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Madrid, otra vez
Ramón Gómez de la Serna, creador –junto con Larra, Umbral y Valle-Inclán– de alguna de las miradas literarias más personales sobre Madrid– escribió en una ocasión que la Puerta del Sol era «la vitrina del pasado pintoresco», refiriéndose a que en ese epicentro urbano se habían manifestado auroras boreales, anunciado levantamientos militares, jaleado y denostado reyes, y asesinado, de certeros disparos, a líderes políticos. Como el pasado siempre llama más de una vez, sigue siendo el lugar donde desembocan los ríos subterráneos de la ciudad, donde los titiriteros en paro se transmutan durante unas horas en esculturas de imposible equilibrio por unas pocas monedas, y donde las dos Españas se parten la cara cíclicamente.
En Madrid, al igual que en otras ciudades sin mar, a veces se inauguran sus puertos –como hacen o hacían, una vez al año, los habitantes del Valle del Kas–, o se construyen albercas para pobres –como hizo Franco con el Parque Sindical, para que se mezclaran los fluidos y se facilitara la difusión comunitaria de las enfermedades de la época–. En sus barrios chinos ocultos aún se esconden rincones portuarios, en los que el olor a marisco descompuesto se mezcla con el de alcobas de comercio oscuro y el de fritangas de entresijos. En algunas esquinas, es posible toparse con corsarios jubilados, de patillas alargadas y piernas de madera de chopo, con púgiles sonados que creen recordar sus triunfos inventados en el Campo del Gas, o con yonquis supervivientes que comparten cartones para pasar la noche con visitantes llegados de lejos en los soportales de la Plaza Mayor. Cerca de allí, hace poco más de un año, recordando la profecía angustiosa y fracasada de la ciudad durante su sitio histórico, dos mujeres adolescentes proclamaron durante horas que Madrid sería «la tumba del fascismo». Desgraciadamente, en el viejo corral de comedias por cuyas noches paseó por última vez Max Estrella, orinándose de pena y frustración a la puerta de su casa, no parece que ese deseo se vaya a consumar.
Como si se tratase de un plan trazado en los laboratorios donde cocinan las élites, o como si fuese simplemente una coincidencia cogida al pelo, Madrid ha sido elegido como uno de los escenarios de una batalla que no solo se libra allí, pero que en el caso de España suele terminar de mala manera y siempre la ganan los mismos. Y si, también hace un par de años, por sus calles, sus huertas, sus depósitos y sus atochares –por utilizar hallazgos de Ramón– corrió un vientecillo de esperanza con nombre de Manola, ahora ha vuelto a adoptar el aspecto de un garaje sucio, poblado de humo, con una clara y bien definida división por clases sociales, y en el que ondean banderas de guerra. En forma de aviso cobarde y repugnante, anoche, a martillazos, con alevosía y en el aniversario de su nacimiento, por orden del alcalde y siguiendo las exigencias de los herederos de un franquismo que permanece, los funcionarios municipales arrancaban la placa dedicada a Francisco Largo Caballero, quien fuera pintor de paredes de pisos al estucado, sindicalista, socialista y legítimo presidente del Consejo de Ministros durante la guerra civil española. En su crecimiento como ciudad teatral y cuna del esperpento, en Madrid se han amalgamado los detritus de los señoritos y las fatigas de los inmigrantes. Su actual deriva al disparate y el liderazgo de la derecha más extrema que han asumido sus gobernantes, sin embargo, no es la consecuencia del destilado ultraliberal o la chulería pija de una psicópata, sino de la estrategia de un partido político que, incapaz de aportar una propuesta sensata a la situación sanitaria de la ciudad, y recientemente condenado por apropiarse de fondos públicos para su beneficio y el sobresueldo de sus dirigentes, ha decidido comenzar la guerra precisamente allí.
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