Balancos en la noche

San Andrés y Sauces —

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El Diccionario Diferencial del Español de Canarias (Arco Libros) es una obra maestra. A partir de su publicación en 1996, ha servido de modelo tanto a nivel nacional como internacional; una de sus autoras, catedrática de Filología Románica en la Universidad de La Laguna, la canaria Dolores Corbella (1960), acaba de ser reconocida miembro de la Real Academia Española. Es una alegría para todos que se reconozca su excelente labor. En su Diccionario Diferencial, “balanco” es el nombre con que se conoce en La Palma y en Tenerife a la avena loca que nace entre el trigo y al parecer, se registra así también en Extremadura. Es una palabra que procede del portugués y que está muy cerca del verbo “balancear”. A la mínima brisa, esta gramínea deja mecer con finura su tallo ramificado, sus pequeñas espigas colgantes se arrullan en el aire, se balancean elegantemente. Como brillantes zarcillos en el cuello de una mujer de la que estamos cerca, dan ganas de pintarlos. Espigas en el bosque de la piel. Cuando éramos pequeños, llamábamos “balanceo” al columpio que hacíamos con un lazo y que colgábamos de un castañero o de un nisperero, a la sombra, pues era verano, pero siempre cerca de los huertos de trigo y cebada que espigaban al sol de aquella tierna infancia. Como la hierba y nuestra incipiente imaginación de entonces, los balancos ocupaban los espacios vacíos y se encontraban muy fácilmente en un territorio de caminos despejados, de huertas de labranza que tanto gustan a los cernícalos y a las grajas. Los balancos de ahora parecen más furtivos y de alguna manera nos devuelven la ausencia del trigo.

Dejando el tallo limpio de ramas y espigas, nosotros hacíamos una argolla y un nudo corredizo en la punta más fina. Con esa herramienta natural, que siempre estaba a mano, nos acercábamos sigilosos y paralelos a las paredes y así cazábamos lagartos vivos. Si eran barboles, machos grandes e irisados de cuello verde esmeralda o azul oscuro, sin soltarlos, con el balanco que hacía de cuerda, los enfrentábamos entre sí. Luego de marearlos un rato, los dejábamos libres. Se iban los pobres animales con una medalla o corona de avena morisca al cuello como si fuera un premio que recibieron en una feria ganadera. Hoy ya los niños no cazan lagartos y tampoco se siembra trigo ni cebada ni centeno. Desde principios de los ochenta abandonamos su cultivo y las medianías de la isla de La Palma nunca se han acostumbrados del todo a su ausencia. Tampoco yo y ahora veo los campos de trigo en alguna películas rusa, en las de Bergman o en los cuadros de Brueghel el Viejo. Sé que estaría más contento si viviera rodeado de campos de trigo. Me moriría de gusto pintando óleos en ese oro viejo. Sería, sin duda, una vuelta en mayúsculas a la infancia. Hoy los canarios hacemos gofio con trigo argentino o ucraniano y lo llamamos “nuestro”. En realidad, ya nada es de nadie, pero cada vez hay menos cosas nuestras. En fin, por ahora nos quedan los balancos silvestres cimbreándose en el alisio, sobresaliendo entre el resto de la hierba con su danza arrulladora, pasando del verde al dorado, encañando, ganado altura hasta el pecho o la cara de una persona como tienen ya en febrero.

