‘El Libro de Sara’ en Lemus
“Ni el sol ni la condición humana permiten que se los mire fijamente; al primero, tenemos que mirarlo a través de las gemas; a la segunda, a través de la poesía”. Los Idus de marzo.Thornton Wilder (1897-1975).
Si no recuerdo mal, creo que era Antonio Muñoz Molina quien recomendaba que a las ciudades era mejor llegar al atardecer. Haciendo caso al escritor, aterricé en Los Rodeos antes del crepúsculo. Siempre que llego a Tenerife, lo primero que hago es ir a la Librería Lemus, incluso, he ido sin deshacer la maleta. Al encontrarse cerrada tuve que dejarlo para la mañana siguiente. La visita obligada a Lemus para renovar mi biblioteca y para encontrar el libro que siempre nos está aguardando, esta vez iba a ser diferente. Me disponía a ir a ver El Libro de Sara en la sección de poesía. Así, sin anestesia ni nada, subiendo las escaleras a la derecha, en portada, boca arriba, en su tercera reposición, allí estaba la criatura reclamando su lugar en el mundo, en lo que para mí ha sido siempre un templo. Cuarenta y cinco años de Librería Lemus; yendo a buscar libros necesarios, libros soñados, libros recomendados. Con el corazón abierto a recibir sorpresas, algo bello, puras alegrías, esperanzas que demostraran que esta tierra no es baldía y aún podemos esperar alguna buena cosecha. Ir a Lemus y salir con John Berger, con Juan Eduardo Zúñiga, con Bohumil Hrabal, con Luis Feria, con Ann Michaels, y con todos echar café en el bar Benjamín. Ver el índice, la contraportada, la solapa, la introducción, los primeros párrafos y hasta leer la pequeña biografía aunque la supiera de memoria, era el ritual de la felicidad. Cambiaba el color de las bolsas de la librería, del amarillo al verde, cambiaban los camareros y los estudiantes, otras eran las chicas, pero el entusiasmo literario, al igual que las tortillas inalterables del Benjamín, siempre era el mismo. Tal vez, hacía frío y llovía, pero llovía de otra forma a cómo lo hace ahora. El bar se encuentra cerrado o no es ni sombra de lo que era. Y Sara ya no está; ahora se puede encontrar en Lemus, en un libro de poemas; el bar también está en el poemario, al igual que la propia librería. El carácter absorbente de la alfombra de la poesía, es así para que nada caiga al vacío. Salvar, poner en un poema gacio, acebiño o laurisilva, términos que no se encuentran en el diccionario de la RAE, ni en el María Moliner; poner padre, madre, Marcos y Cordero, poner palabras de las que están hechos nuestros huesos, ponerlas justo al lado de las palabras con las que los poetas llevan dándose de bruces desde los tiempos de Homero. Las cosas se dispersan con el viento de los días; cada vez más distantes unos de otros, nos alejamos en una diáspora general sin darnos cuenta, dando tumbos enredados en nuestros avatares. Después vienen los poetas y juntan esas pérdidas, esos cuerpos dispersos; unen esas voces, cierran el anillo y las meten en un pequeño libro; lo hacen emparejando palabras que todos conocemos, pero ordenadas así, nos dicen algo nuevo y a la vez profundo. Como si el libro no hubiera sido escrito por mí, (he crecido entrando y saliendo de la Librería Lemus), ahora me he encontrado con un libro de poemas de alguien que se llama Óscar Lorenzo. Un libro que ha escrito como homenaje a su querida y añorada compañera. Si pudiera verlo así, si uno pudiera ser por un instante un desconocido para uno mismo y ver desde fuera lo que uno hace. Pura curiosidad. Pero no puede ser, no puede ser porque los espejos solamente tienen un lado que refleja y otro que permanece oscuro. La circunferencia que comenzó a trazarse la primera vez que entré en esa librería de La Laguna cuando tenía quince años, se ha completado ahora cuando a punto de cumplir los sesenta, contemplo El Libro de Sara sobre la mesa de poesía. Cuando una circunferencia se completa, se construye un anillo. Y los anillos enlazan, nos contienen. Y lo que tienen dentro no es otra cosa que la condición humana.
