Espacio de opinión de La Palma Ahora
La vida con sangre entra
Hablando con mi hijo, el otro día recordé la primera vez (y creo que la última) que acudí a un cine para ver una película gore. Corría el año 1980. Se titulaba ‘Maniac’. Un individuo de aspecto repelente (grasiento y barrigón) se dedicaba a cortarles el cuero cabelludo a varias mujeres para luego ponérselo a unos maniquíes. “¿Dónde he visto esto antes?” –me pregunté cuando la pantalla fue salpicada por las primeras gotas de un extenso reguero de sangre.
La respuesta la encontré en mi regresión a la infancia. Mi infancia es la infancia de la mayoría de los niños que crecimos antes de la llegada de la democracia. Todos recordamos aquellas jornadas en que salías de clase y, tal vez, ese día llevabas de regalo, en tu mochila escolar, un reglazo o un pescozón del sádico profesor de turno. Sí, digo sádico, aunque no guste. Y no pienso retirarlo. Puede que el sistema les diera autoridad, poder y carta blanca, pero, finalmente, ellos eran libres para desarrollar su sadismo o aplicar el sentido común. Cada uno toma el camino que toma. Todavía existen personas que defienden con vehemencia una de las parafilias más retorcidas y menos contestadas: un bofetón a tiempo, a la larga “da gustito”. Los instintos masoquistas son perturbaciones (o no, no me atrevo a juzgarlo con rotundidad) muy personales y respetables, pero insinuar que deben ser universales, para todos, es un exceso. Tal vez a ti, que presumes del tortazo que te dio tu profe o tu padre, no te haya traumatizado el mismo, pero a otra gente sí. Aunque, claro, mi intuición me susurra que es tu propio trauma el que te empuja a minimizar su importancia para que te duela menos (el trauma, no el tortazo).
Pues bien, siguiendo con el relato, sales de clase con el culo ardiendo, entras en tu casa, te encuentras la tele encendida y… ¡Las escenas gore! La versión original de ‘Maniac’. ¡Una corrida de toros con todo el impacto visual y visceral! Y, por supuesto, imágenes acompañadas por la orgásmica voz de un trastornado comentarista. Todo esto, aunque parezca difícil de digerir en la actualidad, como merienda; en pleno horario infantil.
En nuestro país, la masacre no se limita a una plaza cerrada, no. No es suficiente con ofrecer sangre, tortura y placer a los morbosos incondicionales. Se utilizan las fiestas de los pueblos para expandir a la sociedad, a la prensa, a los extranjeros, la marca ‘España-Salvaje’. ¿Por qué hablan de 'tradición', cuando deberían decir 'traición'? Traición al sentido común. Traición al concepto de animal racional.
¡Ah! Se me olvidaba. La oposición al maltrato animal no se hace para ganar votos, porque enseguida te pillamos, amigo.
Hablando con mi hijo, el otro día recordé la primera vez (y creo que la última) que acudí a un cine para ver una película gore. Corría el año 1980. Se titulaba ‘Maniac’. Un individuo de aspecto repelente (grasiento y barrigón) se dedicaba a cortarles el cuero cabelludo a varias mujeres para luego ponérselo a unos maniquíes. “¿Dónde he visto esto antes?” –me pregunté cuando la pantalla fue salpicada por las primeras gotas de un extenso reguero de sangre.
La respuesta la encontré en mi regresión a la infancia. Mi infancia es la infancia de la mayoría de los niños que crecimos antes de la llegada de la democracia. Todos recordamos aquellas jornadas en que salías de clase y, tal vez, ese día llevabas de regalo, en tu mochila escolar, un reglazo o un pescozón del sádico profesor de turno. Sí, digo sádico, aunque no guste. Y no pienso retirarlo. Puede que el sistema les diera autoridad, poder y carta blanca, pero, finalmente, ellos eran libres para desarrollar su sadismo o aplicar el sentido común. Cada uno toma el camino que toma. Todavía existen personas que defienden con vehemencia una de las parafilias más retorcidas y menos contestadas: un bofetón a tiempo, a la larga “da gustito”. Los instintos masoquistas son perturbaciones (o no, no me atrevo a juzgarlo con rotundidad) muy personales y respetables, pero insinuar que deben ser universales, para todos, es un exceso. Tal vez a ti, que presumes del tortazo que te dio tu profe o tu padre, no te haya traumatizado el mismo, pero a otra gente sí. Aunque, claro, mi intuición me susurra que es tu propio trauma el que te empuja a minimizar su importancia para que te duela menos (el trauma, no el tortazo).