Íbamos a ser mejores personas
Cuando nos sorprendió la pandemia y empezamos a tomar conciencia sobre lo que se nos venía encima nacieron dos pensamientos a los que nos agarramos con fuerza para soportar mejor el miedo y la incertidumbre que trajo consigo la COVID-19. Me refiero a las ideas que durante tanto tiempo nos acompañaron y que nos hacían estar convencidos que de esa situación tan complicada solo saldríamos si nos manteníamos unidos y que una experiencia así nos haría ser mejores personas.
Aún la pandemia no ha terminado -aunque parece que estamos más cerca de aquello que recordábamos como normalidad-, y las ideas de unión, solidaridad y esperanza prácticamente han caído en el olvido.
Es evidente que no somos ni vivimos igual que antes del 14 de marzo de 2020.
La posibilidad de una hecatombe mundial era algo que, como mucho, solo nos habíamos planteado, y muy de pasada, después de ver alguna película de ciencia ficción, pero ahora sabemos que no solo son reales y probables, sino que llegan sin avisar.
Año y medio después, lejos de volvernos más humanos, la mayor parte de nosotros ha desarrollado como nunca antes el egocentrismo y la ausencia de empatía, muy probablemente por vivir tanto tiempo con restricciones pensadas para separarnos y mantenernos alejados de todos aquellos que no fueran imprescindibles en nuestras vidas.
Los demás representaban el peligro, podían contagiarnos, podían pegarnos una enfermedad que nos podía matar y poner en riesgo a todo el que nos rodeara. Teníamos que estar lejos, siempre lejos de todas y todos.
No acercarse.
No tocar.
No abrazar.
No besar.
Esa era la consigna que nos repitieron hasta la saciedad durante meses.
Aunque nos prometimos mil veces que cuando todo esto pasara íbamos a disfrutar más de la vida, íbamos decirle más a nuestra gente lo importante que son para nosotros, íbamos a abrazar, tocar y besar más y a compartir nuestro tiempo con nuestra familia y amigos, la realidad es que cuando aún ni siquiera ha acabado la pandemia somos los mismos que antes, puede que incluso algo peores, y todos aquellos propósitos de ser mejores personas, más sensibles, más abiertas, más generosas y cariñosas han caído en saco roto en la gran mayoría de los casos.
Vamos a lo nuestro más que nunca.
De los arcos iris pintados con creyones y colgados en las ventanas de casa mandando ánimos a todo el que lo pudiera ver ya no queda ni rastro.
De los aplausos al personal esencial ni nos acordamos y ya volvemos a protestar por las listas de espera y por lo mal que está la sanidad, sin importar que aún está exhausta.
Ya se nos olvidaron los sentimientos de paz y amor. Ahora tenemos los mismos horarios de siempre: de casa al trabajo y vuelta. Los niños de casa al cole, el instituto o la universidad y vuelta, y los fines de semana al súper a hacer la compra.
Ni rastro de esos largos paseos que íbamos a dar, ni de ese ejercicio físico que íbamos a comenzar a hacer y, por si puesto, ni rastro de ese ansiado reencuentro con las amistades o con la familia extensa que no hemos podido celebrar durante meses y más meses.
De un día para otra hemos pasado a no tenemos tiempo para nada.
El confinamiento nos convirtió en un único pueblo lleno de buenos propósitos, nos miramos por dentro, vimos quiénes éramos individualmente y lo que éramos capaces de hacer en grupo, revisamos de arriba abajo nuestras vidas y nos prometimos ser más solidarios, más ecologistas, más desprendidos, más comprometidos, valorar lo que teníamos, disfrutar de las pequeñas cosas…
Pero del confinamiento ya hace mucho y, a grandes rasgos, hemos vuelto a ser los que éramos, puede que incluso peor, porque todo este asunto de la pandemia ha desatado una especie de enfado generalizado, de malestar, de crítica en bucle por todo, de pasotismo…
Ahora que la tragedia se está cebando con la isla de La Palma se ha vuelto a despertar con fuerza el sentimiento de solidaridad y no hay un ni un canario o canaria que no haría lo que estuviese en sus manos para acabar con tanta destrucción y dolor.
Es reconfortante comprobar como en muy poco tiempo se desataron oleadas de donaciones de todo tipo, pero, no nos engañemos, lo peor está por venir y no será el dinero lo más importante.
La Palma va a necesitar mucho de todos nosotros y durante mucho tiempo.
Los palmeros y palmeros precisarán más aún si cabe de nuestro cariño, nuestro apoyo, nuestros ánimos, en definitivas cuentas, necesitarán nuestra mejor versión de nosotros mismos repleta de paz y amor.
Entre todo tendremos que dejarnos la piel sanando heridas, borrando esa imagen de isla infernal pasto de la lava, el humo y las cenizas para devolverle cuanto antes el título de Isla Bonita repleta de verde y con un precioso mar azul, a juego con su cielo.
El lugar de visita obligada para todos los canarios y canarias ahora y durante mucho tiempo deberá ser La Palma, para contribuir a su renacer económico y para trasladarles en persona a su gente que son de los nuestros y que se cojan de nuestra mano para iniciar el camino de vuelta a casa.
Porque quizás no lo logramos con una pandemia mundial, pero estoy convencida de que por La Palma cumpliremos todo lo que nos prometamos a nosotros mismos.
¡Fuerza La Palma, no estás sola! (Ni lo vas a estar)
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