Los canarios teníamos fama de personas acogedoras y cosmopolitas que desde hace muchos años estamos acostumbrados a convivir con todo tipo de gente venida de todos los países del mundo.
Sin embargo, los últimos episodios vividos con la llegada de migrantes en estos últimos meses nos han revelado que no somos tan tolerantes como creíamos. Los brotes racistas y xenófobos por parte de la Canarias profunda (y no tan profunda) denotan que no somos tan buena gente como imaginábamos. Y menos aún esa gente maravillosa que se inventa pomposamente la Televisión Canaria.
Los canarios no somos distintos a los demás. Nos sentimos incómodos cuando llegan de manera irregular (al tiempo que regularmente) esos migrantes y hacemos distinción entre ellos: no solo si son europeos, africanos, latinoamericanos o asiáticos, sino también y preferentemente si son ricos o pobres.
Si son ricos y encima caucásicos les damos la bienvenida y nos comportamos como un pueblo acogedor y un grato anfitrión. Sin embargo, si son pobres y además subsaharianos o magrebíes ponemos cara de asco y decimos ridículamente que nos están invadiendo.
Hacemos distinciones entre los que llegan en cayucos y pateras y los que arriban a nuestras islas en aviones. Además de racistas y xenófobos, somos también clasistas porque toleramos menos a los pobres que a los ricos. Es lo que se ha dado en llamar aporofobia: fobia a las personas pobres y desfavorecidas Es un término acuñado por la filósofa Adela Cortina..
Produce vergüenza ajena ver a un grupo de paisanos indignados en la calle porque el pueblo haya acogido a migrantes africanos que huyen del hambre, la guerra y la cárcel. Molesta más el color de la piel y su pobreza que su propia presencia. Nos hemos olvidado de que nuestros antepasados emigraron a Cuba y Venezuela a buscarse la vida cuando en las islas se morían de hambre y no tenían ni donde caerse muertos.
Lo peor de esto es que las autoridades municipales se ponen del lado de estos indeseables en vez de afearles su comportamiento. Los alcaldes y concejales dependen de los votos de sus vecinos y no de los que llegan de paso a las islas. Es la parte miserable del ser humano.
Indigna escuchar a paisanos y compatriotas cuando tratan demagógicamente de linchar a los migrantes con argumentos tan banales como que a ellos los instalan en hoteles mientras los insulares no tienen ni para comer.
Es fácil azuzar a mentes enfermas para incendiar cualquier causa. Si se quedan en hoteles no es para vivir a todo lujo sino porque son los establecimientos que se pueden utilizar actualmente para acoger a los miles de migrantes que llegan en cayucos ya que en su mayoría están vacíos. La pandemia ha ocasionado esta crisis económica y turística, y el hospedaje transitorio de estas personas reporta algún dinero a los empresarios arruinados.
No tienen una comida especial diferente a la que se les podría dar en una caseta levantada por Cáritas o en un campamento de la Cruz Roja. Ni siquiera pueden utilizar las piscinas, los gimnasios y otros lugares comunes de ocio esos hoteles. La realidad es muy distinta.
Están ahí solo para comer y dormir, aunque eso les parezca mucho a algunos de nuestros paisanos descerebrados. Algunos preferirían que se murieran de hambre en la calle o que tuvieran que robar para comer.
El que se quiera cambiar por esta pobre gente, que lo haga, pero que luego no dé marcha atrás cuando compruebe lo mal que vive. En esta vida no se debe ser imbécil, pero aún peor que eso es ser un idiota miserable.