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Precedente temerario

Una simple aplicación de la aritmética, la sencilla lealtad de los socios gubernamentales -que, en buena lógica, no previeron ni quisieron prever en el pacto situaciones como en la que está envuelto Soria- y la voluntad de no alterar ni forzar límites a estas alturas de la legislatura, harán que todo siga como estaba, como ésta, es decir, como si no hubieran existido ninguno de los motivos que han destapado uno más de los escandaletes que caracterizan la vida política de Canarias, sacudido, como tantos otros, por ese cinturón de impunidad que la hace insólita hasta los niveles más altos.

Si José Manuel Soria hubiera sido dirigente o cargo público de otra formación política se hubiera sentido tan acosado, tan criticado, tan contrariado con algunos reveses que, desde luego, hubiera forzado su propia renuncia. Es evidente que ahora se defiende, que tiene todo el derecho de hacerlo, que exprime al máximo la presunción de inocencia y que es en situaciones extremas como mejor se contrasta su condición de político inarrugable ante la adversidad. Demasiado acostumbrado a las cómodas mayorías en las instituciones donde ha gobernado, suficientemente bregado en el ejercicio del poder, la altivez le lleva a afirmar que sus reprobadores saldrán trasquilados y sin lana, claro.

Hasta el día del pleno sorteará señuelos y desbaratará algún ardid que provenga de la bancada opositora y hasta de algún fuego amigo, que la experiencia da para mucho y aquí no hay que fiarse ni de la propia sombra. Otra cosa es que algunos de sus propias filas le estén esperando en la bajadita, que un resultado electoral sea inevitablemente vinculado a los sucesos o que todo se vuelva de color hormiga si alguna resolución judicial fuera desfavorable y de ahí, a enredar la madeja, sólo haya que soplar sin necesidad de esperar a las botellas.

Pero todo eso, con ser sustantivo en el escenario de la teoría política, parece al articulista menos relevante que lo manifestado por el vicepresidente en relación con los informes policiales de los que disponen las autoridades judiciales que investigan sus actuaciones ante determinados hechos que se le imputan en la denuncia promovida por un periodista. Él mismo debió darse cuenta del precedente que estaba sentando -¿actuarán todos los acusados o imputados de la misma forma?- y de lo que significaban sus palabras cuando, tras repasarlas en titulares de prensa escrita, ha solicitado reunirse con las representaciones profesionales del Cuerpo Nacional de Policía (CNP) para explicarles el alcance de sus palabras. ¿Diego, donde dije digo? Ya se verá. Aunque quizá nunca se sepa bien del todo si queda en un matiz, una aclaración, una rectificación y, al final, en otra liquidación del mensajero.

José Manuel Soria, con sus manifestaciones sobre los informes policiales, no contribuye al buen funcionamiento del Estado de derecho. El derecho a defenderse no supone imputaciones de sesgo, tendenciosidad o falsedad a quienes están cumpliendo con su deber. Y si las expresa, debe acreditarlas. Y para ello, sólo tiene que entrar en vía judicial y aguardar a las actuaciones de los tribunales. Eso sí que le permitiría ganar credibilidad en una situación tan asfixiante como la que padece -y en la que no ha renunciado, por cierto, a alguna dosis de victimismo a sabiendas de los réditos que puede generar, como se ha demostrado con otros casos similares- y que haría desarrollar el engranaje consagrado en el artículo 1 de la Constitución. Lo contrario es conducirse de forma temeraria.

La reacción de los sindicatos policiales ha sido hasta caballerosa. Que pruebe esos condicionantes atribuidos a los informes, han venido a decir. Pero el vicepresidente optó por el subterfugio más cómodo y simple: dice que por esa vía no se conseguiría nada.

Pues vaya manera de tirar la piedra y esconder la lanzadera. La seriedad, la credibilidad, la seguridad, el Estado de derecho, en fin, se ganan y se consolidan de otra manera.

Una simple aplicación de la aritmética, la sencilla lealtad de los socios gubernamentales -que, en buena lógica, no previeron ni quisieron prever en el pacto situaciones como en la que está envuelto Soria- y la voluntad de no alterar ni forzar límites a estas alturas de la legislatura, harán que todo siga como estaba, como ésta, es decir, como si no hubieran existido ninguno de los motivos que han destapado uno más de los escandaletes que caracterizan la vida política de Canarias, sacudido, como tantos otros, por ese cinturón de impunidad que la hace insólita hasta los niveles más altos.

Si José Manuel Soria hubiera sido dirigente o cargo público de otra formación política se hubiera sentido tan acosado, tan criticado, tan contrariado con algunos reveses que, desde luego, hubiera forzado su propia renuncia. Es evidente que ahora se defiende, que tiene todo el derecho de hacerlo, que exprime al máximo la presunción de inocencia y que es en situaciones extremas como mejor se contrasta su condición de político inarrugable ante la adversidad. Demasiado acostumbrado a las cómodas mayorías en las instituciones donde ha gobernado, suficientemente bregado en el ejercicio del poder, la altivez le lleva a afirmar que sus reprobadores saldrán trasquilados y sin lana, claro.