Los malditos veinte

14 de septiembre de 2020 12:17 h

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El próximo mes de noviembre se celebrarán las quincuagésimonovenas elecciones de los Estados Unidos de América del Norte. En su relativamente corta historia, ese país ha tenido 45 presidentes y ninguna presidenta; bastantes más, por cierto, que la vieja España. El primero fue George Washington, que dirigió el imperio desde 1789 a 1797; el último, Donald Trump, quien, tras ser elegido el 20 de enero de 2017, ejerce actualmente su primer mandato y emite señales inquietantes ante la inminencia de competir por el segundo. La retorcida personalidad de Trump, sobreactuando como un mal actor que interpreta un guión escrito por sus enemigos, y su decidida vocación de ser el líder mundial de la extrema derecha le han llevado a una confrontación directa y sostenida con la población negra norteamericana, incluyendo la simbología mediática de la participación de los jugadores de color del futbol americano y el baloncesto de élite. El asesinato de George Floyd por la policía ante las cámaras, imágenes que han dado la vuelta al mundo, le hace candidato a una campaña desarrollada sobre el filo de la navaja, que lanza amenazas a sus oponentes, que trata de asustar, incluso, con la violencia en las calles, y que presenta a su oponente –un representante del ala más moderada del partido demócrata– como un peligroso Kerensky que abrirá las puertas al marxismo internacional. Curiosamente, la agitación en las calles tiene importantes similitudes con la que soportó su antecesor James A. Harding en 1919, con ocasión del denominado «verano rojo» y graves enfrentamientos entre blancos y negros en más de 30 ciudades norteamericanas, y que le hace aspirante a formar parte de la leyenda conocida como la Maldición de Tecumseh o de los Veinte Años.

Es posible que sepamos mucho más de las elecciones norteamericanas y del recorrido de sus presidentes, incluida la forma en que cogieron el último tren, que de las de cualquier otro país. Puede que la culpa la tenga el cine, debido a que las vicisitudes de los mandatarios yanquis –casi siempre vistos como héroes capaces de saltar de aviones en marcha para salvarnos de catástrofes cósmicas, de invasiones alienígenas o de la implantación del comunismo– han impregnado buena parte de la industria desarrollada en Hollywood. El cine comercial es americano a pesar, incluso, de que el ingenioso mecanismo reproductor de imágenes fuera invención de un fotógrafo inglés, el procedimiento básico para la toma y proyección pública de sucesos en movimiento creación de dos franceses, y la estructura narrativa y visual el resultado del genio de los expresionistas alemanes, junto a un ruso, que introdujo el montaje en pleno apogeo del realismo socialista, dándole a las masas populares el protagonismo de la historia.

Basta husmear un rato en la red para descubrir que seis presidentes norteamericanos no pudieron finalizar su mandato, falleciendo durante el mismo. De ellos, tres fueron asesinados –Lincoln, Garfield y Kennedy– y otros tres murieron por causas naturales, mientras que dos más sufrieron intentos de los que salieron ilesos –como Bush hijo–, o curaron posteriormente de sus heridas –como Reagan–. Pero lo realmente reseñable es el hecho de que en todas las ocasiones en que el presidente murió en su puesto, por enfermedad o magnicidio, además de los dos intentos fallidos, su elección se había producido en un año que terminaba en 0, iniciándose una cadena de muertes naturales, asesinatos o conatos, exactamente cada 20 años, que comenzaron con William H. Harrison (elegido en 1840) y continuaron con Abraham Lincoln (1860), James A. Garfield (1880), William Mckinley (1900), Warren G. Harding (1920), Franklin D. Roosvelt (1940), John F. Kennedy (1960), Ronald Reagan (1980), y George W. Bush (2000). Ya se ha dicho que en el caso de los dos últimos intentos no tuvieron el resultado buscado por sus autores. Además,  debe mencionarse la singular resistencia de Reagan a las amenazas, incluidas las intelectuales, ya que no solo se recuperó de la perforación pulmonar provocada por los disparos de John Hinckley en 1981, a la salida de una conferencia en el Hotel Hilton de Washington, sino que fue capaz de aguantar como un duro hombre de las praderas el acuerdo del claustro de la Universidad de La Laguna, el cual solicitó unánimemente su dimisión durante una sesión celebrada en 1985. El que fuera pésimo actor de Hollywood –en su papel de insoportable vaquero pijo­– y destacado representante del neoliberalismo no hizo caso alguno, pero cabe pensar que le afectase, ya que poco después sufrió un cáncer y acabó desarrollando una grave enfermedad neurodegenerativa, puede que apesadumbrado ante la crítica de los claustrales laguneros y su acerado diagnóstico.