Les hablo de ellos porque los observo casi todas las noches cuando me siento en el patio del camino. En el huerto del otro lado de la calle los veo crecer y destacan en la noche a la luz de la farola pública de mi casa entre sus amigas las amapolas, de las que tantas veces he escrito. Después de cenar y con la puerta abierta del salón, fumo lentamente un cigarro contemplando cómo se mecen los balancos iluminados y recortados contra la oscuridad del cielo. Espigados, caídos con ternura hacia un lado, balanceantes y sensibles a la más mínima vibración del aire, parecen débiles pero su flexibilidad los hace muy resistentes. Tienen varios nudos muy espaciados en el tallo y justo de ahí, salen abajo las pocas hojas que poseen y arriba las espigas. Si se rompe el tallo, algo muy extraño, parte siempre por el nudo encima de la hoja. He comprobado su resistencia a los vientos de levante de hace poco y también al alisio fuerte o la brisa fría del norte, llegando a besar el suelo para levantarse de nuevo. Mientras logren danzar, no hay quien pueda con ellos, con su aguante salvaje. Por la noche, a mi espalda, a través de la puerta abierta del recibidor, llega la música que pongo en Youtube para culminar el día refrescado por una bella melodía. En ocasiones, los balancos se mueven al ritmo pausado y amable del piano de Bill Evans o del saxo envolvente de Paul Desmond, y cuando se aproxima el verano, se balancean arrullados por la voz de Astrud Gilberto, de Gal Costa o de Roberta Sá. Pongo Two lonely people de Bill Evans, que ha resistido todo el confinamiento, la pandemia y el volcán, y los balancos, tan musicales, se ponen contentos como si fuera un soplo de cariño en los oídos. Cuando por un milagro no hay brisa alguna y se quedan inmóviles, los veo como un cuadro, pienso en el tiempo detenido y a la vez edificante que ofrece la pintura al óleo. La dilatación que permite el lento secado del pigmento, es la que necesitan las imágenes para estabilizarse en belleza, que no es sino otra forma de balancearse en esa cuerda amarrada al árbol del cielo que es el tiempo. Con su cintura estrecha y su meneo, hacen olvidar ese pájaro de grandes alas que viene todas las tardes a traer la oscuridad. Sin molestar a las otras hierbas, acariciando, sin hacer ruido se balancean las olvidadas gramíneas y así respiran y el aire que exhalan llega hasta uno. Y ahora lo soplo hasta ustedes como una forma de descansar de las cosas graves, incluso terribles, de las que hemos tenido que hablar, que escribir. Al fondo, las luces lejanas de Los Sauces, Los Lomitos de Arriba, nubes oscuras y azuladas como el cuello de los lagartos más allá de la montaña de Las Cabezadas en Barlovento; abajo, el puente de Los Tilos sobre el mar, una línea de puntos suspensivos que podría recortar con tijeras y pegar en una cartulina con goma arábiga. Sobre todo ese escenario, en primer plano y encima del foso de la orquesta, los balancos que nadie sembró meciéndose con gracia delicada “en estos tiempos de miseria”, que diría Hölderlin. Antes, con los balancos cazaba lagartos y ahora, hipnotizado, admiro su danza interminable y cazo versos silvestres. Kant observaba la torre de Löbenicht todas las tardes y yo, modestamente, contemplo la danza de los balancos todas las noches.

Hace días que quería referirme a ellos. Mientras escribo, he abierto la puerta que está a mis espaldas; la gata pintada y yo hemos girado la cabeza y hemos mirado. Las helechas, las margaritas, el portal, la columna, los ángulos del patio en silueta, y al otro lado del camino, las espigas doradas en un teatro oscuro bajo la farola. Ellas son la luz al otro lado de la caverna digital. Y la luz nunca está quieta, como nuestra imaginación, como la avena loca. Se mueven los balancos porque se mueven los cuellos porque se mueven los pendientes porque se mueve la luz. En realidad, sólo se mueve la mirada, que necesita recrearse, sobre todo, cuando no se alcanza el oscuro objeto de los deseos. Siempre es reconfortante contemplar cómo esta hierba salvaje se cimbrea en la noche, en un mundo enfriado tan de golpe y tras el rigor, a estas alturas de la vida, de haber aprendido a restar y mientras nuestra imaginación, una vez más lucha, casi sin saberlo, contra la melancolía del tiempo. Una simple hierbita loca, llamada también avena fatua por extravagante e insensata, de hojas lanceoladas y espiguillas colgantes como perlas líquidas, sostenidas por pedicelos que guardan dos o tres flores diminutas y cubiertas por glumas. Pura poética para proyectar algún tipo de resonancia en este tiempo de vértigo acelerado. Todo este aire flotante, ligero y veraniego, es sostenido por una raíz fibrosa y densamente ramificada. No es fácil de arrancar, por eso se encuentra tanto en los terrenos baldíos como en los cultivados, danza en las riberas del camino, en el llano y en la ladera, entre las tuneras y hasta cerca del callao al compás de las olas. Cuando los balancos dejen de moverse, es que el mundo entero se ha parado. No hay peor lugar que aquel donde no crece la hierba. Lo que es una forma de definir el infierno.

