Espacio de opinión de Canarias Ahora
Epítetos
Se pudo haber ahorrado su señoría (el juez) la frase que se ha convertido en el pecado original, “la convenida decadencia de la clase política”, porque, pese a los reparos de una aceptación generalizada -la clase, desde luego, tiene todo el derecho a defenderse-, es una percepción muy extendida que, con frecuencia inusitada, aparece en foros, tertulias y artículos de opinión, pero que no era necesaria, digamos, en una resolución judicial. Es decir, si no la escribe, no pasa nada: su decisión no se hubiera visto desnaturalizada ni hubiera menoscabado su importancia.
El juez Pedraz debe estar acostumbrado a ciertas reacciones, de ahí que a la hora de afear el alarmismo del ministerio del Interior -la derecha y su obsesión enfermiza de demostrar la autoridad, quién manda aquí- se instalara en el día después y pensara en algo más sustancioso en los tiempos que corren: la libertad de expresión y el derecho de manifestación. Rodear el Congreso -¿no rodearon Wall Street miles de yankies y lo más que ocurrió fue no ofrecer imágenes hasta que se aburrieron o coadyuvaron a disolver?- no equivalía a una invasión de la principal institución donde se residencia la soberanía popular. A eso se opone, se opondría todo el mundo. Pero expresar el desacuerdo con lo que está pasando, reivindicar otra política a los representantes del pueblo, hacerlo pacíficamente y cumpliendo normativas no tiene que descartarse.
Pero Pedraz ya sabe lo que es amor de derechío: además de “pijo ácrata”, ha tenido que escuchar o leer epítetos tales como inaceptable, impresentable, intolerable y hasta indecente. Se han puesto las botas los profesionales, políticos y mediáticos, de la descalificación que ya ensayaron, con éxito y en la impunidad, cuando la condena a Garzón. Por la misma libertad de expresión invocada, hay que pensar en que las resoluciones judiciales, los propios jueces, no son intocables. Sus sentencias pueden escrutadas y criticadas. Pero, de ahí al irrespeto, media un trecho. Le van a investigar, a ver si se ha excedido. Está bien.
En cualquier caso, nada de lo resuelto ni lo escrito, por mucha controversia que haya suscitado, justifica los denuestos.
Se pudo haber ahorrado su señoría (el juez) la frase que se ha convertido en el pecado original, “la convenida decadencia de la clase política”, porque, pese a los reparos de una aceptación generalizada -la clase, desde luego, tiene todo el derecho a defenderse-, es una percepción muy extendida que, con frecuencia inusitada, aparece en foros, tertulias y artículos de opinión, pero que no era necesaria, digamos, en una resolución judicial. Es decir, si no la escribe, no pasa nada: su decisión no se hubiera visto desnaturalizada ni hubiera menoscabado su importancia.
El juez Pedraz debe estar acostumbrado a ciertas reacciones, de ahí que a la hora de afear el alarmismo del ministerio del Interior -la derecha y su obsesión enfermiza de demostrar la autoridad, quién manda aquí- se instalara en el día después y pensara en algo más sustancioso en los tiempos que corren: la libertad de expresión y el derecho de manifestación. Rodear el Congreso -¿no rodearon Wall Street miles de yankies y lo más que ocurrió fue no ofrecer imágenes hasta que se aburrieron o coadyuvaron a disolver?- no equivalía a una invasión de la principal institución donde se residencia la soberanía popular. A eso se opone, se opondría todo el mundo. Pero expresar el desacuerdo con lo que está pasando, reivindicar otra política a los representantes del pueblo, hacerlo pacíficamente y cumpliendo normativas no tiene que descartarse.