Aunque menos famoso que otros caudillos indígenas, como Toro Sentado, Caballo Loco o Gerónimo, Tecumseh fue un jefe shawni con una destacada capacidad de liderazgo, que vivió y luchó contra las tropas extranjeras a principios del siglo XIX. Su padre había muerto en la batalla de Point Pleasant, en 1774, durante los enfrentamientos de su tribu contra los colonos británicos, lo que probablemente marcó el odio de Tecumseh hacia los invasores blancos y su posterior trayectoria en defensa de su tierra. Junto a su hermano Tenskwatawa, reputado chamán y aficionado a las profecías, Tecumseh creció en el seno de las guerras indias del Noroeste, soñando con la creación de una gran nación panindia a través de la unión de diferentes tribus en la región situada entre Ohio y los Grandes Lagos, por entonces bajo ocupación británica. Bajo su liderazgo, diferentes pueblos indios –como los delaware, miami, ojibwa y hurones, además de los shawnis– reunieron en 1813 a más de cinco mil guerreros para enfrentarse a las fuerzas estadounidenses y británicas, bajo el mando de William Henry Harrison –por entonces gobernador de Lousiana– en la batalla de Thames, donde sufrieron una severa derrota y donde murió Tecumseh, lo que llevó a los shawnis a unirse a los americanos contra los ingleses, con la promesa de la creación de una nación india con plena soberanía, lo que jamás se cumplió.

En 1836, crecido por sus triunfos contra los indios y viéndose como un héroe nacional, Harrison se presentó a las elecciones presidenciales. Fue entonces cuando Tenskwatawa lanzó su maldición, anunciando que Harrison no ganaría los comicios en esa ocasión, pero sí en la siguiente, que se celebraría cuatro años después, para morir durante su mandato, lo que, a partir de entonces, volvería a ocurrir cada 20 años. Ambas predicciones sucedieron tal como había dicho el profeta shawni: en 1936 fue elegido presidente Martin Van Buren, y Harrison 4 años después, tras contraer una neumonía, con tan solo 32 días de servicio y sin haber ocupado realmente la Casa Blanca. A partir de entonces, cada 20 años  la maldición de Tenskwatawa se ha venido cumpliendo, con las dos excepciones o matices mencionados.

Tras las dos ocasiones anteriores en que la maldición no se cumplió, en los fallidos intentos de asesinato sufridos por Ronald Reagan y George W. Bush, Donald Trump se presentará con la intención de ser reelegido en poco más de un mes. Algo muy poco deseable y que constituiría un grave riesgo y un factor de desestabilización internacional, en un momento particularmente crítico. Aunque resulte difícil conocer el contenido real de su pensamiento y sus intenciones, más allá de la puesta en escena, Trump es un negacionista militante ­–seguramente de forma más estratégica que auténtica–, y su populismo tiene una implantación innegable en las regiones más extremas del neoliberalismo y las ideologías más reaccionarias y casposas que se arrastran por el planeta. Como un motivo adicional de preocupación, el actual ocupante de la Casa Blanca ha manifestado sus deseos de seguir allí una buena temporada, incluso ha sugerido la posibilidad de inducir modificaciones legislativas que lo permitiesen. Si los votantes norteamericanos no lo impiden, solo quedará confiar en la eficacia de las maldiciones bien tiradas y en el poder justiciero del karma.

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