¿Dónde nace el suicidio?
“El suicidio es ya la primera causa de muerte entre los jóvenes de 16 a 29 años y el 75% de los trastornos mentales empiezan antes de los 25 años, según ha apuntado Celso Arango, el jefe del Servicio de Psiquiatría Infantil y de Adolescentes del Hospital Gregorio Marañón”. Esta afirmación se hace una y otra vez. Las estadísticas no mienten en esos datos en particular y yo me pregunto, ¿dónde y cuándo se gesta la probabilidad de que un joven se suicide?
El mundo de la Salud Mental se centra en la adolescencia por considerarla una etapa crítica en la evolución de las personas. Es sabido que es un periodo de inestabilidad emocional, de búsqueda de la propia personalidad, de actitudes rebeldes ante las normas sociales y contra los que las quieren imponer, de cuestionamiento crónico del orden establecido y en el mejor de los casos de desarrollo del pensamiento crítico. A mi entender y con la experiencia que me ha dado el trato con muchos adolescentes, esa fase convulsa es enriquecedora, sobre todo si hay una buena base. De esa o ese adolescente “incordioso” surgirá un adulto reflexivo capaz de realizar un análisis crítico de la sociedad en la que vive y que podrá aportar ideas para mejorar el mundo en el que vive.
He hablado de base. ¿A qué base me refiero? Ahora sí, entramos en el fondo de la cuestión. Me refiero a una base emocional que se ha construido desde la primera infancia, desde los primeros meses de vida, cuando ese ser humano debe sentir un apego seguro. El apego, del que tanto se habla, es fundamental en la construcción de la personalidad, tanto del adolescente como del adulto. Ese niño pequeño, por supuesto que debe sentirse querido, pero además debe saber en lo más profundo de su ser, que existen personas que creen en él, hasta el punto que él acabe confiando en sus propias habilidades y sobre todo posibilidades de surgir victorioso de cualquier circunstancia a la cual se deba enfrentar.
La semana pasada era tema de conversación en varios medios de comunicación la soledad de la juventud. En todas las tertulias en que se trataba el tema, se tocaba en contraposición con el uso excesivo de las redes sociales. Los expertos afirmaban que la sociedad comenzaba a tomar conciencia de la gravedad del sentimiento de soledad que sufrían los jóvenes, a pesar de estar conectados a través de diversas aplicaciones.
El joven que decide suicidarse, ya no cree en sí mismo, ya no soporta una situación ante la que se siente indefenso e incapaz de afrontar. Ha perdido totalmente la esperanza de alcanzar un bienestar y por ello decide bajarse del tren en marcha. Tal y como decía Mafalda en una de sus viñetas: “Paren el mundo que me bajo”. El problema es que ellos no se bajan, se marchan y lo hacen para siempre.
Entre todos, bajo el supuesto de la modernización, hemos creado un mundo de ficción donde aparentemente somos felices, donde nos creemos y por lo tanto les hacemos creer que todo es fácil, les ponemos frente a objetivos que posiblemente ni siquiera hayan deseado y que, por supuesto, no son válidos para todos. Pero ahí seguimos, olvidando que no hemos erigido unos sólidos cimientos, en los cuales ellos se puedan apoyar para crecer.
Resiliencia, resiliencia, resiliencia… esa es la clave. Pero no la resiliencia de los fondos europeos para no sé qué programa de resiliencia y tres o cuatro conceptos añadidos, que parecen sonar bien a los oídos de los electores. Estoy en el plano individual, en el auténtico, en el palpable, en el que nos llega a cada uno de nosotros en casa.
Si queremos que esas terribles cifras de suicidios en jóvenes disminuyan, enseñémosles desde bien pequeños que la vida es adaptación, que pueden avanzar en la vida, que tienen capacidad de aprender, y que en ese aprendizaje se halla el disfrute. Cualquier adulto puede y debería ser un modelo de felicidad, de esa felicidad que existe tras cada puerta que se abre en la vida. Desde la infancia se les debe mostrar que existen diversas formas de resolver una misma ecuación y que cada uno de nosotros debe elegir la que más le acomode o con la que más goce.
Mostrémosles que la Naturaleza es más fuerte que nosotros, pero que en su fuerza está su belleza y que por ello hemos de respetarla y a su vez, hacerles entender que respetar algo o alguien, no es perder dignidad.
Mi mensaje en una frase: trabajemos desde la primera infancia en crear personitas resilientes.
*María José Alfonso Bartolomé es psicóloga clínica
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