Espacio de opinión de La Palma Ahora
Calle Sacerdote Juan Pérez Álvarez
Con mucho gusto y responsabilidad accedo a la petición que me ha hecho la Real Sociedad Cosmológica de escribir sobre la calle donde vivo, en el entorno donde me crié y jugué de pequeño, donde jugaron mis hijos y donde ahora también lo hace mi nieta. En estos momentos dos somos los vecinos más antiguos de la misma: Sani García, hija de Felipe, el del Club, y yo.
El entorno
Hasta 1996 la calle se denominaba San Francisco y se extendía desde la calle Baltasar Martín hasta el Barco de la Virgen, ocupando una superficie de 674 metros cuadrados. A partir de esa fecha se denomina sacerdote Juan D. Pérez Álvarez y comprende desde la calle Baltasar Martín hasta el comienzo de la calle A. Rodríguez López, antigua calle de El Tanque. Transcurre en paralelo a la calle Real desde las Cuatro Esquinas hasta La Alameda y es completamente peatonal.
Mis primeros recuerdos de ella evocan una calle con pavimento de piedras de callao asentadas sobre tierra por donde buscaba salir a la luz la hierba fresca. Sólo había una acera situada en el lado de poniente de la misma. El perfil de la calle era hacia el centro por donde discurría el agua de la lluvia que, rápida y espumosa, descendía en cascada por los escalones procedente de la plaza. Ambas cosas –perfil y empedrado- quedaron ocultas por el asfaltado de la calle que se colocó a mediados de los setenta, para volverse a recuperar la pavimentación con piedras de callao en la reforma efectuada a finales de los ochenta del pasado siglo XX.
El primer tramo de la calle hasta alcanzar el nivel de la plaza transcurre en pendiente y a partir de aquí se desarrolla en llano hasta la casa parroquial para desde este punto volver a descender hasta alcanzar el nivel de la calle de El Tanque. Todas las fachadas situadas en el lado de levante de la misma se correspondían, y en muchos casos aún se corresponden, con la parte trasera de las viviendas que, comunicadas interiormente, tenían su entrada principal por la calle Real. Y salvo las tres edificaciones de nueva construcción, el resto conserva con ligeras modificaciones las mismas fachadas que tenían en su origen. La alineación de la calle sigue manteniendo el trazado original pese al plano de alineamiento y ensanche realizado para esta zona por el maestro de obras Felipe de Paz Pérez, en el siglo XIX, que no se llegó a ejecutar.
En este primer tramo se sitúa mi casa. En tiempos de mis abuelos estaba comunicada interiormente con la calle Anselmo Pérez de Brito, constituyendo una sola vivienda y también disponía de un patio central. Hoy está dividida. La fachada hacia esta calle conserva un estilo de arquitectura tradicional, mientras que su fachada hacia la calle Real fue modificada en 1923 en estilo ecléctico según proyecto del arquitecto Pelayo López y Martín Romero.
En el lado de poniente de la calle se levanta el edificio que ocupa toda la manzana, compuesto por cuatro viviendas y locales. Uno de ellos lo ocupó la empresa Construcciones y Obras SA. Y en el otro se instaló la Casa de Socorro, para prestar los primeros auxilios, local que más tarde sería arrendado por mi padre para instalar en él su almacén.
La casa señalada con el número 2 de orden actual pertenecía al matrimonio formado por el abogado Manuel Jaubert y su esposa Rosario Gómez. Era de dos plantas y tenía su entrada principal por esta calle a través de una sencilla puerta, si bien la fachada principal hacia la calle Real había experimentado una remodelación en su planta baja realizada por el maestro de obras Sebastián Arozena y aprobada por la Junta de Ornato el 11 de agosto de 1894 siguiendo líneas neoclásicas. Recuerdo de esta casa su espléndido patio cuadrangular con galería perimetral en la planta alta, balaustres torneados y pies derechos labrados en madera de tea pintada en color verde claro. A él se abrían diversas dependencias de la vivienda. En el lado opuesto a la entrada se disponía la sala en la que el piano era una pieza fundamental e inseparable de la propietaria. Desde abajo, del patio, ascendía una abundante vegetación de plantas y flores que alcanzaba la altura de la citada galería. Era un auténtico patio canario, sin lugar a dudas, uno de los más bonitos de esta zona. A principios de los años setenta fue demolida y en su lugar se levantó el edificio que contemplamos en la actualidad. Ha sido el responsable de que desde la azotea de mi casa no haya podido volver a ver las imágenes de la torre de El Salvador y el puerto. Nuevos y buenos vecinos se instalaron en este edificio donde aún permanecen.