Entre otras muchas ventajas, la literatura y más concretamente, la poesía, nos ofrece la posibilidad de albergarnos, de alojarnos. Y ahí estamos, en un objeto de papel que cabe en nuestra mano. Acompañado por Everto, mi querido hermano, fue emocionante entrar en ese templo lagunero después de un año sin ir a esa isla hermana y avanzar hasta la mesa, -casi un altar para mí-, donde irradiaba su luz el nombre de Sara en la portada de un libro de poemas. Todos miran con buenos ojos a sus hijos e hijas, así que el asunto para mí, fue como la confirmación de un hijo para un padre católico. Si El Libro de Sara (Ediciones La Palma, Madrid, 2021) se está vendiendo tan bien como me dice todo el mundo, y esto en poesía no es nada fácil, es que alguna luz irradia en el vasto y azaroso universo editorial de la poesía en estas islas. Reinos de taifas, las editoras de poesía en Canarias, tienen el gran problema de que siguen esperando a un Saladino que imponga una razonada y necesaria distribución. No es que no se edite poesía, es que no hay transporte. Según me ha dicho Santiago Gil, poeta, escritor, crítico y periodista, quien muy amablemente se puso en contacto conmigo, en la Librería Canaima de Las Palmas, el poemario está siendo, al igual que en Lemus, también muy solicitado. Después de un año de publicado y sin haberlo presentado, los comentarios, unánimes, son que el libro es una belleza. Agradezco el entusiasmo de los elogios e intento tomar con calma y humildad la responsabilidad que ello conlleva. Ya no tiene uno veinte años. Como soy pintor desde hace mucho tiempo y además, imparto clase de pintura al óleo, podría intentar explicarles cómo se puede llegar a realizar un cuadro bello. Pero en el caso de un poema y cómo hacer para que sea hermoso, no tengo ni las más remota idea. La materia que utilizan, las dimensiones y el espacio que abarcan, son unas para la poesía y otras para la pintura. Podría extenderme mucho en esto, pues practico las dos disciplinas, pero vamos a ir a algo que tienen en común. En general, para irradiar luz hay que acumular algo de masa y transformarla en energía; después, es recomendable guardar esa condensación hasta que llegado el momento adecuado, pueda ser emitida y por ello, irradiada. No solo es el qué, sino que es importante el cuándo. Acertando de lleno en la diana, el escritor guatemalteco Augusto Monterroso nos recomendaba: “No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala pasar y evócala luego”. Así hice con El Libro de Sara, tardé diez largos años de soledad en escribirlo. Si lo hubiera escrito en menos tiempo, no sería tan hermoso como me dice todo el mundo. La belleza necesita irse depositando en el fondo de las cosas. Así, la charca donde vivimos se hace transparente. Pero requiere mucho tiempo y hay que saber esperar para que el agua se aclare, para que se vea el alma de las cosas, para otorgar a lo vivido el abrigo del lenguaje. Al igual que un agujero negro, la poesía y la pintura demandan y devoran mucha masa, pero al contrario que la singularidad opaca de ese monstruo que se come toda energía, ambas tienen la capacidad de devolver esa luz transformada en belleza. Por eso, la poesía emite luz de la misma forma que lo hacen las estrellas, incluso como los faros. Es fácil ver el estado del mar, la situación en que se halla un mundo revuelto y es fácil también comprobar, estupefacto, que los faros se hallan muy lejos de la costa. Vivimos más cómodos, pero no más felices, dicen los sociólogos como si fuera un ensalmo. En un mundo que presume de máxima comunicación a todos los niveles, resulta que lo que se crea son guetos, bolsas de seguridad que luego estallan por dentro de puro desgaste. Nadie para de hablar, no cesa el ruido en el país de los sordos, mientras los psicólogos y los psiquiatras no dan avío y tienen que hacer horas extras de tanto trabajo acumulado. Algo no funciona bien. En demasiadas ocasiones nos hallamos desorientados y reina la oscuridad a la hora de elegir el camino. Tememos en cualquier momento estamparnos contra las rocas. Nos arrastran las olas. Y a las olas, sabemos que las empuja el diablo. Sin embargo, leemos