Espacio de opinión de La Palma Ahora
Cultura e incertidumbre
La inseguridad es uno de los signos de los tiempos que nos ha tocado vivir. La certeza en determinados asuntos ha pasado a la historia. Y, como ocurría con nuestros antepasados, el temor vuelve a apoderarse de nosotros. Desde la oscuridad de sus cuevas ellos esperaban sobresaltados la llegada del amanecer. No es de extrañar que en estos momentos nos ocurra algo parecido. No son buenos tiempos para la luz. Da la impresión de que todo lo que parece inteligente puede ser abolido en cualquier momento. Tenemos la sensación de que se nos derrumban demasiadas cosas y, entre ellas, lo que ha sido durante siglos uno de nuestros referentes: la cultura, ese gran edificio construido a base de conocimientos, creatividad y emociones.
LA CULTURA, con mayúsculas, ha sido la base de cambios, avances y prosperidad para el cuerpo y el espíritu humano. Con ella se han producido avances, cambios y transformaciones; y, gracias a ella, se han resuelto enigmas y entendido muchas de las causas y objetivos del hombre sobre la tierra. Ella ha marcado nuestros destinos y ha conformado nuestra manera de vivir y de ser sobre este planeta. Ella nos ha dado respuestas y nos ha creado interrogantes que hemos tenido que descifrar a fuerza de voluntad y talento.
Cualquier nuevo paso en la cadena evolutiva del ser humano, es una nueva muestra de lo que llamamos cultura. El más mínimo gesto que el hombre ha realizado y que indica el desarrollo de su inteligencia, es un acto cultural. Todo es cultura. Desde las formas de vida hasta las formas de adecuarse al medio en que vive, son muestras de esa inteligencia y de cómo el hombre la ha utilizado para sobrevivir. La caza, la agricultura, la arquitectura, la música, el arte, las creencias… todo lo ideado por el ser humano es una prueba de su evolución cultural. Negarlo, es negar lo que nos define como especie para lo bueno y para lo malo. Impedir su avance, es ponerle candados a su inteligencia.
Últimamente oigo decir con demasiada frecuencia que corren malos tiempos para la cultura. Es cierto. Pero es importante saber que nunca fueron buenos. Deseada por los poderosos, utilizada como una ramera de la que se aprovechan a su antojo, es rechazada por los mismos que la desearan no hace mucho. El poder la reclama para sí porque la necesita, pero cuando ella se le enfrenta, se rebela o se muestra esquiva con los intereses de quienes la contratan, es rechazada o puesta en tela de juicio por parte de los mismos que no hace mucho la regalaban y complacían. Si la cultura se pliega a los deseos y conveniencias de quienes gobiernan o de una parte de la sociedad que detenta el poder, la cultura es ensalzada, coronada y llevada en hombros por plazas y ciudades. Pero cuando se vuelve díscola o crítica con aquellos que la protegen, los mismos que le hacían honores la destituyen y embargan.
Así ha sido a lo largo de la historia de la humanidad. Magos, adivinos, astrónomos, poetas y consejeros cayeron en desgracia desde el momento que dejaron de cantar las hazañas de su dueño o comenzaron a anunciar pérdidas, fracasos o errores por parte de quienes gobernaban. Papas y reyes dieron la espalda a sus voces cuando sus voces se mostraban disconformes con el criterio de quienes las contrataban. Ante la revolución de nuevos hallazgos del conocimiento, aquellos que habían sentado sus reales sobre conocimientos pasados legitimados a fuerza de sabiduría o de sangre, se volvían contra quienes proclamaban nuevas teorías, nuevas formas de explicar el mundo en que vivimos; nuevas maneras de conocer, de investigar, de crear.
Cuando la razón propone nuevos rumbos, los intereses surgidos en torno a lo dicho o predicado en el pasado, ven tambalearse el territorio y las parcelas conquistadas, y entonces cierran los ojos y dan la espalda a lo que se propone como cambio de criterio y avance del conocimiento. La cultura se estanca o desaparece. No se aceptan fácilmente las variaciones ni el progreso que esas variaciones aportan. Y, en algunos casos, esos cambios acaban siendo quemados en la hoguera o siendo paseados con capirote sentados sobre una mula para escarnio y burla de quienes los propusieron y regocijo de aquellos que siguen al pie de la letra las directrices de quienes gobiernan.
