El pen drive boca arriba

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Fernando Clavijo alza el cuello de su chaqueta para protegerse del frío lagunero y sale corriendo del rincón más oscuro del Bar Cienfuegos a subirse al taxi que espera en la calle. No quiere que lo vean en compañía de Javier Abreu ni perder el avión que despega en una hora con destino a Madrid, camino del Senado. Pero siempre hay alguien mirando.

No sabe por qué, pero justo en eso piensa mientras se arrellana en un cómodo sillón que vuela camino de la capital y se deja dormir. Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero el perfume de la funcionaria que pasó cerca de él para llevarle una tonga de folios al juez César Romero Pamparacuatro. Luego un aroma familiar que lo acercaba de nuevo al Cienfuegos. 

Cesaron los olores y se acomodó en el rincón más lejano que pudo en la sala del Juzgado. No debería estar allí, no quería que lo relacionaran con todo aquello, y además Abreu tenía las cosas claras. Lo habían repasado mil veces, en el bar y hasta en su propia casa. De vez en cuando metía cosas de su cosecha, pero en esencia diría lo que había que decir para imputar a Pérez. Y a otra cosa mariposa. Lo único que le torturaba era la idea de sentirse descubierto.

- Señor… ¿desea alguna cosa señor? --le dijo la azafata, despertándolo sin remedio-- ¿Le sirvo algo?

Abrió los ojos y divisó por la ventanilla un mar de nubes con el sol jugando a esconderse al fondo. Sonrió a la azafata para decirle que no, agradeciendo que lo hubiera rescatado del mal sueño y se estiró con disimulo, satisfecho. Todo marchaba según lo previsto: habían conseguido archivar el caso Grúas, pronto lograrían lo mismo con el caso Reparos, como habían hecho antes con la parte del caso Corredor que le afectaba. Daños menores. El abogado Choclán era muy caro pero bueno. Pronto retornaría todo a su lugar y con suerte acabaría pagando el Ayuntamiento.  

Volvió a acomodarse en su sillón, deslizándose de forma imparable por un agujero negro que lo sentó de nuevo en su rincón de la sala del Juzgado. Hablaba el juez: “Vamos a ver, ¿dijo usted en su última declaración que había recibido llamadas amenazantes en su domicilio?”.

- Sí, señoría. Primero me llamaron los periodistas Lucas Fernández y Carlos Sosa, luego la abogada Sandra Rodríguez. Todos de parte de Santiago Pérez, para decirme que si no me portaba bien acabaría imputado. Están todos confabulados, con el interventor, la jueza Rosell y hasta Juan Fernando. Son terribles, dan pánico- dijo Abreu.

Ya está improvisando el jodido --pensó Clavijo-- como siga por ese camino acabará involucrando al propio Villarejo. Carraspeó un par de veces lo más alto que pudo para llamar su atención y que se ciñera al plan establecido. Aunque no estaba de más pedirle a Pomares que desarrollara aquella línea argumental, apuntó mentalmente.

- Bueno, vamos a ver, ¿ha traído hoy el pen drive con las conversaciones grabadas? Es lo que vamos a escuchar ahora, ¿verdad?- ordenó el juez a la funcionaria al tiempo que preguntaba: Está bien, procedamos.

Unas breves turbulencias despertaron a Clavijo de su sueño en el peor momento, molesto de perderse el instante estelar en que se escuchara a Pérez y compañía al otro lado del teléfono. No bastaba con una relación de llamadas de hacía más de cuatro meses, no era suficiente con el papelón de Abreu por muy bien que lo estuviera haciendo. Era necesaria una voz, aunque fuera un saludo, una conversación trivial, cualquier grabación con la voz de Pérez o alguno de aquellos de fondo sería suficiente para seguir hinchando el perro.

Tal vez por eso volvió a cerrar los ojos después de sonreír a la azafata. 

En el Juzgado, la funcionaria se disponía a darle al play. La tensión era máxima. Todas las miradas se concentraron en la gigantesca pantalla de plasma. Solo Víctor Díaz sonreía esperanzado mirando por el rabillo del ojo.  

Un silencio sepulcral inundó la sala en espera de una voz que no terminaba de llegar desde el más allá. Tres, dos, uno… pero no fue una voz la que apareció sino un pene de gigantescas dimensiones, que ocupaba la pantalla casi completa, con una chica de muy buen ver al fondo.

El juez fulminó con su mirada a Abreu, que solo pudo balbucear: “Lo siento, señoría, debo haberme equivocado de pen drive. Si me deja un momento voy a casa a buscar el otro…”.

Fernando Clavijo sintió una punzada en el pecho. Se llevó la mano instintivamente al corazón, trató de tranquilizarse, en la confianza de que pronto despertaría, volviendo a la comodidad de su sillón y a punto de aterrizar en Madrid. 

Pero seguía allí, encerrado entre aquellas cuatro paredes frías de cemento, tan duras y compactas como el informe de la Farnés en el caso Reparos, que seguiría adelante inventara lo que inventara Abreu.  

Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría porque el perfume de la funcionaria se parecía al de la azafata. 

Pero el murmullo de fondo y las carcajadas reprimidas solo por el cabreo del juez mandando a desalojar la sala le hicieron saber que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, un sueño en el que lo esperaba un taxi para acercarlo al calor, las moquetas y la calefacción del Senado, lejos del frío lagunero que ya comenzaba a sentir ajeno.