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Menudo chasco

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Leo en la prensa un análisis de la victoria de la ultraderecha en los estados alemanes de Turingia y Sajonia. Uno de los muchos titulares que aparecen en los medios afirma que el  voto joven recibido por los partidos radicales se debe a que estos “no se sienten  escuchados por la democracia”. Otros periódicos insisten, con palabras similares, en esos  mismos argumentos. La frase desata en mi cabeza una reflexión en cascada. ¿Y si fuera que en estos días se consuma, al fin, un proceso de casi dos décadas que transforma valores  esenciales para la convivencia en un juego de trileros? ¿Y si no fuéramos capaces de  percibir ese cambio que sucede ante nuestros ojos? He hablado ya en otras ocasiones de la convicción personal de que a lo largo de estos años el sistema occidental (es decir, lo que  quiera que sea nuestro marco de horizonte común y de convivencia) ha dado en construir, mediante el sumatorio de las redes sociales, el desamparo cultural, la felicidad como  imagen fija, la compra como deidad, el interés neoliberal… una suerte de itinerario de consumo que determina lo que van a ver, leer, comprar, comer y vestir los nuevos ciudadanos desde su nacimiento hasta más allá de la mayoría de edad. Este itinerario de consumo, que abarca los principales ámbitos de la existencia social de las personas —la moda, la comida, los juegos, los medios de comunicación, la música, la lectura…—, determina lo que un porcentaje lo suficientemente amplio de la población va a convertir en experiencia vital. Por supuesto que hay una minoría que se escapará, por los dos laterales de ese escenario, amparándose en circunstancias propicias (que van desde la pertenencia a  la elite cultural hasta el conservadurismo religioso pasando por la riqueza o la pobreza  extremas). No importa: probablemente en el propio plan se haya calculado el porcentaje necesario de “participación” en el itinerario para que la inversión —millonaria— en  publicidad y recursos merezca la pena. ¿Un sesenta, un setenta por ciento?  

Es plausible pensar que ese orden aplicado a las fenomenologías del consumo haya  logrado la consolidación de efectos imprevistos o colaterales. La extensión en el uso (y el  abuso) de las redes sociales, por ejemplo —que sin duda serán utilizadas con provecho por ciertas individualidades conscientes—, está propiciando, como sabemos, la generalización  de experimentos modales exitosos e inéditos (como ligar con una piña en un supermercado) en los que grandes bolsas de población se sienten concernidas. Si este ejemplo es el resultado de una «propuesta inocente» o de un recurso publicitario de  vanguardia, es algo que no pretendo analizar ahora. Pues lo que el titular de prensa sobre  los jóvenes me llevó a pensar posee otro calado: ¿y si por esa vía de la creación de  itinerarios de consumo tan potentes, una parte de la población hubiera comenzado a  mantener, con todo el espacio social —incluida probablemente la familia—, un sistema de relación basado no en el esquema ciudadano-ciudadano, docente-discente, padre/madre hijo/hija, sino en el esquema de relaciones de mercado vendedor-cliente? ¿Si se hubieran  reducido las categorías de relaciones humanas a una sola, la que media entre distribuidores y consumidores? Cuando los jóvenes dicen que la democracia no los escucha, ¿no revelan con ello la percepción de ser clientes de la política? Cuando vemos a estudiantes universitarios que obligan a la renuncia de profesores porque no quieren que se les enseñe aquello que juzgan inútil, falto de interés u ofensivo a la propia moral, ¿no revelan con ello la idea de que son clientes de la universidad y que pagan por recibir unos servicios que están sujetos al argumento de que el cliente siempre tiene razón? Cuando se ha visto llorar a lágrima viva a una jovencísima trabajadora que se queja amargamente de  haber descubierto que, para el resto de su vida, le esperan jornadas de ocho horas diarias más traslado, ¿no parece indicar que está percibiendo a su patrón como un dispensador de servicios que deben moldearse a sus querencias? Cuando se viraliza la queja de un hijo a  sus padres por haberlo traído al mundo, y junto a ella, expresa la obligación de ser mantenido por aquellos que tomaron la decisión de hacerlo nacer, ¿no da pábulo a pensar que se siente cliente de sus progenitores?  