El progreso alienta el temor de los débiles. Tenemos miedo a saber, a conocer, a investigar. Miedo a la caída de nuestros convencimientos y con ella el hundimiento de nuestras viejas y bien establecidas creencias. Es como si el suelo se abriera a nuestros pies y comenzara el vértigo a quedarnos sin un lugar seguro donde asentar todo aquello que nos enseñaron como verdadero. Por eso la cultura crea miedos e incertidumbres. Esas son sus dos caras. Para unos porque la temen y para otros porque la necesitan y nunca acaban de tenerla en todo su esplendor. Para unos es una fuente de inquietudes por el poder que esta representa como impulsora de novedades, como motor de progreso incuestionable e imbatible. Para otros, una meta que parece siempre inalcanzable.
El poder necesita los conocimientos, la vitalidad cultural, el movimiento que las revoluciones culturales ofrecen y, al mismo tiempo, es consciente del terror que eso les procura. Primero la reclaman porque saben de su necesidad para revitalizar las sociedades, pero luego la eliminan cuando su existencia supone un enfrentamiento con nuevas formas de vida o de pensamiento. De Sócrates a Cicerón; de Séneca a Giordano Bruno o a Galileo y un largo etcétera de filósofos y científicos que arriesgaron sus vidas por defender el conocimiento y anunciar nuevos cambios que variaron el rumbo de la historia y proporcionaron a la humanidad grandes innovaciones económicas y sociales, hemos comprobado cómo los gobernantes se han defendido para intentar que esos cambios no llegaran a producirse y así evitar la pérdida de los valores que les permitía seguir al mando.
Es por esa razón que la cultura es considerada un arma en ocasiones más poderosa que las que esgrimen los ejércitos. Aquí podríamos citar los versos de Blas de Otero: “La poesía es un arma cargada de futuro” y llevarlos a nuestro terreno: “La cultura es un arma cargada de futuro”. Porque la cultura crea nuevas oportunidades de vida para unos y, al mismo tiempo, hace surgir el miedo y la desconfianza en los otros. Esas son sus dos caras. Para unos es una fuente de gozos; para otros es una fuente de inquietudes por el poder que ella representa como medio de transformación del mundo que nos rodea, como impulsora de cambios y como motor de progreso incuestionable.
El poder necesita los conocimientos, la energía y el empuje que las revoluciones culturales ofrecen, y, al mismo tiempo, es consciente de los males que esos cambios proporcionan. Primero la reclaman porque saben de su necesidad para revitalizar las sociedades, pero luego la eliminan cuando su existencia hace tambalear ese poder. Para todos es pura incertidumbre, bien porque la temen, bien porque la necesitan y nunca acaban de poseerla. Porque la cultura es una manera de interpretar el universo, y si eso nos lo ponen en duda, sentimos un terrible vértigo bajo nuestros pies. Saber aceptar los cambios; entender el progreso como nuevas formas de vida, como nuevas maneras de interpretar la sociedad en la que vivimos, es la clave para sentir la certeza, alejar la incertidumbre o, más bien, para poder convivir con ella teniendo el convencimiento de que ese no tener por cierto de manera dogmática lo que hemos aprendido, es un principio de creación inagotable.
La incertidumbre nos conduce a la duda y la duda a la búsqueda y al hallazgo. La cultura necesita de la incertidumbre. No para vivir en ella de manera enfermiza sino para aprovecharse de ella como algo que nos inquieta y perturba. Porque la cultura es inquietud, curiosidad y asombro. Es fuente de vida. Defenderla es defender nuestra manera de ser y de estar en este mundo. Solo la ignorancia sucumbe a la dictadura de la sinrazón. Es por eso mismo que los regímenes dictatoriales y los gobiernos opresores pretenden la ignorancia de sus súbditos. Solo el que no sabe se deja dominar y aplastar por quienes aparentan poseer los conocimientos. El que no sabe leer cree que lo que lee quien aparenta hacerlo es lo que está escrito. El que no sabe no avanza porque no puede descifrar los códigos que le indican el sendero adecuado; se paraliza ante un cruce de caminos y se angustia ante la duda de cuál es el que debe emprender. Y si alguien le lee lo que está escrito, el que nada sabe tomará el camino que le indiquen.
Eliminar la cultura es eliminar al enemigo potencial. A un pueblo con hambre se le consuela con pan y fuegos artificiales. Grandes manifestaciones de poder es lo que la ignorancia reclama: procesiones, carnavales, desfiles y cualquier ritual purificador en el que haya animales que sacrificar o héroes de alguna olimpiada que mostrar en toda su magnificencia. Estas catarsis colectivas son usadas por algunos dirigentes como ceremonias de salvación lo que conduce a las masas a confundir tales ritos con cultura y quizá lo fueran en su momento y en su origen, pero el uso colectivo de semejantes rituales ha pasado a ser más una descarga emocional que una muestra de identidad o sabiduría popular.