La plaza era el lugar de esparcimiento y juego por excelencia de los chicos y chicas. Prácticamente igual a como la contemplamos en la actualidad, salvo que su pavimento era asfaltado y se elevaba sobre el nivel de la calle empedrada. La arboleda era distinta a la que vemos hoy. Al comenzar la tarde, terminadas las clases en la escuela parroquial de san Francisco instalada en un local anexo al templo, y después de merendar, la plaza era el punto de encuentro para la realización de diversos juegos infantiles: piola, boliche, trompo, aro, planto, pillada, manos arriba, ahí voy… y por supuesto, el fútbol. De este entorno salieron varios jugadores para los primeros equipos de la ciudad. Al principio apenas circulaban coches, pero con el tiempo fue en aumento hasta el punto de que incluso su aparcamiento en la plaza impedía la realización de cualquier tipo de juegos o actividades.
Aunque no había delincuencia, estábamos bien protegidos. La Policía Nacional se encontraba en su ubicación actual y también la casa cuartel de la Guardia Civil al final del tramo de la calle haciendo esquina con A. Rodríguez López. Justo enfrente, al otro lado de la calle, se encontraba la dulcería La Campana, fundada por Manuel Ibáñez, natural del Puerto de Santa María (Cádiz), maestro de reposteros locales y en la que adquiríamos, además de dulces y ‘agua milagrosa’, polos y vaticanos. Terminaba esta calle en el cine Parque de Recreo, ante cuya fachada y en plena calle se instalaba un puesto itinerante de golosinas.
La persona
El sonido de las campanas del templo de San Francisco sobrepasaba naturalmente el ámbito de la calle y plaza para hacerse audible en una amplia zona de la población. Se hacían repicar pocas veces a lo largo del día. Antes de las misas. Jamás he oído un repique de campanas tan perfecto, singular y limpio como el sonido que arrancaba de ellas el sacristán ‘Pedrito’. Desde 1970 dejaron de repicar a consecuencia del derrumbe de las armaduras tras la espadaña. Desde el día 26 de marzo de 2016 se hacen sonar por medio de dispositivos electrónicos. A finales de los cincuenta el toque continuado y largo de la campana pequeña –esquila- de la espadaña los domingos a las 15:00 horas anunciaba el comienzo de la catequesis, momento en que la plaza se llenaba de chicos. Un sacerdote alto y delgado con amplia y larga sotana negra, esperaba en el atrio.
Era don Juan Pérez Álvarez (Breña Alta, 1931-Santa Cruz de La Palma, 1996) –nunca pude tutearlo a pesar de su insistencia como compañero de Instituto- quien el 26 de mayo de 1956 había sido ordenado sacerdote por el obispo canario Domingo Pérez Cáceres, actuando como madrina su hermana Rosario. Se cumplen ahora 60 años de su ordenación. Su hermano mayor, Miguel, ya era sacerdote desde diciembre de 1950.
Realmente, pocas son las veces en las que se tiene la ocasión de haber conocido y tratado a la persona que da nombre a la calle donde vives. Mis primeros recuerdos de don Juan se remontan a mi infancia. Serio y amable, lo veía subir y bajar por esta calle con paso largo y caminar rápido. Desde la ventana de mi casa me llamaba la atención observar en su cabeza la coronilla circular rapada –solideo- con que se distinguía a los sacerdotes. Excepto mi bautismo –aún no estaba creada la parroquia- toda mi vida parroquial ha transcurrido en la iglesia de san Francisco, orientada fundamentalmente por don Juan como párroco. Recuerdo cómo se preocupaba de modo especial por algunos de mis amigos que habían perdido a su padre en edad temprana. Su casa era para los chicos una prolongación de la plaza debido a que siempre mantuvo las puertas abiertas y por la gran cantidad de juegos de que disponía, sobre todo lecturas de ‘Vidas ejemplares’.
