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Reivindación social, la importancia de no perder la esperanza

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Caminando por las calles de València, me topé con una imagen que me hizo detenerme: en plena Plaça de l’Ajuntament, había una acampada de personas reivindicando algo tan básico como la vivienda digna. A su alrededor, la vida seguía como si nada. Mientras algunas personas se congregaban para defender un derecho esencial, el resto de la ciudad continuaba su rutina, casi sin detenerse a observar. ¿Cuánta gente se paró a escuchar? ¿Cuántas personas, por un momento, sintieron esa incomodidad que nace de saber que algo no está bien? Lo que vi allí me hizo reflexionar sobre el estado de las luchas sociales en nuestra época, y cómo parece que, poco a poco, la esperanza de lograr cambios se va desvaneciendo.

No es solo València. En Canarias, hace unos meses las movilizaciones para cambiar un modelo económico que precariza a tantos y favorece a unos pocos, llenaban las calles con gritos de justicia. Este fin de semana, las manifestaciones, aunque persistentes, han perdido fuerza en número. ¿Qué nos ha sucedido? ¿Es que hemos dejado de creer en el poder de nuestras acciones colectivas? ¿O es que el sistema ha logrado algo aún más profundo: mantenernos distraídos, sumidos en la falsa sensación de que no podemos cambiar nada?

Vivimos en una era donde el entretenimiento y la inmediatez ocupan el centro de nuestras vidas. Cada día, nos llega contenido que nos invita a desconectar, a olvidarnos, aunque sea por un momento, de la la realidad cotidiana que nos rodea. Diferentes plataformas de streaming, redes sociales, videojuegos, todo diseñado para evitar que pensemos en exceso en las injusticias estructurales. El sistema cree haber encontrado la fórmula perfecta: distraernos lo suficiente para que no luchemos, para que no seamos capaces de organizarnos, para que no alcemos la voz. Y, cuando lo hacemos, cuando decidimos tomar las calles, nos invade una sensación de derrota antes de comenzar. Porque, ¿de qué sirve manifestarse si nada cambia? ¿De qué sirven nuestras acciones si, al final, el poder parece inmune a nuestras demandas?

Esa sensación de impotencia es devastadora. Nos va minando poco a poco, llevándonos a la apatía. Tiene una gran conexión con esa “conciencia neblinada” que hablaba Manuel Alemán en su Psicología del Hombre Canario. Lo que sucede es que esa apatía nos acaba convenciendo de que nada tiene sentido, de que no importa lo que hagamos, todo seguirá igual. Y ahí es donde reside la trampa. Porque lo que de verdad debilita nuestras luchas no es solo la represión o la indiferencia de las clases con más poder, sino la pérdida de la esperanza. Y la esperanza, esa chispa que nos empuja a seguir creyendo, es esencial. Sin ella, todo lo que queda es resignación.

Es cierto, el camino hacia la consecución de derechos sociales es largo y, a menudo, ingrato. Como me decía un profesor en la Universidad: “El progreso se mueve a dientes de sierra”. Y la historia está llena de ejemplos que nos recuerdan que las grandes victorias sociales no suceden de la noche a la mañana. A veces, ni siquiera suceden en una misma generación. Pero eso no significa que nuestras acciones no tengan incidencia. Cada paso, cada pequeña victoria, cuenta. Mantener viva la esperanza es fundamental. Porque sin esperanza, no hay lucha. Y sin lucha, no hay cambio.

Recuerdo una frase del cantautor Ismael Serrano que dice: “Si la tristeza es compartida, se vuelve rabia que cambia vidas”. Esa es la clave. La tristeza que sentimos al ver que nuestros derechos siguen siendo negados no debe sumirnos en el silencio. Al contrario, debe convertirse en rabia. Una rabia que, alejada de ser destructiva, sea capaz de unir, de organizar, de impulsar el cambio. Porque cuando nos encontramos en esa tristeza compartida, cuando nos damos cuenta de que no estamos solos en esta batalla, es cuando la esperanza brota.

Lo vi en esa acampada en València: la tristeza por la falta de vivienda digna, compartida por quienes estaban allí, tenía el potencial de convertirse en esa rabia transformadora. 

En Canarias, la situación es aún más preocupante cuando se observa la creciente pobreza que asfixia a una parte demasiado importante de la población. A pesar de que el archipiélago se promociona como un destino turístico de talla mundial, con cifras récord de visitantes año tras año, esta bonanza no se refleja en la vida de la mayoría de personas que residen en nuestro archipiélago. El modelo turístico, en lugar de ser una solución, ha aumentado las desigualdades. Grandes empresas y cadenas hoteleras (extranjeras y locales) se llevan la mayor parte de los beneficios, mientras que la precariedad laboral, con sueldos bajos y empleos temporales, sigue siendo la norma para la mayoría de la ciudadanía canaria. 

Y el problema es que esto agrava la sensación de desesperanza: ¿cómo creer en un cambio si el motor económico que nos proponen como tierra prometida solo perpetúa la pobreza? La falta de oportunidades y el encarecimiento de los elementos básicos del día a dia, hacen que cada vez más personas sientan que, por mucho que protesten o se movilicen, nada va a cambiar en realidad. En lugar de desarrollo sostenible y derechos garantizados, el turismo masivo se muestra como una trampa que mantiene a la sociedad canaria en un ciclo de dependencia, y especialmente una alta vulnerabilidad.

Por eso hay que despertar esa rabia transformadora, pero para que eso suceda, necesitamos creer que es posible. Tener la ambición de mantener viva la esperanza, porque, aunque el camino sea duro y a menudo parezca estéril, es el único que nos llevará hacia un futuro más equitativo.

Si queremos un cambio, no entra en la ecuación perder la esperanza. Porque la esperanza, aunque frágil, es lo único que nos impulsa a seguir luchando, a seguir creyendo que, un día, nuestras acciones colectivas cambiarán vidas. Y eso, al final, es lo que importa.

Caminando por las calles de València, me topé con una imagen que me hizo detenerme: en plena Plaça de l’Ajuntament, había una acampada de personas reivindicando algo tan básico como la vivienda digna. A su alrededor, la vida seguía como si nada. Mientras algunas personas se congregaban para defender un derecho esencial, el resto de la ciudad continuaba su rutina, casi sin detenerse a observar. ¿Cuánta gente se paró a escuchar? ¿Cuántas personas, por un momento, sintieron esa incomodidad que nace de saber que algo no está bien? Lo que vi allí me hizo reflexionar sobre el estado de las luchas sociales en nuestra época, y cómo parece que, poco a poco, la esperanza de lograr cambios se va desvaneciendo.

No es solo València. En Canarias, hace unos meses las movilizaciones para cambiar un modelo económico que precariza a tantos y favorece a unos pocos, llenaban las calles con gritos de justicia. Este fin de semana, las manifestaciones, aunque persistentes, han perdido fuerza en número. ¿Qué nos ha sucedido? ¿Es que hemos dejado de creer en el poder de nuestras acciones colectivas? ¿O es que el sistema ha logrado algo aún más profundo: mantenernos distraídos, sumidos en la falsa sensación de que no podemos cambiar nada?