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Espacio de opinión de La Palma Ahora

Enterrado en los ojos que un día besó (33)

Miguel Jiménez Amaro

Mikell Norell, que venía caminando con La Colegiala desde la barra del bar del Palace hasta la mesa donde Constantine contaba los treinta y tres melodiosos taconazos de aguja de aquella enigmática mujer le devolvió la cajetilla de cigarrillos Craven A que Constantine puso sobre la mesa para poder abrazar a La Colegiala. “Me voy a sentar a la mesa de Pepe Legrá, El Puma de Baracoa, que está acompañado por Las Dos Pumas Rubias, así las llaman, que me acaba de invitar a una botella de Ex Vite Cava Llopart Gran Reserva Brut. Él también quiere  que os paséis luego por su mesa para invitaros y hablar contigo. Son admiradores tuyos”. Constantine asintió con la mirada, miró a La Colegiala, La Colegiala se la mantuvo. Se abrazaron, y ocurrió lo que muchos directores de cine hacen en sus películas, se fundieron las imágenes de uno y otro, los recuerdos de uno y otro, el diálogo interno de uno y otro, por eso a estas escenas las llaman en el lenguaje cinematográfico un fundido.

“¿Qué valor tiene ganar una apuesta cuando contra quien apuestas eres tú mismo? Ninguno. ¿Qué ganas con ello? Nada, solo el  darte cuenta de tu soledad, -porque hay que tener valor para saber que estas solo-, a pesar de que tus películas  llenen las mayores salas de cine del mundo entero, y, aunque al mismo tiempo que les corran lágrimas a los espectadores  por sus mejillas, viendo tus películas,  deseando vivir o soñar  contigo, ello no quita que te encuentres más solo aún, que te sientes inmensamente solo. Me sentía solo al empezar mi carrera de cantante en el Teatro de Pololo, un teatro ambulante que habitó en un  solar que había en lo  que es hoy el Cabildo Insular, hasta que la noche que tenía que embarcar en El Muelle, camino hacia el éxito, me quedé sin voz, paralizado, en el escenario, como por un atentado perpetrado por mi inconsciente, -contra mí mismo-, que no quería aquel camino para mí, al despedirme de mi público palmero. Como me sentía también solo, descubriendo y advirtiendo, o advirtiendo y descubriendo, crímenes, secuestros, fugas, robos y cualquier tipo de delitos que iban a ocurrir; me adelantaba a ellos y más tarde sacaba los entresijos a la luz, después de despertarse mis facultades paranormales, al caerme de adolescente, en la  bicicleta, que me regaló mi ausente padre, desde La Portada a la Carretera General,  quedándome unas semanas inconsciente. Tal como también  me siento solo, en este momento de mi vida,  haciendo películas  en Roma, lejos de mi madre, que no hay quien la haga salir de La Palma. Lo único que ha cambiado en mi vida, durante la que siempre me he sentido solo, es el con quien he compartido ese sentimiento de soledad, esa soledad en compañía, porque en realidad, cuando único no me encuentro solo es cuando no estoy con alguien, cuando estoy en soledad, o ahora, que la tengo a ella en mis brazos, que estoy abrazado a La Colegiala como la abrazaba a pesar de la distancia que hubo siempre desde mis pasos a los suyos, cuando yo la esperaba en frente de su casa, en el zaguán de la Pensión Comercio, en la Calle Real, al ella salir  por la puerta de su hogar para ir a La Palmita, -abrazo de zaguán a zaguán-, durante sus dos últimos cursos, y, luego la volvía a esperar escondido entre los árboles del Centro de Salud, cuando ella salía del colegio con dirección a su casa. ¿Por qué yo, Constantine, o Antonio, como se me llamaba antes de ser cantante, detective paranormal y actor de cine, me dejé arrastrar por mi timidez enfermiza y no me dejé ver nunca durante aquel trayecto, de su casa a La Palmita y viceversa, que hacía yo detrás de ella,  cuatro veces al día? ¿O por qué no le dije, sin más, lo perdidamente enamorado que estaba de ella y así hubiese evitado, quizás,  que aquel General Gabacho la abdujese, siendo ella menor de edad aún, y luego la hiciera tan desgraciada? ¿Por qué Antonio, por qué Constantine? ¿Cuántas escenas de abrazos he sumado entre todas mis películas? ¿Cuánto de celuloide hay en nuestras vidas? ¿Estarán hechas nuestras células de fotogramas? ¿Nuestro corazón será la cruz de malta de aquellos antiguos, viejos y chiflados proyectores de cine? ¡Cuántas mujeres me han abrazado fuera de los platós, y, sin embargo, cuan solo me he encontrado en medio de ellos!  Me parece que esta vez he dado con la toma adecuada de mi abrazo. No quiero escuchar al director que diga ¡Corten!, no quiero interrumpir este abrazo, quiero seguir rodando en este mismo plató y que la escena no termine de filmarse nunca. Pienso, o al menos lo siento, que a ella le está ocurriendo lo mismo, que quiere que esta escena se siga rodando.”

