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Sheinbaum y la conquista de Méjico

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No se trata de blanquear la Conquista, ni la de Méjico ni la de las Islas Canarias, ni ninguna de las de otros imperialismos, con todas sus atrocidades, esclavizaciones (disfrazadas de “encomiendas”), ni la destrucción de las culturas y organizaciones sociales de los pueblos sometidos. No se trata de eso, sino de mirara a la Historia de frente.

Las religiones se expandieron más apoyándose y siguiendo a las tropas victoriosas que como fruto de la benemérita labor de los misioneros. No recuerdo bien si eso lo afirmaba E.O. James en su Historia de las Religiones, ni lo voy a buscar ahora. Pero siempre ha sido así.

La conquista de Las Indias por la monarquía “española” tuvo como gran coartada la evangelización. Tanto es así que el título legitimador pretendía ser una autorización del papa, como “Monarca” del Mundo… hasta que Francisco de Vitoria puso las cosas en su sitio: el sucesor de Pedro podía encomendar a los Reyes de Castilla la evangelización, pero no el sometimiento de los pueblos de “aquellas partes”. Pero el motor y la finalidad efectiva de sus protagonistas fue -como siempre ha sido- la voracidad de fortunas y gloria. Y la monarquía apadrinó y controló, hasta donde pudo, toda esa depredación de la que, además, se beneficiaba percibiendo los quintos reales y otras participaciones en los frutos de la depredación de las riquezas naturales de aquellos territorios.

A partir de la Conquista de buena parte del hemisferio americano se consolidó un status quo entre la nueva clase dirigente de colonos y criollos y la corona, eso que J. Lynch denominó el “consenso colonial” en su América, entre colonia y nación, que vivió sobresaltos, como el de la rebelión de colonos y encomenderos del Perú contra las Nuevas Leyes de Indias (1542), dictadas por Carlos V, que suprimían la esclavitud vergonzante de las encomiendas. Y así hasta que los Borbones pretendieron centralizar y gobernar efectivamente los territorios americanos, rompiendo el consenso colonial, y contribuyendo a desencadenar la emancipación de las colonias.

Pero toda esa conquista y colonización, con su secuela de atrocidades y devastaciones, no vendría de más compararla con -por ejemplo-  la dominación británica de la América del Norte. Y lo primero que salta a la vista es que en las colonias y dominios británicos se fue produciendo un casi total exterminio de los pueblos originarios que poblaban los bosques y praderas de lo que hoy son los Estados Unidos: los pieles rojas.

Y, por el contrario, en la América española lo que hay es una inmensa sociedad mestiza, fruto en buena parte de los designios de la propia monarquía. Reconozco que -por comparación- me impactaron las instrucciones de Isabel la Católica a fray Nicolás de Ovando (1503), cuando le encarga sustituir al “Descubridor” en la tarea de gobernación de sus todavía incipientes dominios americanos. Expresamente le encarece que fomente los matrimonios entre españoles y mujeres aborígenes  , lo que me sorprendió “positivamente”, entre nativos y españolas. Y no digamos del contenido de su Testamento y su Codicilo, sencillamente inéditos en cualquier otra monarquía imperialista, por su cerrada defensa de los derechos de sus súbditos indígenas.

Mucho más, aún, la convocatoria de las Jornadas de Valladolid por el propio Carlos V, donde se produjo un debate -insisto, organizado y alentado por la propia corona cuando ya sobre sus dominios “no se ponía el sol”- de tanta envergadura civilizatoria como silenciado por la leyenda negra. Un intelectual prestigiosísimo, Ginés de Sepúlveda, y un extraordinario defensor de los indígenas americanos, Bartolomé de las Casas, fueron sus protagonistas.

Y allí se enfrentaron las tesis las casianas y vitorianas de la plena condición humana de los indígenas, y por tanto de su derecho a la propiedad, a gobernarse, a no ser esclavizados, y las de la tradición aristotélica sustentada brillantemente por Sepúlveda de la esclavitud como institución natural, establecida en el propio interés de los seres humanos sometidos a esa “tutela” por su inmadurez y su incapacidad para regirse por sí mismos. Se impusieron las tesis del Apóstol de los Indios (al que, también hay que decirlo, le pasó bastante inadvertida la esclavitud de los negros africanos que ya era un dantesco negocio por aquel tiempo) e influyeron decisivamente en las Leyes de Indias y en la abolición de las encomiendas, dictadas por la corona y, hasta su forzada y temprana abolición, “acatadas, pero no cumplidas” en buena parte de la América “española”.

Todo esto, y mucho más, ha sido y es España.

Y las Jornadas de Valladolid y sus consecuencias se celebraron cuatro siglos antes de que las muy civilizadas naciones occidentales y sus gobiernos aprobaran la Carta de la Sociedad de Naciones, antecesora de la ONU, cuyo artículo 22 -bendiciendo un nuevo reparto colonial del mundo, del que habla Josep Fontana en su El Siglo de la Revolución- proclamara literalmente:

 1. Los principios siguientes se aplican a las colonias y territorios que, a raíz de la guerra, han cesado de hallarse bajo la soberanía de los Estados que los gobernaban anteriormente y que son habitados por pueblos aún incapaces de regirse por sí mismos en las condiciones particularmente difíciles del mundo moderno. El bienestar y desarrollo de esos pueblos constituye una misión sagrada de civilización, y conviene incluir en el presente pacto garantías para el cumplimiento de esta misión.

2. El mejor método para realizar prácticamente este principio consiste en confiar la tutela de esos pueblos a las naciones adelantadas que, gracias a sus recursos, su experiencia o su posición geográfica, están en mejores condiciones para asumir esta responsabilidad y que consienten en aceptarla…“.

En Sociología, decía Durkheim, la verdad se descubre por comparación.

En Historia, y esto lo digo yo, tampoco viene mal la comparación. Sólo para situarnos en la turbulenta y tantas veces devastadora secuencia de los hechos protagonizados por nuestra especie, la autodenominada Sapiens.

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