“Piedra quemada, alteración del mundo,
Alba en el pasto de la estrella firme,
En una gota de leche pienso la tarde,
Voluntad de alejarme,
Y arde el fondo
De todo“.
Vitorino Nemésio (1901-1978) Azores
Cuando plantamos la segunda camada de papas de invierno, las de octubre, sembré el samuro de arena del volcán sobre la tierra, lo había guardado para ello. La arena negra desapareció en la huerta una vez surcada. Sentí la débil sensación de insinuarle, con ese gesto, algo al volcán. Pero esa fisura abierta es sorda, como muda es la roca del destino. Una boca grita mucho, sin descanso; la otra calla, permaneciendo en silencio. Imaginan los seres humanos poder oponer algo al caos temporal o al vacío que genera, y lo hacen, vaya que sí lo hacen. “Las islas son lugares especialmente idóneos para lo imaginario”, decía el catedrático de Filología Griega, el canario Marcos Martínez. La riqueza alegórica produce un arte original, una mística particular o incluso, una filosofía de variables climáticas. Los isleños son menos frívolos que las gentes del litoral, y son más fieles a la isla que los del continente a su tierra, apuntaba Predrag Matvejevic. También decía, que el habla de los isleños “difiere” de los habitantes del continente, más que la distancia geográfica que los separa. Y sobre todo, como en realidad, los isleños somos náufragos que fuimos salvados de ciertas profundidades gracias a la existencia física de la isla, nunca debemos olvidar que “los náufragos duran más que las tempestades de las que salieron”.
Cuando en diciembre cavemos las papas, llevaremos unos samuros a los damnificados por el volcán. La arena que recorrió el cielo como Ícaro, una vez extraída de nuevo de la tierra, una parte de ella cruzará el túnel de la cumbre, volverá por carretera, entre la cosecha, al lugar de donde surgió, a La Banda, como decía mi abuela Tomasa para referirse al Valle de Aridane. Al salir de la cocina de casa hacia el patio, hay un banquito a mano derecha, de madera, que me regaló mi cuñada Loles; cuando lo trajo, lo puso ahí, y ahí sigue, es un lugar perfecto para sentarse, para apoyar la espalda en la pared y los pies sobre el muro del jardín, desde el comedor suena Radio 2 Clásica y las gatas pasan por debajo del ángulo de las rodillas, entran y salen; la gata negra, se acomoda en el banco de enfrente, se sube sobre el ejemplar de la Revista de Occidente, Islas, la exuberancia del límite, número 342, que estoy releyendo a raíz de la erupción en Cumbre Vieja; la gata es como arena negra sobre el crema del papel, la cola se sale del límite del libro, se desparrama como si fuera una colada de lava sobre el mar del jardín. Muere la tarde, cae la noche, dejo la copa de vino tinto en el murito del huerto, voy a buscar un poco de queso a la cocina, cuando regreso e inclino la copa, pienso en la arena invisible que puede contener; bebo un largo trago: -volverás a la tierra-, le digo. Decía Epicteto que “la angustia consiste en querer algo que no depende de nosotros”. También dejó escrito el filósofo estoico griego, que “las ansiedades de los problemas son peores que los problemas”. Cuando la noche está despejada, con las luces del patio apagadas, sentado en el banquito de madera, detrás de los rosales, el mimo y los “pico teresa” de colores, se abren los campos con sus luces salteadas, entre cuyos vacíos, ladran los perros, La Orotava, San Pedro, más allá Los Galguitos, La Galga y el viejísimo volcán de San Bartolo; la noche parece bella, pero los perros tienen miedo. La luna siempre esquiva, se coloca en el suroeste, alta, maquillada y con ese aire de inocencia, sobre la cumbre, sobre la misma vertical del volcán de Cabeza de Vaca, que desde el noreste de la isla permanece oculto a nuestra mirada.
A una situación de neurosis general, es a lo que tenemos que enfrentarnos. La angustia acelerada del impacto y la perplejidad de la devastación, la angustia del dolor y su lenta asimilación, y la angustia invisible, como arena más fina del volcán, que no es menor, sino más difícil de apreciar. Con ese trío de ases en la manga tenemos que emprender la enorme labor que queda por delante. Una tarea que tiene que ir de mano a la otra, también ingente, de ofrecer alternativas en la creación de un lugar habitable para aquellos que lo han perdido todo. Desde la Facultad de Psicología de la Universidad de La Laguna, alguien recomendaba, encarecidamente, a las administraciones públicas y a los partidos políticos, que la mejor manera de cuidar la salud mental de los damnificados por el volcán, era contar con ellos en todas las fases de la planificación a diseñar y que se sientan partícipes en la posible reconstrucción. Creo que nada hay más sensato. Los afectados por el volcán deben hacer lo mismo que los soldados griegos de la Anábasis o La retirada de los diez mil de Jenofonte (430-355 a. C). Ante la adversidad común, deben constituirse en asamblea, digamos en una única plataforma y solamente una: “Asimismo sabed que nunca tendremos mejor momento que ahora para declarar quiénes somos los que aquí nos reunimos… Los hombres, los hombres son lo que obran…pero ya es hora de poner por obra lo que hemos acordado…Y si alguno sabe otra cosa mejor no dude en mostrarla, por particular y de bajo estado que sea; pues aquí consultamos para el bien y el común provecho de todos”.