poca poesía, escasa en comparación con la novela y no digamos con los peligrosos e infames libros de autoayuda. Si pienso lo que amablemente han dicho o escrito del El Libro de Sara: “Una cura para el alma.” (Santiago Gil), “Casi una historia bíblica.” (Antonio Jiménez Paz), “Este es un libro vivo. Una elegía a la vida.” (Felipe López-Aranguren), me dan ganas de pensar que el poemario podría venderse en las farmacias como estimulante que aporte aliento en estos tiempos de perplejidad y agotamiento. Pensándolo bien, la poesía debería estar subvencionada por la Seguridad Social. Sería increíble ir a buscar poesía y que le pidieran a uno el número de la tarjeta sanitaria. “Aquí tiene usted a Ángel Sánchez, para tomar por las mañanas, y a Vladimir Holan para por la noche; si se le acaban los poemas, acuda a por más”. Si se leyera mucha, mucha más poesía, si se hiciera de una forma habitual, esa costumbre no cambiaría el mundo, pero tal vez en algo transformaba la vida de las personas. Bastaría que modificara la apreciación que hacemos del entorno, para que nuestra estancia en el lugar que nos ha tocado, pueda acercarse a un bálsamo común más que a la persistencia de un solitario y único dolor general. Hay que aprender a mirar para poder buscar la belleza. El poeta Ángel Crespo (1926-1995) decía que “escribimos poesía para embellecer nuestra ignorancia y para consolar la ajena”. Traductor de Pessoa, ensayista y crítico de arte, nacido en Alcolea de Calatrava (Madrid), el también profesor sabía muy bien dónde buscar la belleza. En La puerta entornada (Ediciones La Palma, 1998) lo dice de esta forma tan, tan hermosa: “La verdad es que la fuente no es, como suele decirse, el origen del agua, sino que el agua es el origen de la fuente. De la misma manera, la poesía no es la fuente de la belleza, sino al revés”. La poesía, al igual que la pintura y la música, tienen un mismo origen y no es otro que la belleza. Nada nos salvará del fuego o de la caída inevitable, pero la poesía ayuda a que los descensos no sean tan pronunciados. Dejar de sentirnos tan solos, tan vacíos porque nos reconocemos en las palabras conmovedoras que escribió una mujer o un hombre. La poesía nos enseña a ser fuertes. Porque hay que acostumbrarse a saber y a tener en cuenta, y no es tarea fácil, que la poesía siempre revela la verdad.
La mentira necesita del poder, del negocio, del miedo o del odio y se aprovecha de la ignorancia para ser mantenida; la poesía, como la verdad, se defiende sola. Y no sólo eso, sino que en realidad es ella quien nos defiende a nosotros. Ahora que los dioses ya no están, ahora que el futuro no alberga tantas esperanzas como se pensaba hace cincuenta años, y mientras todo ese vacío ha sido rellenado con pura parafernalia, cartón piedra digital, falsas sabidurías, paranoia y violencia por un tubo, es momento para reconsiderar nuestras falsas libertades, nuestra verdadera posición en un mundo que a todas luces, parece que se tambalea. “Sólo el discurso poético es capaz de mostrar la naturaleza de las cosas, que es inefable, porque la poesía también lo es”, nos recordaba Ángel Crespo. Hacerle hueco a la poesía es abrir un espacio para las preguntas que cuestionen la relación entre nuestro pensamiento y el impacto que la realidad ejerce en el ser humano. Indescriptible por incontable el mundo, los poetas se hacen preguntas, pero lo hacen de un modo tan sutil que si no son contestadas, no nos quedamos desolados como si se las hiciéramos a una amante, a una doctora, a un alcalde o a una ministra. Las preguntas que dejan sin responder los poetas son otra cosa: nos reconfortan. Puede que sea debido a que sentimos que su respuesta se encuentra más cercana a nuestro común entendimiento una vez que ellos las han pronunciado. Damos un salto a una de esas preguntas y así dejamos atrás un vacío. Y saltamos a otra. Y dejamos otro vacío. Hay muchas preguntas y muchos vacíos que saltar. Pero en demasiadas ocasiones somos como los canguros. En lugar de dejar el móvil en la bolsa marsupial, lo llevamos en la mano y mientras saltamos mirando la pantalla, nos estampamos contra un árbol del desierto de Australia o del pasillo de la casa donde vivimos. Entonces despertamos y nos sentimos perdidos, y no sabemos rezar porque no creemos en Dios, porque se han dejado de practicar todas las ceremonias. Porque ya nada es sagrado. Y nada ha venido a reemplazarlo. John Berger decía que los poemas están más cerca de las oraciones que los cuentos; afirmaba el escritor y crítico de arte inglés, que aunque sean poemas narrativos, no tienen ni principio ni nudo ni final. En Páginas de la herida (Visor, 1996), escribe:
“Indiferentes al desenlace, los poemas cruzan los campos de batalla, socorriendo al herido, escuchando los monólogos delirantes del triunfo y del espanto. Procuran un tipo de de paz. No por la hipnosis o la confianza fácil, sino por el reconocimiento y la promesa de que lo que se ha experimentado no puede desaparecer como si nunca hubiera existido. Y, sin embargo, la promesa no es la de un monumento. (¿Quién quiere monumentos en el campo de batalla?) La promesa es que el lenguaje ha reconocido, ha dado cobijo, a la experiencia que lo necesitaba, que lo pedía a gritos”.
Si no nos da cobijo el mundo, lo puede hacer la poesía. Como el regazo de una madre que nunca muere, la poesía siempre nos acoge, vengamos de los pasillos de la memoria, de la cárcel del espíritu o del mismísimo infierno. Sin embargo, como apunta John Berger, la poesía no puede prometer nada porque entonces tendría que proyectarse en el futuro y “es precisamente la coexistencia del futuro, el presente y el pasado lo que propone la poesía”. Esa condensación fuera del tiempo es única y es una revelación. Más allá del fogonazo de un relámpago, es un brillo mantenido. Como un pulsar a lo largo de los años, la poesía nunca varía su cadencia, su señal se registra cada vez que acudimos a ella. “A una promesa que afecta al presente y al pasado tanto como al futuro la llamaríamos certeza”. A un lado, se halla el mundo y sus incertidumbres y parece que aumentan en número y calidad; al otro lado, la poesía y sus certezas y parece que se lee poco. Así nos va, náufragos y sin guía, yendo al psicólogo o al psiquiatra cada dos por tres. Se va a escuchar en inglés al Swami Sivananda de turno como programación del lugar donde se practica reiki, pero nunca le dedica una hora a Antonio Machado o a Marina Tsvetaeva o a Leopardi. Según he escuchado, cuando Rafael Sánchez Ferlosio yacía en la cama del hospital, al parecer, llamó a un amigo al móvil; leyó el poema El infinito de Giacomo Leopardi y después cerró los ojos y dejó de respirar: “Siempre cara me fue esta yerma loma / y esta maleza, la que tanta parte / del último horizonte ver impide. (…) y pienso entonces / en lo eterno, en las muertas estaciones / y en la presente, rumorosa. En esta / inmensidad se anega el pensamiento, y el naufragar en este mar me es dulce”.
Como habrán comprobado, la poesía también sirve para decir adiós. Quizás si la despedida es poética, no es un adiós, sino un eterno retorno. De cualquier modo, su capacidad de adaptación a un medio hostil o a una situación difícil, está más que demostrada. Una vez que el anillo poético nos contiene, una vez que el lenguaje nos da cobijo, nunca más nos sentiremos solos. Y aun así, si se acerca alguna soledad extraviada, es que es una soledad necesaria; necesaria para seguir creciendo y poder construir algo diferente. El carácter amoldable que posee la poesía en el acontecer diario del ser humano a lo largo de más de 2.000 años, demuestra su capacidad de adaptación ante los avatares históricos y los cambios sociales. Se modifican las costumbres, cambia el tipo de tiranía, pero la poesía sigue poniéndonos los pelos de punta desde los tiempos de Hesíodo. Ese despertar reiterado de la conciencia gracias a la intuición poética, es un consuelo histórico colectivo. Y no hay muchos. Aquella tarde, esta noche, cuando te vea; todo ello, son amapolas que bailan en el prado, prímulas vespertinas que se abren al crepúsculo y estallan como pompas de jabón. El suelo de los bosques de la poesía es tan denso, al igual que el de los abetos del vasto Distrito Canadiense de los Lagos, que nunca llega a ser cubierto por la nieve.
