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Pasiones y derrotas

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Aristófenes Abundio no sabe dónde está el Líbano. Tampoco Gaza ni Cisjordania. Casi nos sabe la dirección de la casa de su hermana, donde vive, por eso le cuesta tanto llegar a ella todas las noches de melopea y canto. Hay muchos personajes como él: se creen que la realidad es un mapa que no entienden.

Hermógenes Estrafalario cuenta las obras de teatro antes de que se estrenen, en una parada de guaguas. Le pagan por ello los que esperan el transporte público. Poco, pero lo suficiente para dejarse caer por una casa de comidas con manteles de hule y dueña jacarandosa. Se deja llevar y a veces consigue el postre gratis. Y una frasca de vino tinto.  

Raquel Invicta regenta una tertulia de ciudadanos en tránsito que recuerda a una vieja sección de la radio. Casi nadie habla mucho, solo estrépitos y requiebros. Se bebe bastante, agua y café, que cuesta poco, beberlo y pagarlo.

La nómina del descrédito es infinita. Y no se puede relatar lo que se sufre porque las palabras se encogen. En estos días de otoño, más que nunca. No se sabe muy bien a qué estamos, si en una guerra lejana, si en un programa de televisión o si en Venezuela.

Me dice Andrés el de Danone que en Venezuela siempre. En fin, me dicen que me dice, que no es lo mismo. ¿Por qué estaremos siempre en ese país? De pequeño, Venezuela era para mí la quintaesencia de la aventura. Llegaban parientes lejanos de aquel país, casi siempre con posibles. Montaban una cadena de supermercados de barrio, por ejemplo, y se limitaban a contemplar el paisaje urbano. Habían hecho las américas, o eso nos hacían creer. Como los que llegaban a la aldea con vehículos estatrosféricos para la época: casi todos alquilados o prestados. Pura apariencia. Aunque se sabía se callaba porque todos podíamos estar en aquella miseria anónima.

Después ya no vino nadie de Venezuela, solo malas noticias como ahora. Para conocer lo que pasa, a veces hay que haber estado en todas partes. El caso de Venezuela lo reclama, para entender el devenir y la catástrofe social y política. Recuerdo unas inundaciones tremendas a finales de 1999. Lloramos. No se pudieron contar los muertos porque nadie sabía cuántas personas malvivían en los barrancos. Más tarde, casi tres años, sí que hubo un golpe de estado que propiciaron los Estados Unidos, el gobierno de la España de un tal López y cierto empresariado local de perfil difuso. Eso no se cuenta porque no se recuerda. Parece que ahora hay otros golpes más certeros.

Entreverado García es un sabio de las cloacas, eso dice él de sí mismo. Solo tiene una vieja libreta y un libro de filosofía, “Filosofía y ciencia” dice el título. Lo cuenta casi todo sobre la historia de las ideas occidentales. Entreverado lo lee por los mercados y a la salida del fútbol. Parece que no ha cundido el pánico y nadie se ha apuntado a estudiar. Qué mal vamos.

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