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La ola laica

La Conferencia Episcopal Española alertaba en su última instrucción pastoral acerca de la dichosa ola de marras: nuestro país –avisaban paternales- “se ve invadido por un modo de vida en el que la referencia a Dios es considerada como una deficiencia en la madurez intelectual y en el pleno ejercicio de la libertad”. Parece, agregaban –y ustedes perdonen la extensión de la cita- “que lo único correcto y a la altura de los tiempos es manifestarse como agnóstico y partidario de un laicismo radical y del relativismo moral como única mentalidad compatible con la democracia”. Al margen de que la redacción de la nota deje bastante que desear, los prelados, acostumbrados a pertenecer a la elite de una organización que ha ido perdiendo, inevitablemente, fuerza, poder e influencia en esta nación, no acaban de tragar, conforme dan a entender cada dos por tres, que lo lógico en un Estado aconfesional es que las instituciones, los organismos públicos y hasta el personal tienda hacia la práctica de un aséptico laicismo que solamente ellos consideran exagerado. (Los casos de falta de respeto por unas determinadas creencias o las actitudes melindrosas frente a imposiciones religiosas emergentes son asuntos distintos, de los que también se ha tratado en más de una ocasión en esta columnilla). Yo no sé si la ola esa de la que hablan los obispos es una especie de tsunami, como ellos temen, o un fenómeno sociológico normal que no va a desembocar en ningún maremoto. Lo que observo es que las buenas gentes continúan celebrando la Navidad, por más que muchos niños –más del sesenta por ciento en el Reino Unido, según un estudio reciente- no sean capaces de relacionar estas fiestas con el nacimiento de Jesús. Los ayuntamientos continúan engalanando sus calles, de los establecimientos comerciales sigue surgiendo la música de los villancicos y algunas corporaciones y centros oficiales mantienen la tradición de instalar sus monumentales belenes para que el público que los desee los visite y admire. Y el gentío no para de comprar y de gastarse los dineros, porque, eso sí, estas fechas se han ido transformando con el tiempo en una especie de maratón consumista a cuyo final suelen llegar las familias de clase media absolutamente destrozadas económicamente. Es una forma de celebrar estos festejos, Suicida, si ustedes quieren, pero así los celebran. En lo que se refiere a los ritos y a las prácticas religiosas está claro, los seguidores y fieles van a menos. Pero, lo que debiera preocupar verdaderamente a los pastores vaticanistas, piensa uno, habría de ser la calidad moral de la ciudadanía. Se puede ser bueno, justo y moralmente entrañable fuera de sus rebaños. Siendo ateos o agnósticos, por ejemplo. Y se puede ser una mala persona en el seno de la Iglesia y yendo a misa todas las fiestas de guardar. José H. Chela

La Conferencia Episcopal Española alertaba en su última instrucción pastoral acerca de la dichosa ola de marras: nuestro país –avisaban paternales- “se ve invadido por un modo de vida en el que la referencia a Dios es considerada como una deficiencia en la madurez intelectual y en el pleno ejercicio de la libertad”. Parece, agregaban –y ustedes perdonen la extensión de la cita- “que lo único correcto y a la altura de los tiempos es manifestarse como agnóstico y partidario de un laicismo radical y del relativismo moral como única mentalidad compatible con la democracia”. Al margen de que la redacción de la nota deje bastante que desear, los prelados, acostumbrados a pertenecer a la elite de una organización que ha ido perdiendo, inevitablemente, fuerza, poder e influencia en esta nación, no acaban de tragar, conforme dan a entender cada dos por tres, que lo lógico en un Estado aconfesional es que las instituciones, los organismos públicos y hasta el personal tienda hacia la práctica de un aséptico laicismo que solamente ellos consideran exagerado. (Los casos de falta de respeto por unas determinadas creencias o las actitudes melindrosas frente a imposiciones religiosas emergentes son asuntos distintos, de los que también se ha tratado en más de una ocasión en esta columnilla). Yo no sé si la ola esa de la que hablan los obispos es una especie de tsunami, como ellos temen, o un fenómeno sociológico normal que no va a desembocar en ningún maremoto. Lo que observo es que las buenas gentes continúan celebrando la Navidad, por más que muchos niños –más del sesenta por ciento en el Reino Unido, según un estudio reciente- no sean capaces de relacionar estas fiestas con el nacimiento de Jesús. Los ayuntamientos continúan engalanando sus calles, de los establecimientos comerciales sigue surgiendo la música de los villancicos y algunas corporaciones y centros oficiales mantienen la tradición de instalar sus monumentales belenes para que el público que los desee los visite y admire. Y el gentío no para de comprar y de gastarse los dineros, porque, eso sí, estas fechas se han ido transformando con el tiempo en una especie de maratón consumista a cuyo final suelen llegar las familias de clase media absolutamente destrozadas económicamente. Es una forma de celebrar estos festejos, Suicida, si ustedes quieren, pero así los celebran. En lo que se refiere a los ritos y a las prácticas religiosas está claro, los seguidores y fieles van a menos. Pero, lo que debiera preocupar verdaderamente a los pastores vaticanistas, piensa uno, habría de ser la calidad moral de la ciudadanía. Se puede ser bueno, justo y moralmente entrañable fuera de sus rebaños. Siendo ateos o agnósticos, por ejemplo. Y se puede ser una mala persona en el seno de la Iglesia y yendo a misa todas las fiestas de guardar. José H. Chela