¿Cómo se logra tener una opinión? En realidad, ésta es una pregunta que me llevo haciendo los últimos dieciséis años, justo en el momento en el que empecé a escribir esta columna. Para mí, las principales herramientas han sido la experiencia, la observación, el contexto histórico y, sobre todo, evitar los estereotipos y los prejuicios que éstos acarrean. Unas veces lo he logrado con mayor acierto y otras, no, pero si algo he tratado de dejar claro a lo largo de estos años es que, cuando se da una opinión, debe estar sustentada por algo más que las ganas de unir una palabra con otra.
No, la Historia no es así
Al año siguiente caí en las manos de lo que la vieja guardia llamaría un liberal y enrojecido profesor, quien me enseñó a considerar la Historia como una disciplina tanto o más importante que cualquiera de las que siempre se las ha considerado sacrosantas en el sistema de educación español. Es más, aquel primer año en el que lo tuve como profesor descubrí que era más difícil aprobar una asignatura considerada secundaria que aprobar Matemáticas o Ciencias, dos de los pilares en los que sustentaba mi educación hasta ese momento.
En realidad, su empeño iba más allá de memorizar datos, fechas y situaciones. Para aquel profesor la Historia era el espejo en el que todos nos debemos reflejar para entender qué está pasando hoy en día, por mucho que sus detractores argumenten que la Historia solo se preocupa del pasado. Este razonamiento es igual de válido que el que enarbolan todos los memos que justifican su negativa a ir a un museo, porque éste está lleno de piedras y trastos viejos.
Si se piensa fríamente, también está el grupo que piensa que el leer produce un sarpullido -de ahí que lo eviten como la peste- y puede que por eso las bibliotecas estén tan mal consideradas y velen por su ausencia en la geografía nacional. Además, hoy en día, si no está en las redes sociales eso no sirve para nada. ¡Y cómo va a competir un buen libro de Historia con un Tweet de un analfabeto funcional sentado en la Casa Blanca!
Volviendo al caso que nos ocupa, por culpa de aquel profesor entendí que, por mucho que se trate de justificar, un dictador -sea de la ideología que sea- es nefasto para el país que lo sufre. Y no querer admitirlo es un error que le puede costar muy caro al país que lo ha padecido. Querer justificar una atrocidad, porque a uno no le ha afectado es igual que lo que le ocurrió a los alemanes comunes y corrientes que se negaban a aceptar que un día sí y otro, también desaparecían sus vecinos sin dejar rastro.
Cierto es que las cenizas de los crematorios no inundaban el aire que ellos respiraban, pero no es menos cierto que si uno oye las soflamas anti-semitas propagadas por el nacionalsocialismo no es difícil llegar a la conclusión de que algo no iba bien. De la misma forma, las pirámides egipcias y cierto monumento funerario situado éste en el Valle de Cuelgamuros, en el municipio de San Lorenzo de El Escorial, responden a los delirios megalómanos de quienes están enterrados dentro.
El que, ahora, un segmento de la población nacional se esté rasgando las vestiduras, porque se quiere escribir la Historia no con renglones torcidos, sino apoyándose en la cuadrícula de la hoja que se está utilizando no debe ocultar una realidad que ha estado escondida; es decir, nuestro país ha estado honrando el legado de un sátrapa que causó la muerte de cientos de miles de personas e impidió el natural desarrollo de los españoles durante cuatro décadas.
Además, el monumento en cuestión costó 1. 086. 460. 381 pesetas de la época, una cantidad exorbitada justo después de finalizada la Guerra Civil, con una España hecha trizas y una autarquía que duraría veinte años, los mismos que se tardó en terminar el monumento en cuestión.
Para los amantes de las cifras y los datos, imaginen la cantidad de escuelas, hospitales, puentes, fábricas, edificios… que se podrían haber construido con todo ese dinero en vez de derrocharlo en una loa pétrea a quien traicionó un gobierno legítimamente elegido en las urnas, por no hablar del uniforme que portaba.
Imagino que otro de los problemas que ha tenido mi formación es que, por haberme criado en un país donde ya la censura había desaparecido, pude ir al cine a ver una de las mejores películas de la historia del séptimo arte, El Gran Dictador, escrita, producida, dirigida y protagonizada por el inconmensurable Charles Chaplin. Los 124 minutos que dura son la mejor piqueta contra la intransigencia, el fanatismo, la irracionalidad, los prejuicios, las mentiras, la ceguera y el papanatismo del ser humano, rasgos que caracterizan a quienes prefieren levantar el brazo y soltar grandes palabros altisonantes en vez de aceptar cuál es la verdad.
A título personal, y sin olvidarme del sensacional discurso de Adenoid Hynkel, no me siento nada orgulloso de pertenecer a un país que no solo no es capaz de aprender de su historia, sino que se empeña en negarla. Poco me importan todos esos políticos de baja estofa, mentecatos televisivos y opinadores del antiguo régimen que pretenden edulcorar las barbaridades de un sistema tan corrupto como anti-natural. Para mí la frase “obedecer por obedecer” que le dice el doctor Ferreiro (Alex Angulo) al demente capitán de la Policía Armada, Vidal (Sergi López) antes de que el segundo acabe con su vida, en la película El Laberinto del Fauno (Guillermo del Toro, 2006) siempre me ha parecido una absoluta aberración que le resta cualquier credibilidad al Alzamiento Nacional que tan nefastas consecuencias le acarreó a nuestro país. Si todos esos descerebrados tuvieran algo dentro de sus cabezas, deberían oír el discurso final de El Gran Dictador. Puede que así aprendieran algo, porque lo que está claro es que nunca tuvieron un buen profesor de Historia en su vida y eso es muy, muy grave.
© Eduardo Serradilla Sanchis, 2018
© 1940 Charles Chaplin Productions & One Production Company
Al año siguiente caí en las manos de lo que la vieja guardia llamaría un liberal y enrojecido profesor, quien me enseñó a considerar la Historia como una disciplina tanto o más importante que cualquiera de las que siempre se las ha considerado sacrosantas en el sistema de educación español. Es más, aquel primer año en el que lo tuve como profesor descubrí que era más difícil aprobar una asignatura considerada secundaria que aprobar Matemáticas o Ciencias, dos de los pilares en los que sustentaba mi educación hasta ese momento.
En realidad, su empeño iba más allá de memorizar datos, fechas y situaciones. Para aquel profesor la Historia era el espejo en el que todos nos debemos reflejar para entender qué está pasando hoy en día, por mucho que sus detractores argumenten que la Historia solo se preocupa del pasado. Este razonamiento es igual de válido que el que enarbolan todos los memos que justifican su negativa a ir a un museo, porque éste está lleno de piedras y trastos viejos.