapa llena de prosperidad y alegría.
En los últimos 30 días he visto el miedo y la tristeza en la cara de ancianos, niños, madres, padres, policías, bomberos, cargos públicos, curas…
He visto la tragedia en los ojos de la gente que salió corriendo y que no tiene por posesión más que lo que llevaba puesto ese día.
He visto a personas subidas a todoterrenos y camionetas con colchones y muebles atados con cuerdas que me han hecho pensar que las imágenes de La Palma no se diferencian en nada de las que siguen llegando de las familias que huyen de los talibanes en Afganistán.
He visto una gasolinera sepultada por la ceniza y me quedé impresionada durante largo rato.
He visto a un campesino tiznado de negro hasta el alma tratando de recoger unas piñas de plátanos.
He visto la lucha contra la sequía de las plataneras en una guerra contrarreloj por instalar desaladoras y regar cuanto antes las plantas que dan de comer a cientos de familias.
He visto a dos personas subidas al tejado de una casa tratando de liberarla de la ceniza con la única ayuda de dos palas.
He visto a nueve personas viviendo en una casa de dos habitaciones y daban gracias a Dios por tener un techo.
He visto a decenas de operarios barriendo la pista del aeropuerto de Mazo peleando con sus escobas y sopladoras para que los aviones no dejen de mantener conectada a la isla.
He visto cómo se desplomaba ante mis ojos el campanario de Todoque.
He visto, noche tras noche, como La Palma se transforma en una especie de infierno de piedras incandescentes que se desangran montaña abajo y un ruido atronador que haría sentirse como en casa al mismísimo diablo.
He visto de todo y, sin embargo, desde hace una semana cuando me voy a la cama en lo único que pienso es en los perros y gatos atrapados entre la lava y ceniza que esperan a que alguien los saque de allí.
Debo ser muy mala persona, por lo menos así me siento.
¿Cómo es posible que mi mente y mi corazón me lleven a preocuparme por el estado de esos animales después de todo lo que he visto?
Sufro con los palmeros y palmeras, estoy deseando que todo esto acabe cuanto antes y que las ocho islas nos podamos poner mano a mano a reconstruir la Isla Bonita, pero mis pensamientos no paran de irse a esos perritos y gatitos que se mantienen vivos únicamente a los drones que les lanzan agua y comida desde hace días.
Necesito que los rescaten.
Necesito esa alegría en medio de tanta desesperación.
Me siento mal porque cuando leo los periódicos por la mañana me informo sobre el trabajo ímprobo que se está haciendo para buscar vivienda y realojar a los afectados, o para llevar el agua a los cultivos y para que las ayudas lleguen cuanto antes y a quien más lo necesita… pero en realidad lo primero que hacen mis ojos es desplazarse de arriba abajo como locos buscando nuevas informaciones que me tranquilicen y que me digan que los animalitos siguen vivos y que los van a rescatar.
Cuando leí que una brigada especial ya iba rumbo a La Palma para poder llegar hasta ellos y ponerlos a salvo empecé el día de otra manera, más esperanzada, pero un ratito después me sentí mal por darle tanta importancia a esas mascotas cuando, en realidad, no sé ni cómo están sus dueños.
Sé que no es tan raro lo que me sucede y que son muchas las personas que se sienten igual. De hecho, el posible rescate está entre las informaciones más vistas en todos los medios de comunicación, pero eso no hace que me sienta mejor.
Sé que casi todos nosotros podemos ver una película o una serie con miles de tiros y muertos y heridos y ni nos inmutamos, pero como un proyectil alcance a un gato, perro, ballena, delfín, pájaro o caballo contenemos la respiración hasta comprobar que se van a recuperar. Y si por casualidad se muere -como la recordadísima y causante de miles de traumas infantiles madre de Bambi- nos vamos a poner de muy muy mal humor y probablemente incluso a dejar de ver la tele.
¿Estoy tan acostumbrada a las desgracias humanas que cuando son los animales los que sufren me conmueven más? Es una pregunta que me hago estos días para la que no tengo respuesta.
Es cierto que si una lee los periódicos por la mañana, escucha la radio en el coche, almuerza viendo los informativos, se pone una peli o una serie o incluso un Sálvame y termina cenando frente al Telediario y, a continuación, ve otra película, llevará no menos de 10 horas recibiendo todo tipo de informaciones (reales o de ficción) que, en su gran mayoría, no dejan en buen lugar al ser humano.
Todos los días, incluso aunque intentes aislarte, tienes alguna dosis de guerra, discriminación, terrorismo, muertes, contagios, enfrentamientos, bronca política, pobreza, violencia, accidentes, o incluso puede que en un mismo día las tengas todas juntas, pero ¿es ese motivo suficiente para nos conmuevan más las historias de animales que las de personas?
No lo tengo claro. Solo sé que me siento mal, aunque parece que hoy van a rescatar a los podencos… del gatito hace días que nadie informa.
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