Julio Caro Baroja (Madrid 1914-Vera de Bidasoa, Navarra 1995), investigador de rituales, ceremonias y todo lo relacionado con actividades culturales, escribía en 1984 en El Laberinto vasco: “Si hay una identidad hay que buscarla en el amor. Ni más ni menos. Amor al país en que hemos nacido o vivido. Amar a sus montes, prados, bosques, amar a su idioma y sus costumbres, sin exclusivismos. Amor a sus grandes hombres y no solo a un grupito de ellos. Amor también a los vecinos y a «los que no son como nosotros». Lo demás, es decir, la coacción, el ordenancismo, la agresividad, el lanzar las patas por alto ni es signo de «identidad» ni es vía para construir o reconstruir un país que pasa acaso por la mayor crisis de su Historia y que está muy desintegrado desde todos los puntos de vista…”
Ese desintegrarse culturalmente lleva directamente a la desintegración social. Los pueblos que no aman su cultura, que no procuran su supervivencia o el nacimiento de nuevas formas de ser y comportarse, están borrando su propia esencia. El biólogo Edward O. Wilson en su libro, ‘The meaning of human existence’, apunta la tesis de que la tecnología es temporal, la cultura no. El biólogo, ganador por dos veces del premio Pulitzer, examina lo que hace al ser humano ser tan diferente al resto de las especies. El libro defiende que son las humanidades y no las ciencias lo que distingue al ser humano. Wilson propone la siguiente cuestión; ¿Qué pensaría un extraterrestre si en su exploración del universo llegase a la tierra? Sin ninguna duda, se quedaría prendado de un gran número de nuestras obras y expresiones, pero estas probablemente no serían la ciencia ni la tecnología, sino lo que llamamos humanidades, es decir, la cultura, el arte, el pensamiento, la lengua… “La diversidad cultural de la Tierra es nuestra gran herencia”. Recuerda Wilson. “Las humanidades siguen siendo nuestra guía en la oscuridad. Hablamos más de 7.000 lenguas y en cada esquina del mundo y a pesar del avance de la globalización existen distintos dialectos, prácticas económicas y sociales o creencias religiosas, a las que hay que añadir las que ya no existen pero se conservan en los libros de historia... La evolución cultural es diferente porque es el producto del cerebro humano”. Y añade: “Frente a la diversidad de la cultura, la tecnología y la ciencia son, por naturaleza, homogéneas y homogeneizadoras… Lo que seguirá desarrollándose y diversificándose hasta el infinito son las humanidades”.
Es cierto. El ser humano, gracias al desarrollo de la ciencia, seguirá avanzando en sus descubrimientos tecnológicos, pero solo los avances culturales podrán resolver los problemas morales, filosóficos y sociales que tales avances provoquen. “Promocionemos las humanidades, que son lo que nos hace humanos”, concluye Wilson. Y yo añado siguiendo los pasos de Wilson: Creemos cultura para que los hombres puedan resolver los problemas que la ciencia genera. Afrontemos sin miedo lo que la cultura nos aporta. Luchemos por ella y hagamos de ella nuestra mejor lanza y nuestro mejor escudo. Y avancemos juntos a pesar del miedo a saber más de lo que ya sabemos porque eso curará todas nuestras incertidumbres.
Pamplona, 6 de marzo de 2015
La inseguridad es uno de los signos de los tiempos que nos ha tocado vivir. La certeza en determinados asuntos ha pasado a la historia. Y, como ocurría con nuestros antepasados, el temor vuelve a apoderarse de nosotros. Desde la oscuridad de sus cuevas ellos esperaban sobresaltados la llegada del amanecer. No es de extrañar que en estos momentos nos ocurra algo parecido. No son buenos tiempos para la luz. Da la impresión de que todo lo que parece inteligente puede ser abolido en cualquier momento. Tenemos la sensación de que se nos derrumban demasiadas cosas y, entre ellas, lo que ha sido durante siglos uno de nuestros referentes: la cultura, ese gran edificio construido a base de conocimientos, creatividad y emociones.
LA CULTURA, con mayúsculas, ha sido la base de cambios, avances y prosperidad para el cuerpo y el espíritu humano. Con ella se han producido avances, cambios y transformaciones; y, gracias a ella, se han resuelto enigmas y entendido muchas de las causas y objetivos del hombre sobre la tierra. Ella ha marcado nuestros destinos y ha conformado nuestra manera de vivir y de ser sobre este planeta. Ella nos ha dado respuestas y nos ha creado interrogantes que hemos tenido que descifrar a fuerza de voluntad y talento.