Todo ha cambiado. Siempre es así. Pero hay que certificarlo porque nuestro semblante es un espejo de ello. En estos tiempos, sucede que nosotros vamos por un lado y la hierba va por otro; se opina que si no hay hierba que ocupe los espacios vacíos, los lugares parecen más civilizados. Las ciudades se inventaron, entre otras cosas, para huir de la hierba, pues ya desde entonces, el ser humano estaba aburrido de tener que arrancarla. Para que la campiña francesa sea tan bella como se puede ver en el Tour, se necesita mucho herbicida silenciado. Luego, en los ríos hay peces invisibles y brillan como flores licuadas bajo los puentes del Sena. La burguesía cambió, como a todo, el nombre a la hierba, y la llamó: césped; una de las formas del tedio que acaba quemando la barbacoa. Hoy se puede comprar césped artificial por metros, bien enrollado como una alfombra persa. Henry Miller, al que siempre cito en este delicado asunto, decía que la hierba siempre tiene la razón”. Por lo tanto, nosotros que huimos de ella, tenemos que estar equivocados. Si los lugares que habitamos dejan de estarlo, sobre el cemento y la grava, sobre los tejados y las carreteras, con el paso del tiempo, con el viento, con las capas de polvo y de calima, con las lluvias, restos de hojas y otros cuerpos, se creará sobre la ruina una nueva tierra fértil. Y sobre ella, una vez más y antes que nada, crecerá la hierba que siempre desborda. El que nosotros vayamos en sentido contrario demuestra nuestra inocencia, pues la hierba siempre vendrá a dar donde nos encontremos, más tarde o más temprano. En ciertos lugares de la isla de La Palma no se sabe qué hacer con la invasión africana del rabo de gato.