En don Juan conocí dos etapas bien distintas. Una primera marcada por una elevada rectitud propia del momento, y otra segunda, muy distinta a la anterior, más abierta y tolerante, experimentada a raíz del concilio Vaticano II, y en la que a partir de 1975 comenzó a mostrar su admiración por la Compañía de Jesús, lo que, sin lugar a dudas, le enriqueció. Me llamaba la atención en él su psicología, metodicidad, disponibilidad para servir a los demás y sus homilías, de modo especial, la de Jueves Santo. En el trato se hacía sentir muy cercano.
Se mostró siempre, con sus virtudes y sus defectos, como un hombre comprometido con su profesión. Vocacional y buscador de vocaciones, que aprovechaba cualquier espacio para ello, bien fuera el propio templo, a través de su docencia en el Instituto o incluso hasta la oportunidad que se le presentaba tras la instalación en la isla de la emisora de radio ‘La Voz de la isla de La Palma’, para llevar a todos los hogares la retransmisión de la misa dominical y el rezo diario y vespertino del Rosario. Así logró despertar en muchos jóvenes –tal vez su principal línea de trabajo-, incluso en tiempos difíciles, la vocación sacerdotal, llegando a ordenarse la inmensa mayoría de ellos, bien como sacerdotes diocesanos o bien como jesuitas.
Se contabiliza actualmente siete jesuitas en activo que fueron orientados inicialmente por don Juan. Uno de ellos Francisco José Ruiz Pérez, actual Provincial de los jesuitas de España desde 2010, se refiere a él diciendo: “Era un sacerdote entregado, que hacía una lectura del Evangelio del que extraía la necesidad de elegir y optar, con un don natural para acompañar ese momento de los jóvenes en que todo sueño de servicio hay que recogerlo y tasarlo ante Dios. El Evangelio era realmente su santo y seña. Fue un autodidacta. Sus consejos de lecturas que podían ayudar eran constantes. Su cariño a la Compañía se explica por el perfil del jesuita que él admiraba: misionero, preparado, obediente, parco…Y supo ver con anticipación la urgencia de la promoción vocacional”.
Del mismo modo despertó don Juan su vocación en 30 sacerdotes diocesanos, 25 de los cuales eran hijos de su parroquia, y los otros 5 lo eligieron como formador. Uno de ellos, José Francisco Concepción Checa, valora de don Juan “su capacidad para vivir con pasión lo que era. Eso lo hizo incluso en medio de una grave enfermedad. Pudo equivocarse, pero creo que hay que reconocerle que siempre creyó y vivió intensamente cada momento de su vida. Eso es lo que yo más admiré siempre en él”.
San Francisco fue su parroquia durante cuarenta años. Tras su fallecimiento, sus feligreses dijeron de él que “cautivaba su estilo de vida extremadamente austero, su infatigable disponibilidad para ayudar y ser útil a todos, principalmente a los desvalidos, su especial preocupación por la juventud, sus homilías ricas en contenido y normas de vida (…)”. En palabras de su hermana Rosario, sus dos hermanos sacerdotes “nunca buscaron honores, eran personas sencillas, vivían en austeridad y buscaban sólo dar gloria a Dios y hacer el mayor bien a los hermanos, especialmente a los más necesitados”.
A solicitud popular, la Corporación municipal de Santa Cruz de La Palma, aprobó en sesión plenaria celebrada el 10 de junio de 1996 el cambio de denominación a un tramo de la calle san Francisco por el de sacerdote Juan D. Pérez Álvarez según expediente “en el que constan 4.000 firmas que avalan tal petición. Visto que para la ciudadanía en general, católicos o no, fue notoria y reconocida su ejemplar labor sacerdotal, formativa y de ayuda a los demás en todos los órdenes, haciéndose acreedor del cariño y respeto de cuantos le conocieron, el Pleno por unanimidad acordó designar el tramo de calle (…) con el nombre de Sacerdote Juan Don Pérez Álvarez, como público reconocimiento y gratitud”.
Facundo Daranas Ventura