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Vindicación del editor

Alexis Ravelo

Hoy he vuelto a repasar un libro que siempre vale la pena releer: la Correspondencia, 1948–1986 entre Miguel Delibes y Josep Vergés.

Es un epistolario de 469 páginas entre el autor vallisoletano y el que fuera su editor en Destino durante muchos años, desde la concesión del Premio Nadal al primero en 1947 por La sombra del ciprés es alargada (fue así como se conocieron) hasta el fallecimiento del segundo. En esas cartas el lector asiste al desarrollo de una relación que comienza siendo estrictamente comercial y acaba convirtiéndose en algo realmente íntimo. Hay grandes o pequeñas disputas sobre liquidaciones, juegos de pruebas y oportunidad o no de editar un determinado título en una determinada fecha. Pero también la clara disposición de Vergés para apostar siempre por los títulos de un autor que él consideraba de valía, aunque con algunos de sus libros (la producción de Delibes fue siempre variada e incesante) pudiera, en ocasiones, salir perdiendo desde un punto de vista estrictamente económico.

Esto me ha recordado la queja reciente de un autor más veterano que yo, y a quien respeto muchísimo, acerca de que editores así han sido sustituidos, en las grandes editoriales, por comerciales sin gusto ni real conocimiento literarios. En efecto: las fusiones, las absorciones, el fallecimiento de propietarios de editoriales cuyos herederos acaban poniéndolas en manos de grandes grupos, han llenado el sector de agentes comerciales más centrados en hojas de cálculo que en juegos de pruebas. Por suerte, continúa existiendo un gran número de editores y editoras que están enamorados de su trabajo y saben hacerlo bien, pero a veces son como Los Últimos de Filipinas: no solo deben resistir a la tendencia oligopolista del mercado, sino a la aparición de nuevos soportes de difusión (el ebook, naturalmente), cuyos defensores (a veces ingenuos, a veces interesados) parecen ver en ellos una figura obsoleta e innecesaria. Últimamente he tenido la discusión de siempre con varias personas, acerca de estos nuevos soportes (papel versus ebook, para entendernos). Mi posición, más o menos conocida, es que los nuevos soportes serán el futuro, pero aún no son el presente (al menos no el presente ideal) para la difusión de la literatura. Vivimos una época de cambio y reajuste.

En esa discusión, cuando los polemistas queremos llegar a un cierto acuerdo, solemos acabar conviniendo en que lo importante es el contenido y no el soporte en el que se difunde, el cual es indiferente.

Pero no lo es. No lo es, del mismo modo que la técnica y los motivos que un artista utiliza para un pintar un lienzo no son los mismos que cuando practica un grabado. Cualquiera que haya leído La obra de arte en su época de reproductibilidad técnica, de Walter Benjamin, entenderá por qué no puede serlo.

En el asunto, claro está, suelen entrar en juego factores comerciales y uno de los argumentos que escucho con más frecuencia en defensa del soporte electrónico es el de que, gracias a la eliminación de intermediarios, la cultura se democratiza, el escritor (el creador) se independiza del capital y puede difundir su trabajo sin depender de criterios comerciales ni de aquellos que (se supone) fagocitan parte de su producción. No sé hasta qué punto es cierto, habida cuenta que las plataformas de venta de esos libros son, en su mayoría, multinacionales y que el posicionamiento de los títulos en ellas dependerá de su relevancia en cuanto al número de ventas (no se me ocurre manera más tosca de confundir precio con valor).

En esa consideración del editor como un intermediario, se olvida, además, que es intermediario en un muy otro sentido en que lo es, por ejemplo, un intermediario frutero. Esa imagen del editor como un señor de chaqueta y corbata que enciende puros con billetes de cincuenta y alza el pulgar ante los manuscritos ciñéndose a criterios estrictamente comerciales me parece una grosera simplificación y no se corresponde con la de ninguno de los editores y editoras que conozco.

He trabajado con varios editores y sigo con atención las carreras de otros: algunos de ellos trabajan para editoriales, o se juegan sus propios cuartos, y, por tanto, forman parte de ese grupo que el gobierno de este país denomina “emprendedores”, esos que se baten diariamente el cobre desde sus pymes intentando sobrevivir en un mercado complicado. Pero, mercados y demás capistaladas aparte, profesionales como Arianna Squilloni, Gregori Dolz, Josep Forment, Anik Lapointe, Pere Sureda, Esperanza Moreno, Jorge Liria, Plácido Checa, Pablo Cruz, Cristina Herreros o Belén Bermejo son personas que trabajan en el mundo del libro porque lo aman, y no viven de la literatura, sino que viven en ella, probablemente mucho más a fondo que muchos de los autores que intentamos colarles nuestro último original.

Y no es cierto que no sean necesarios. Los autores discutiremos con ellos o no, tendremos grandes o pequeñas disputas sobre liquidaciones, juegos de pruebas y oportunidad o no de editar un determinado título en una determinada fecha. Pero su figura me resulta, como autor y como lector, prácticamente imprescindible. El editor es el espejo en el que un autor se mira de frente y ve todas las imperfecciones que ha de corregir. Es el entrenador que te dice dónde están tus vicios y tus taras, qué habilidades debes potenciar y cuáles son los puntos flacos que has de corregir. Su intervención suele constituir la diferencia entre un simple texto y un libro, haciendo que lleguen al lector obras de calidad.

Sé que no es políticamente correcto defenderlos, que es más molón defender la creatividad independiente (como si ellas y ellos no fueran creativos y no fueran independientes), pero, como autor, sé que siempre soy mejor si tengo cerca a un editor. Y, como lector, siempre prefiero libros que han sido editados a aquellos que han sido meramente publicados. Estos dos términos pueden parecer sinónimos, pero no lo son; de hecho, como me hizo notar un editor hace muchos años, los sinónimos no existen.

Disculpa la extensión de este texto. Si hubiera tenido a mano a alguno de mis editores, seguramente me hubiese aconsejado que procurara condensar, hacerlo más breve. Y hubiese tenido, como casi siempre, razón.

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