A principios de los años ochenta, en un artículo en El País, García Márquez decía que Los idus de marzo de Thornton Wilder, era una obra maestra. Comentaba que cuando lo encontraba a lo largo de sus viajes, en el idioma que fuera, lo adquiría y se regalaba a alguien porque era un libro admirable. Tuve la suerte de leerlo, antes de que el nobel colombiano lo recomendara en el periódico, gracias a una profesora de filosofía, Laura Cobos -que Dios la tenga en la Gloria-, quien me lo había regalado en la época dorada del Instituto en Los Sauces. Y fueron varias las perlas que amablemente dejó iluminando el camino. Se ha convertido en un libro clave, en un libro de cabecera: Clodia, tras el banquete en su casa, al que acuden Julio César y el poeta Catulo entre otros, y después del discurso de Asinio Polión, en el que venía a decir que la poesía emana de los dioses como se dice las escuelas, cuando este le pasó la guirnalda, le tocó el turno, “se levantó, se arregló los pliegues del vestido y saludó al Rey”. La disertación de tres páginas y media, es sorprendente y memorable. “César elogió largamente su discurso, y sin la ironía que Sócrates empleara en ocasiones parecidas. Su sensación de deleite parecía haber aumentado”. Aquí les dejo un fragmento:
“El mundo de los poetas es creación no de visiones más profundas, sino de anhelos más urgentes. La poesía es un lenguaje aparte dentro del lenguaje, inventado para describir una existencia que nunca ha sido y nunca será, y tan seductoras son sus imágenes que llevan a todos los hombres a tomar parte en ellas y a verse muy otros de lo que son. Considero que esto lo confirma el hecho de que hasta cuando los poetas escriben versos para proclamar su desdén por la vida, describiendo en ello todo su evidente absurdo, lo hacen de tal modo que sus lectores se sienten elevados, porque los términos de la condena del poeta presuponen un orden más justo, por lo cual somos juzgados y el cual es posible alcanzar”.
Hace tres semanas que no escribía; he estado pintando dos obras al óleo que son una, sobre la Cascada de Los Tilos. Mientras trabajaba en mi estudio, pensaba que en el siguiente artículo iba a hablar del arte de la pintura. Pero una cita ha cambiado mis planes. Al igual que está ocurriendo con El Libro de Sara, la gente que ha visto el cuadro habla también de belleza. Me pregunto si es la belleza lo que me alimenta como pintor y poeta; y si es eso por lo que he sobrevivido. La huerta se halla ahora en un momento excitante, todo crece y se levanta. Empuja la savia hacia arriba, apuntan las viñas hacia el alto junio encendido, hacia el interior de las estrellas donde todo sucede. El estanque está lleno. Primero los hechos, después la lenta digestión. Más tarde surge la fruta. Se irradia la luz y como si fuera agua para un sediento, aparece la belleza. Abro la llave y se riegan los huertos, se riegan hasta las amapolas, que lo agradecen. Porque yo nunca arranco las amapolas. Con las macetas regadas y el patio mojado, dejo a mis dos gatitas de guardianas y subo a uno de esos aviones que se levantan por encima del viejo volcán de San Bartolo, en La Galga. Contenido en esa luz, en ese parpadeo que suelo ver todos los atardeceres desde el patio o desde el comedor con la ventana del sur abierta, viajo a esa ciudad de aire continental que es La Laguna. Entre la pandemia y el volcán, hacía un año que no estaba en la Librería Lemus. Y allí, al principio de la calle Heraclio Sánchez, a la mañana siguiente, había quedado con Sara. Cuando una circunferencia se cierra, se completa un anillo: lo que nos une.
ÓSCAR LORENZO
San Andrés y Sauces
Isla de La Palma
03-06-2022
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