Maurice Maeterlinck (1862-1949) en La inteligencia de las flores escribe: “Si se encuentran plantas y flores torpes o desagradables, no las hay que se hallen enteramente desprovistas de sabiduría y de ingeniosidad. Todas se aplican al cumplimiento de su obra; todas tienen la magnífica ambición de invadir y conquistar la superficie del globo multiplicando en él hasta el infinito la forma de existencia que representan. Para llegar a este fin, tienen que vencer, a causa de la ley que las encadena al suelo, dificultades mucho mayores que las que se oponen a la multiplicación de los animales”. Quien tenga huertos de cultivo conoce tanto las llamadas malas hierbas como conoce la semillas que siembra y el fruto que cosecha. Hay que saber convivir con las plantas y aprender de ellas, incluidas las silvestres. He comprobado cómo la cuña de la raíz del hinojo, acaba derribando la piedra madre de la esquina de un pajero que había perdido el techo de tejas. En los límites este y sur de las huertas de casa en Las Lomadas, la mayor parte terrenos silvestres, mantengo una guerra contra  la “campanera”, una enredadera que tiene una flor morada en forma de campana. Es una Hidra de Lerna, infatigable y obsesiva. Con sus nueve cabezas, que se reproducen nada más ser cortadas, se come todo a su paso. Solamente se detiene ante la alta escuadra de la hierba cañera. Con su aliento oscuro apaga los árboles y con su manto asfixiante cubre los huertos. Lucho contra ella a base de desbrozadora, varias veces al año; como César contra los galos, al pie, manteniendo una trinchera vigilada. Hace cincuenta años, Juana, una vecina a la que le subía el pan de la venta todos los días cuando era pequeño, sembró una ramita cerca de la pileta donde lavaba la ropa. La campanera se fue extendiendo con sus brazos de pulpo, finos y larguísimos se iban clavando por las paredes y escarbando en los huertos a medida que estos se abandonaban. Ocupó el barranquito donde escurre el agua, se subió a la copa de los árboles por un lado, bajó por el otro y avanzó sembrando más batatas que a su vez generaron más lianas interminables. Si percibe la existencia de agua o de riego habitual, insiste una y otra vez. Una de las últimas características que se han descubierto de las plantas, es que parece que escuchan, son capaces de oír los sonidos, como por ejemplo el del agua. Es decir, no utilizan un órgano específico para ello, sino que tienen unos sensores a nivel celular. La campanera se afila las uñas y sé que busca el agua del estanque que poseo y las tierras que riego. A veces me siento como Hércules luchando contra las cabezas de la Hidra. Mis huertas son una isla cultivada, pero hay invasiones bárbaras y algunos ratones. Antes, entre todos los agricultores, las plagas se mantenían a raya al estar el espacio por entero cultivado y los caminos limpios, así como las regueras y los barranquitos. Corría el agua de Marcos y Cordero y después de la galería de Garcés y las mujeres, al sol de julio y con pamela, arrancaban la hierba en las huertas de rama de boniato. Mucho sudor y mucho sacrificio, pero todo era tan hermoso de contemplar como el jardín de Ferney que tanto procuró Voltaire. “Existe un placer preferible a todos: el de ver reverdecer las vastas praderas y ver crecer bellas cosechas”. “No soy más que un simple campesino”, decía el genio francés a los visitantes de la tierra franca del valle de Gex; una tierra que él había convertido en un vergel ayudando a sus pobres habitantes. Pero ahora somos muy pocos, el cernícalo desde arriba y unos cuantos que plantan papas, otros que enfilan la vejez y escasos jóvenes que siembran aguacateros, a ras de tierra. Cuando yo me vaya para el otro barrio, la frontera será avasallada y la enredadera escalará hasta la casa desde donde escribo.

En octubre pasado cavaba los primeros boniatos en la huerta de la brevera. Manolo, mi vecino más veterano y a quien yo aprecio mucho, desde la puerta de su casa, me preguntó a viva voz cómo estaba la cosecha; yo le dije que bajara y que trajera una bolsa. Estuvimos un rato hablando de varias clases de rama, de si era un año bueno, no como el anterior que había sido malo. Con la muleta me señaló una elevación en un surco que adivinaba unos boniatos grandes. Hablamos del volcán y de la incertidumbre de su duración, de sus consecuencias tan graves. Recogí los boniatos en el samuro y le puse cuatro, de dos variedades, en la bolsa. Al dirigirnos hacia el camino y a casa me dijo:

“Mira los escalones que hizo Saturnino, con el filo redondeado y del tamaño adecuado para que pase bien el motor de cavar. Lo que eran las medianías y lo que son. Ya no quedan como tu padre. Cuando tú te vayas de aquí, las zarzas y la campanera se harán con todo”.

