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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera
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Espacio de opinión de La Palma Ahora

Y colorín colorado

Miguel Jiménez Amaro

Fellini, después de apurar la última copa de Cava Integral de Llopart con Gunther y Miguel en El Quitapenas bajó por última vez los dos escalones que dan para la calle Real. Le ocurrió lo mismo que al subirlos, unos horas antes, tropezó con el mismo niño que ahora venía de regreso del Club Náutico. Constantine, Gunther y Miguel, que estaban pendientes de Fellini, sonrieron al recordar las palabras que había dicho Constantine cuando el mismo tropiezo anterior con aquel niño al subir los escalones: “Este niño, de mayor, será el próximo Sanedrín de Gunther y Miguel” . Constantine les comentó que no hacía falta más aval sobre su profecía.

Constantine, Gunther y Miguel se quedaron esperando a Manolo, El Chivato Tántrico, Ninnette, Lissette, Maguisa, La Mistola, La Hermana de La Rubia Estanquera y Mikel Norel. Fellini partía a hacer la maleta al Patria, donde nada más entrar al zaguán, le dio un fuerte olor a orín, y le volvieron a escocer los arañazos que aún tenía en la cara, como le escocieron unas horas antes cuando se tendió en el lecho del mar en La Playa del Muelle. No había en el suelo del zaguán ninguna meada de Sobaco Ilustrado, el olor provenía de la recepción, en donde estaba El Inductor, con su cara tan rayada como la de Fellini, bueno, una sola raya menos, con prisas, cierto nerviosismo y arreglando la cuenta.

Fellini le comentó que saldría a Tenerife en el último vuelo, para de madrugada enlazar con Roma. Lo invitó a comer, pero desistió, argumentado que su cometido en la Isla había terminado, y que tenía que salir con las patas al culo no sea que lo trincasen. Fellini se quedó pensativo recordando las palabras que había dicho Constantine hacía unos momentos en la barra del Quitapenas haciendo referencia al crimen de Helena. Se miraron a la cara, se abrazaron por el lado del corazón, y El Inductor no quiso despedirse de la ciudad sin preguntarle a Fellini que cómo Constantine pudo saber los arañazos que Sobaco Ilustrado le había hecho en la cara a cada uno, aquella noche en el zaguán del Patria. Fellini le respondió que tenía un don especial, y que tenía seguridad plena en su éxito como actor de cine y teatro en Roma.

Una vez acabada de hacer la maleta bajó al patio interior en donde ya habían llegado Los Cofrades. Solo faltaban por llegar Luis, Plácido, Pompeyo, Shirley Maclaine, Jack Lemmon y Billy Wilder. Se descorchó Integral y se sirvieron bandejas de camarón mientras los esperaban. Llegaron todos ellos al mismo tiempo. Se descorchó más Integral y se trajeron más bandejas de camarón. Fellini quería despedirse de la Isla y sus amigos con una comida enteramente marinera. Después de los camarones les sirvieron lapas y burgados, chayotas rellenas de albacora, y para terminar un escaldón de abadejo. Manolo había traído de postre gato moka. Horacio Película, que se había acercado a llevar un recado se dijo para sí mismo:“¡Mira que esta gente come! ¡Menudos tragaldabas!” Unos siguieron con Integral, y otros con Licor de Cacao Pico. Ese fue el momento que Luis Cobiella eligió para leer unos poemas que le había compuesto a Fellini. Al terminar de recitarlos, el recepcionista preguntó por Plácido, que lo llamaban al teléfono. Plácido regresó de recepción comentando que había habido un crimen en la carretera de La Cuesta esa mañana temprano, y que Viene un Inspector (Utilizando el título de la obra de teatro que lleva preparando con Luis y Pompeyo) a hablar con ellos.

Fellini dijo que tenía que marcharse y que dentro de un momento aparecerá Nelson Niño Bueno a recoger su equipaje. Él subirá al Aeropuerto caminando, como lo hizo al llegar. Se despidió de todos por el lado del corazón, les ofreció su casa en Roma, y a Maguisa, Mikell Norell y Constantine les dijo que desde que supiese a partir de qué fecha los podía atender se los diría, y que en un principio se podían quedar en su casa, que así lo quería Giulietta Massina. Niño Bueno tocó la pita y entró a coger a maleta. Fellini salió por el mismo zaguán que tanto recordó durante el resto de su vida y que tanta inspiración le dio. Se cruzó con El Inspector, que lo reconoció, era seguidor de sus películas. Hablaron muy poco, Fellini le dijo que subía al Aeropuerto, que salía en el último vuelo.