La política no es un órgano de representación de toda la sociedad: es la sociedad. El parlamento representa, la democracia organiza la representación. Pero la política es exactamente la sociedad y no deja a nadie fuera, ni aunque lo deseen. Somos, como  ciudadanos, responsables de hacer política. Escucharla o pretender hacerla escuchar como norma vital supone no haber comprendido nada. Cuando los partidos no escuchan, como se dice, se habilita la opción no de obligar a la escucha, sino de directamente asumir las responsabilidades elocutivas propias y, por lo tanto, la obligación de tomar la palabra. ¿Cómo les vamos a decir a los que se dejan arrullar por el canto de sirenas de los algoritmos que han sido víctimas de un timo que les impide percibir la realidad? ¿Cómo les haremos saber que la realidad existe y es perseverante y desafía constantemente al ser? ¿Cómo convencerlos ahora de que disponen de obligaciones inalienables y de que no  pueden aceptar a simple vista el halago de los que pronuncian las palabras que desean escuchar porque el latiguillo contentador es un placebo incapaz, pese a quien pese, de poner el mundo a su favor? ¿Cómo les vamos a decir que el mundo existe, y que ellos existen en el mundo y que lamentablemente no pueden recibir las atenciones de los  clientes por parte de todo y de todos?  

Menudo chasco. 

Leo en la prensa un análisis de la victoria de la ultraderecha en los estados alemanes de Turingia y Sajonia. Uno de los muchos titulares que aparecen en los medios afirma que el  voto joven recibido por los partidos radicales se debe a que estos “no se sienten  escuchados por la democracia”. Otros periódicos insisten, con palabras similares, en esos  mismos argumentos. La frase desata en mi cabeza una reflexión en cascada. ¿Y si fuera que en estos días se consuma, al fin, un proceso de casi dos décadas que transforma valores  esenciales para la convivencia en un juego de trileros? ¿Y si no fuéramos capaces de  percibir ese cambio que sucede ante nuestros ojos? He hablado ya en otras ocasiones de la convicción personal de que a lo largo de estos años el sistema occidental (es decir, lo que  quiera que sea nuestro marco de horizonte común y de convivencia) ha dado en construir, mediante el sumatorio de las redes sociales, el desamparo cultural, la felicidad como  imagen fija, la compra como deidad, el interés neoliberal… una suerte de itinerario de consumo que determina lo que van a ver, leer, comprar, comer y vestir los nuevos ciudadanos desde su nacimiento hasta más allá de la mayoría de edad. Este itinerario de consumo, que abarca los principales ámbitos de la existencia social de las personas —la moda, la comida, los juegos, los medios de comunicación, la música, la lectura…—, determina lo que un porcentaje lo suficientemente amplio de la población va a convertir en experiencia vital. Por supuesto que hay una minoría que se escapará, por los dos laterales de ese escenario, amparándose en circunstancias propicias (que van desde la pertenencia a  la elite cultural hasta el conservadurismo religioso pasando por la riqueza o la pobreza  extremas). No importa: probablemente en el propio plan se haya calculado el porcentaje necesario de “participación” en el itinerario para que la inversión —millonaria— en  publicidad y recursos merezca la pena. ¿Un sesenta, un setenta por ciento?  

Es plausible pensar que ese orden aplicado a las fenomenologías del consumo haya  logrado la consolidación de efectos imprevistos o colaterales. La extensión en el uso (y el  abuso) de las redes sociales, por ejemplo —que sin duda serán utilizadas con provecho por ciertas individualidades conscientes—, está propiciando, como sabemos, la generalización  de experimentos modales exitosos e inéditos (como ligar con una piña en un supermercado) en los que grandes bolsas de población se sienten concernidas. Si este ejemplo es el resultado de una «propuesta inocente» o de un recurso publicitario de  vanguardia, es algo que no pretendo analizar ahora. Pues lo que el titular de prensa sobre  los jóvenes me llevó a pensar posee otro calado: ¿y si por esa vía de la creación de  itinerarios de consumo tan potentes, una parte de la población hubiera comenzado a  mantener, con todo el espacio social —incluida probablemente la familia—, un sistema de relación basado no en el esquema ciudadano-ciudadano, docente-discente, padre/madre hijo/hija, sino en el esquema de relaciones de mercado vendedor-cliente? ¿Si se hubieran  reducido las categorías de relaciones humanas a una sola, la que media entre distribuidores y consumidores? Cuando los jóvenes dicen que la democracia no los escucha, ¿no revelan con ello la percepción de ser clientes de la política? Cuando vemos a estudiantes universitarios que obligan a la renuncia de profesores porque no quieren que se les enseñe aquello que juzgan inútil, falto de interés u ofensivo a la propia moral, ¿no revelan con ello la idea de que son clientes de la universidad y que pagan por recibir unos servicios que están sujetos al argumento de que el cliente siempre tiene razón? Cuando se ha visto llorar a lágrima viva a una jovencísima trabajadora que se queja amargamente de  haber descubierto que, para el resto de su vida, le esperan jornadas de ocho horas diarias más traslado, ¿no parece indicar que está percibiendo a su patrón como un dispensador de servicios que deben moldearse a sus querencias? Cuando se viraliza la queja de un hijo a  sus padres por haberlo traído al mundo, y junto a ella, expresa la obligación de ser mantenido por aquellos que tomaron la decisión de hacerlo nacer, ¿no da pábulo a pensar que se siente cliente de sus progenitores?