El abandono de las medianías tiene también sus coladas. El despoblamiento y la emigración a las ciudades dejan sus señales marcadas. Todo lo queda atrás es una retaguardia herida. Caminos intransitables, casas en ruinas, perales secos, paredes de piedra caídas, huertas con riego por aspersión comidos por los brezos y las fayas, pajeros desvencijados. En el centro de la habitación de las casitas terreras donde algunos abuelos se amaron, ahora crecen nispereros cuya fruta nadie recoge. El monte y las zarzas que vienen bajando nos empujan a la costa, al mar, como si fuéramos piedras rodantes que después de tantos tumbos acaban en el callao. En el jardín que está cerca de la habitación donde duermo, entre las begonias nació un laurel y un viñátigo, la avanzadilla de la laurisilva. Del monte vinieron solos, con el viento o los pájaros. Si no los hubiera arrancado, arrimados, empujando, en pocos años alcanzarían más altura que la casa de dos plantas. Vivo en una frontera, comparto con las gatas el rancho del soldado de a pie. Al terminar las estaciones, me curo las quemaduras con vinagre. Y con vinagre y aceite o con mojo verde y colorado, almuerzo y ceno las hortalizas y verduras que siembro. Las papas y los boniatos en la lonja y en la mesa de casi todos los días. Lo ideal sería comprar sólo café, aceite, tabaco, queso, vino y pescado salado. Y una tableta de turrón del duro y otra del blando cuando llega Navidad. Y nada más. La austeridad que se impone. Cuando miro, en el paisaje quedan restos de la muralla defensiva, una viña sin podar, una puerta de tea inclinada y vencida de olvido o un sendero impenetrable como señal borrada de otros tiempos. Casi todos han ido cayendo como las puertas que ya no guardan nada. Todos han partido lejos y con los barquitos de papel y su precaria poética nos quedamos nosotros.

¿Qué será de todo esto? Cualquier día voy a soñar que la campanera, espabilada más de la cuenta, se extiende rápidamente por todas las medianías y cruza la carretera y se encarama a las plataneras y entusiasmada llega hasta el mar. Y continúa en la conquista de las islas y después de los continentes y al final cubre, apoyándose en los barcos, también los océanos. El mundo entero se convierte una inmensa bola de campanera, con sus flores moradas brillando en el espacio sideral. Sería más bien una pesadilla. La pandemia, el volcán y la campanera han aportado paranoia a nuestra imaginación; menos mal que todavía no al sueño. Resiste el inconsciente entre las zarzas líquidas, un iceberg sumergido del que sobresale sólo una novena parte, lo que creemos ocultar a los desconocidos y no sabemos muy bien desvelar a los semejantes ni a nosotros mismos si no fuera el arte y la poesía. Nadan las sirenas a lo lejos, alrededor de las algas, en las hierbas del océano. El mar está tan helado que parece que las musas regresan del frío como las espías, vienen ateridas. Pronto pasan a resguardo, un aire mueve el mantel y las cortinas que no tienen las ventanas, se abre la hoja de un armario. Hace tiempo que no escribo de la lluvia y de las verdades que siempre viene a confirmar. El volcán ha añadido angustia a nuestro trastorno acumulado. Las musas dejaron abierta la puerta del camino. Al fondo, en el huerto silvestre, los balancos se mecen en la oscuridad de la noche.

El embrujo de las hierbas silvestres me llevó a la biblioteca hasta dar con estas palabras que ahora les entrego del poeta y dramaturgo francés antes citado, donde habla de las plantas y parece que habla de nosotros mismos:

“El órgano esencial, el órgano nutricio de la planta, su raíz, la sujeta indisolublemente al suelo. Si es difícil descubrir, entre las grandes leyes que nos agobian, la que más pesa sobre nuestros hombros, respecto a la planta no hay duda: es la que la condena a la inmovilidad desde que nace hasta que muere. Así es que sabe mejor que nosotros, que dispersamos nuestros esfuerzos, contra qué rebelarse ante todo. Y la energía de su idea fija, que sube de las tinieblas de sus raíces para organizarse y manifestarse en la luz de su flor, es un espectáculo incomparable. Tiende toda entera a un mismo fin: escapar por arriba a la fatalidad de abajo; eludir, quebrantar la pesada y sombría ley. Libertarse, romper la estrecha esfera, inventar o innovar alas, evadirse lo más lejos posible, vencer el espacio en que el destino la encierra, acercarse a otro reino, penetrar en un mundo moviente y animado”.

ÓSCAR LORENZO

San Andrés y Sauces

Isla de La Palma

20-02-2022