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El otro lado de la línea
En los últimos días uno no ha dejado de escuchar argumentos pintorescos para justificar la imposición de la continuidad en el trono de la dinastía borbónica. De entre ellos, hay uno (escuchado tanto de boca de políticos como de tertulianos profesionales) que me resulta particularmente irritante. Podría enunciarse así: como la Constitución, emanada del pueblo, dicta que la sucesión en el trono se decidirá por Ley Orgánica, votada en el Parlamento por partidos votados por el pueblo, todo aquel que cuestione la sucesión por medio de este procedimiento, es enemigo de la democracia.
Esta idea es, cuando menos, paradójica, pues quienes cuestionan ese procedimiento proponen en su mayoría, como alternativa, la celebración de un referéndum en el que los gobernados expresen directa y claramente, si están de acuerdo con ese sistema. Pero cualquiera que entienda la definición de diccionario del término “democracia”, sabe que un referéndum es la más democrática de las formas de abordar cualquier asunto crucial para la convivencia. Por consiguiente, quienes defienden que la imposición de la sucesión por una Ley Orgánica redactada a toda carrera definen como antidemocráticos a quienes proponen que el asunto se dirima mediante un procedimiento que cualquier persona con sentido común denominaría muchísimo más democrático.
Este sistema que pretende ahora prolongarse en el tiempo surgió en un momento crítico para España, durante el cual tanto quienes procedían del Franquismo como quienes lo habían sufrido decidieron ceder en sus objetivos para llegar a un acuerdo de mínimos que permitiera la paz. Probablemente eligieron la injusticia al desorden; es comprensible, eran momentos delicados.
En 1978 yo tenía siete años y, por tanto, no voté. Pero me consta que no había alternativa: o se votaba a favor de aquella Constitución, en la que había cosas mejores que las que había habido durante mucho tiempo, o se era partidario de más de lo mismo. O incluso del caos. Y aquella Constitución, la única posible si se quería democracia, llevaba incluido un rey, nieto de aquel que se había ido de España antes de la república truncada en 1936 por un golpe de Estado que, a su vez, dio pie a una guerra y sumió al país en una dictadura oligarco–personalista que, como un éxodo bíblico, duraría cuarenta años.
Pero esa España de ahora no es la España de 1978. Hemos tenido 36 años para estudiar, para hacer los deberes, erradicar nuestro analfabetismo y aprender inglés. Incluso alemán, en los últimos tiempos. Y, por otro lado, hemos podido ver qué tal nos va en el Siglo XXI con aquel acuerdo de mínimos que se pactó en el XX, el cual sirvió bien a aquellos propósitos pero que quizá ya se ha agotado.
Ahora, tras la abdicación de Juan Carlos I de Borbón, ha llegado el momento de retratarse, de demostrar si uno es un demócrata o no. Ya no valen ficciones, ya no vale el argumentum ad antiquitatem, ya no vale hablar de responsabilidades que, en el fondo, no son más que obligaciones debidas al IBEX 35. Hay que situarse en las filas de quienes, partidarios o no de la monarquía, quieren que se consulte al pueblo o en las filas contrarias, en aquellas que no quieren que el pueblo tenga la oportunidad de pronunciarse.
No hay medias tintas. No puede uno quedarse en medio. En la vida hay momentos en los que hay que retratarse. Por eso, entre otras, me resulta particularmente llamativa la postura adoptada por la cúpula del Partido Socialista Obrero Español. Aquellos que en el Congreso de Suresnes (1974) hablaban de la necesidad de una república federalista para España bien podían argüir en 1978 (y hasta en 2000) que había que aplazar ese proyecto debido a la coyuntura y acaso tenían razón. España era un país que venía del atraso, de un agujero de cuarenta años en el tiempo democrático. Se puede entender que ciertos proyectos se dejaran pendientes, que se intentara trabajar con los pies puestos en el suelo, que hubiera que hacer eso que los tertulianos llaman Realpolitik. Pero ahora, cuando llega la hora de demostrar que creían realmente en sus objetivos, han elaborado un argumentario en el que los dirigentes hablan de las “hondas raíces republicanas” del partido mientras rechazan la posibilidad de consultar a la ciudadanía sobre esa república. Un problema de raíces y puntas, o de brotes verdes, o de raíces podridas, supongo.
La cuestión es que hoy se ha trazado en este país una línea imaginaria, pero trazada de forma muy precisa, que lo cruza longitudinalmente. Y esa línea no separa, como podría suponerse, a monárquicos de republicanos. Esa línea separa a quienes están de acuerdo en que los gobernados decidan de quienes se niegan a darles la posibilidad de elegir; esto es: esa línea separa a los demócratas de quienes no lo son.
Yo me considero partidario de la democracia. Creo que el poder debe estar influenciado por la ciudadanía, que esta debe tomar parte en aquellos acuerdos importantes para la convivencia. Una convivencia cuyas normas deben tender a la igualdad de derechos, a la garantía de las libertades.
Por otro lado, también soy partidario de un gobierno republicano. Conozco a otros demócratas (algunos de ellos buenos amigos), que prefieren una monarquía parlamentaria. Pero ni ellos ni yo (precisamente porque somos demócratas) estamos de acuerdo con que se niegue a los ciudadanos la posibilidad de elegir. Ellos, además, están seguros (y probablemente no sin razón) de que un referéndum resultaría actualmente favorable a la monarquía. No obstante, vistos los aciertos meteorológicos de las encuestas y los sondeos, no hay manera de comprobarlo si no es mediante un referéndum.
Así pues, la línea: demócratas a un lado; no demócratas al otro.
No sirven legalismos, no sirven discursos acerca de responsabilidades. Es así de sencillo. Y lo es porque, claramente, en democracia, el fin no justifica los medios; en democracia, los medios condicionan el fin. Si se celebra ese referéndum, podré decir que continúo, pese a todo, viviendo en una democracia; si no se celebra, entenderé, de una vez por todas, que vivo en una oligarquía.
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