“Me siento extraña, me atrevería a decir que  con un viso de felicidad en este abrazo. Me siento de regreso,  a un sitio del que entré por la puerta de atrás y del que luego fui arrojada por donde mismo. Lo nuestro fue rápido, bueno, quizás muy rápido, y duró muy poco, poquísimo. Él se hospedaba en el Mayantigo, él, y unos amigos, también franceses, que estaban deportados por el General De Gaulle. Yo, una adolescente rubia y de ojos azules, vivía en frente. La primera vez que lo vi tuve un sobresalto en mi corazón párvulo. Yo creo que él se dio cuenta, y a partir de ese momento hacía más por verme y dejarse ver, se asomaba a cada rato al balcón del hotel a fumar cigarrillos, a los que luego  me aficioné, para que yo lo viese desde la ventana de mi casa cuando tocaba el piano. Yo subía a la azotea, y desde allí nos hacíamos señas. Nuestras primeras conversaciones fueron en este lenguaje tan universal. Me empecé a cuestionar cosas que iban más allá de la educación que había tenido en casa, en la Iglesia y en La Palmita. Pensaba en él, lo soñaba, sin ninguna sombra de pecado, aunque en sueños, y me sorprendía de sentirme libre de aquel cascaron o exoesqueleto cultural  con el que me habían criado. Cuando mi madre me encargaba un mandado a la tienda de Antonio Sánchez, pasaba siempre por delante de la puerta del Mayantigo y del Bar Atlántico, a ver si me lo cruzaba. Si no ocurría así, adrede  me olvidaba de comprar algo en la tienda para que mi madre me mandase otra vez. El sabía la hora de los mandados e intentaba estar sentado en la mesa de la ventana del Atlántico para sonreírme. Uno de esos días me dijo que ese fin de semana habría una fiesta en el hotel y que quería que subiese con mis amigas. A aquella fiesta se sumaron otras más, siempre los sábados. En ellas, siempre había un policía vigilándolos. Hicimos amistad, intimamos. Un día me llevó a una mesa aparte, en donde me puso al tanto de sus planes de fuga, me declaró su amor y me pidió que lo acompañase, que la huida era cuestión de muy poco tiempo. Yo viví aquella conversación como si fuera la escena de una película y me encarné como uno de los actores. Aquella noche no pude dormir, tampoco pude rezar, porque lo que estaba decidida a hacer era algo que iba  en contra del dios que me habían enseñado. Me puse a pensar en las cosas que llevaría conmigo, pocas, las imprescindibles, me había dicho él. Logré pegar ojo a la misma hora en que abrían El Quitapenas. El poco rato que dormí soñé aún más intensa y libremente con él. Me despertó mi madre a las primeras campanadas avisando a misa de once en El Salvador, para que como todos los domingos y fiestas de guardar fuese con ellos a la iglesia. Al pisar la acera de la calle me lo encuentro en la puerta del bar, sabía mis costumbres, las de la familia. Cuando él dejó de estar al alcance de la vista de mis padres, en aquel lenguaje de señas que habíamos inventado para entendernos desde su balcón a mi azotea, me dijo que después de misa me pasara por el Atlántico. Al salir de la iglesia, mis padres me volvieron a preguntar que por qué no había ido a comulgar, lo llevaban haciendo desde que lo conocí a él. Les respondí lo de otras veces, que no aguantaba el hambre y que había comido al levantarme, pero que no se preocupasen, porque comulgaba en La Palmita casi a diario. Cuando llegamos a casa mi madre se puso a hacer de comer, mi padre se sentó en el sillón, encendió la radio y se puso a leer el periódico. Toqué el piano por última vez, cogí las cosas que había preparado durante la noche insomne. Llegue al Atlántico donde él me esperaba. Tomamos café, encendió otro Gauloises, yo aún no fumaba. Entró Nelson Niño Bueno, nos saludó a los dos y fue a la barra a tomar café. No pagues el café Nelson, ya lo hago yo. Niño Bueno, tomó el café, se despidió de los de la  barra y los camareros, pasó por delante de nosotros y dio las gracias. El Gabacho, como yo lo llamaba también, dejó un billete de cien pesetas en la mesa, me hizo señas de levantarnos y nos dirigimos al taxi de Nelson. Después de muchos avatares, llegamos a este mismo Hotel Palace, donde me acabo de encontrar a Constantine, donde estoy abrazada a él, como soñé tantas veces al  ver y llorar sus películas. Pero aunque me siento algo bien, no queda nada de mi corazón. ¿Cómo se puede querer sin corazón? El Gabacho, me dijo un día que bajaba de la habitación en la que nos alojábamos a la calle para comprar tabaco, porque en el bar del hotel no tenían Gauloises. Todavía hoy lo estoy esperando. Al menos me dejó el hotel pago seis meses y una cantidad de dinero en el interior de la mesa de noche. Pasó ese tiempo, seis meses, se acabó el dinero, no podía regresar a la casa de mi familia. Mi padre, al día siguiente de yo salir a escondidas de casa, se puso delante del espejo una corbata negra que llevó durante toda su vida y se dijo a sí mismo mi hija ha muerto. Lleva luto perenne por mí no habiéndome yo muerta del todo. La verdad es que lo comprendo, pero quizás no haya sido para tanto. Una hija siempre será una hija. Si no tengo corazón para seguir queriendo, tampoco lo tengo para que me  lo vuelvan a destrozar, pese a que ahora tenga un viso momentáneo de felicidad, tal como la que tuve cuando era párvula.”

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