Dobló calle Real hacia arriba, subió los primeros escalones de la Plaza, se detuvo debajo de Señor Díaz, le rezó un Padre Nuestro. El Chupasangre permanecía arrestado, así que no hubo gomazos esta vez. Siguió subiendo el resto de los escalones de la Plaza hasta llegar a los bajos de La Cosmológica, torció por el Circo de Marte, ya no proyectaban su Cabiria, tenían anunciada El Ladrón de Bicicletas de Vittorio de Sicca. Mario Baudet, que estaba en la puerta, tuvo unas pocas palabras con él. Subió por Vicente Ferraz, donde había conocido a Maguisa después de haber pasado revista a todo un ejército la tarde noche de su llegada, en la que bajó caminando desde el Aeropuerto; la misma tarde noche en la que tres adolescentes le pidieron a Maguisa que hiciera lo mismo con ellos tres, pasarles revista, a lo que ella se negó argumentando que ellos todavía la tenían pequeña; pero no contaba Maguisa con lo avieso que era uno de aquellos tres adolescentes, que le respondió: “No importa Maguisa, lo haces con la de los tres juntas y al mismo tiempo”.

Llegó a la Cajita Blanca e inició el Camino de La Cuesta. Un poco antes de llegar a La Estrella, a su mano derecha, vio cómo un chalet estaba lleno de coches policías, olía fuertemente a orín y sacaban un cadáver de dentro, el de Helena. En La Estrella, al pasar por en frente de Casa de Raúl, pensó en si tomar una botella de Mibal Roble, pero una corazonada le dijo de tomarla en Casa de Esteban, de donde se llevó la mayor impresión de este viaje suyo.

En las cercanías de Esteban, empezó a sintonizar una canción que a Fellini le recordó una de las películas de Cantinflas. El estribillo de esta canción repetía: “Tira de la verga, tira de la verga, de la verga voy tirando, al son de la mandolina, adiós que me voy Fermina, noche de cabaret”. Fellini aceleró sus pasos atraído por esta melodía, al igual que el valeroso Ulises por el canto de las sirenas de regreso a Ítaca.

Entró en aquel lugar lúgubre, con olor a vino podrido, arenques y tamboras de sardinas saladas, chorizos de barra y salchichones colgados, quesos, ristras de chorizos del país, pan bizcochado, ajos, pescado salado, víveres en general, pastillas de jabón azul y lagarto, añil, balanza, báscula, pesos, garrafones de vino, venenos, alpargatas, zapatos, banquetas, mesas, todo ello en muy poco espacio. Y divisó entre aquella oscuridad a la persona de la que provenía esta canción.

Un chaval fornido, que llenaba todo aquel cuchitril de luz, con aspecto de noble, recién licenciado de la mili, en los paracas, que llevaba el tatuaje de un paracaídas en uno de sus brazos, melena negra ondulada, bigotazo ancho, paleta negra a consecuencia de un golpe, camisa de cocodrilo roja, pantalón Lee azul marino y mocasín de charol negro con calcetines blancos.

El noble chaval, cuando vio a Fellini entrar, lo invitó a una botella de Mibal Roble, le puso el brazo por encima y le cantó la canción entera. Fellini, unas pocas horas antes de tomar el avión, había descubierto al personaje más sorprendente de la Isla, como escribió en sus memorias, el personaje mas asombroso del planeta, Alberto, Giorgio.

Fellini y Alberto se bebieron tres botellas de Mibal Roble. Giorgio le contó todos sus chistes. Fellini todas sus películas. Y luego Alberto le replicó con la película de su vida. Se sinceraron hasta el punto de que Fellini pudo haber perdido el avión si no fuese porque Nelson Niño Bueno, que estaba atento, lo vino a buscar cuando iban a cerrar el vuelo.

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