La flecha del tiempo indica que no podemos modificar lo que ya ha sucedido, no podemos cambiar la cruda realidad que nos tiene perplejos. Es algo que sucede habitualmente con la muerte de un ser querido, hundidos en la pena, no nos sentimos capaces de afrontar el largo y solitario camino. Lo importante no es lo que ocurre, sino cómo nos tomamos lo que sucede. Resignados ante lo inevitable y una vez comprendida la falta de piedad de los dioses o la física de las cosas, que es lo mismo, no nos queda más remedio que seguir el talante que precede al aliento. A esto se le suele llamar, “volver a levantarse de nuevo”. No es fácil, pero toda fórmula que busque algún tipo de equilibrio, debe partir de estos parámetros. Antes del volcán y después del volcán; en medio, nosotros, las palmeras y los palmeros, nuestros padres, nuestras abuelas, y los niños y las niñas, que pintarán un volcán de colores en el cuaderno del colegio. Unos niños pintarán la erupción con colores cálidos y brillantes; otros, aquellos que les dicen los padres que se han quedado sin casa y que lo han comprobado en medio de un tumulto nunca visto, pintarán el volcán humeante con colores más oscuros. Cada niño tiene su paleta, pero todos los niños dicen la verdad, sobre todo, cuando mienten o cuando no comprenden nada. Y en esto, se parecen mucho a los mayores. Sin embargo, es el volcán el que, siempre tiene la última palabra. Y es ahora quien tiene el color, el color de las cosas. El color de las cosas no sólo es importante para los pintores, si es que existen todavía esos raros entes, que lo dudo mucho, sino que es muy importante cuando las propias cosas se pierden. El color es lo que queda, la luz del recuerdo, que también tiene sus estaciones. Sin luz no hay imagen posible, pero no todo es gris oscuro, como la lava, como la arena.
La hierba ocupa los espacios vacíos, desborda, es un ejemplo a seguir, decía Henry Miller; el volcán, desborda, nosotros estamos desbordados, la arena del volcán ocupa todo lo que se halla bajo el cielo, anega lo que mira a las estrellas y no puede moverse. Los seres humanos se aventuran en la Terra Incógnita bautizando los espacios, en las islas oceánicas donde aun se guarda la utopía en frascos que no se venden en la cadena de supermercados, mucho menos en la gritería de las pantallas digitales. Sin embargo, el cristal se rompe y donde antes habitaban los dioses o los poetas, más tarde campearán los turistas que convierten toda posible épica, en un espectáculo repetitivo y mortecino, dinámica de la cual es muy difícil escapar, sobre todo, para aquellos que solamente esperaban el paso de las estaciones, sus beneficios, sus inclemencias, recoger la cosecha, pisar la uva, y mirar, de vez en cuando, por si llegaba algo nuevo al muelle, que ahora llamamos aeropuerto. Nada hay más contradictorio que una isla: muchas razones para irte, muchas razones para volver. Igual que en el amor, todo es una cuestión ígnea, de fuego o mejor dicho, de calor o de enfriamiento, de tibieza, de cercanía o de un definitivo alejamiento. Y así, como el amor a veces es vencido por el silencio, al mismo volcán, “contra el rumor nocturno del océano / cubriendo con la mano la llama que se agita”, algún día lo doblegará el dios del sueño. Pero nosotros, no podremos descansar. Náufragos de un mar de lava, abierta una grieta entre la casa y el mundo, las palmeras y los palmeros se enfrentarán a lo que podría calificarse como una verdadera epopeya: transformar la devastación en una reconstrucción; y salir indemnes o por lo menos, que las cicatrices no nos condicionen demasiado el futuro.
En su poema Islas, el poeta antillano Dereck Walcott, de quien son los dos versos entre comillas anteriores, nos recordaba:
“Pero las islas pueden solamente existir
Si hemos amado en ellas“.
ÓSCAR LORENZO
San Andrés y Sauces, 17 de octubre de 2021