La necesidad de los relámpagos
Sin los relámpagos no podría existir la vida vegetal, y por ello mismo tampoco la vida animal; sólo habrían ángeles imaginados por el cristal de la arena en el llano. El nitrógeno es un elemento esencial para las plantas. La atmósfera contiene un 80% nitrógeno, pero en una forma insoluble que no puede ser usada. Es el calor intenso del relámpago lo que obliga al nitrógeno a combinarse con el oxígeno del aire, formando óxidos de nitrógeno que son solubles en agua y caen a tierra junto con la lluvia como ácido nítrico diluido. Este reacciona con los minerales del suelo para convertirse en nitratos, de los que dependen las plantas. Lejos de estar fijo al suelo y sustentarse tanto de la atmósfera, el ser humano que depende del movimiento, también tiene la necesidad del fogonazo de algún relámpago, una sacudida que eleve la temperatura de los instantes y que haga soluble parte del listado interminable de los deseos y de los interrogantes. Con un golpe de luz se intensifican las combinaciones y es posible el acercamiento, las masas se atraen: el amor es el nitrato en que se convierte el óxido de los sentimientos al diluirse con los minerales del deseo. Por eso la lluvia tras los relámpagos. Estos resplandores existen para establecer enlaces, tienen por misión que no haya desconocimiento entre las partes y alcanzar a ser algo más que “compañeros de desconsuelo” que se amparan en la “complicidad entre dos soledades”, en una huida de sí mismo apuntada por Cioran en Breviario pasional.
Sin relámpagos, el sujeto se suelta de la mano del sustantivo, se pierde el predicado y sacrificada la frase del entendimiento, queda a expensas del verbo como una presa al alcance de un lobo solitario: hechos, mordidas y silencio; vivir sin aliteraciones ni prosopopeyas es una ardua tarea, sería aburrido, como vivir sin melodía; si perdemos o no encontramos el ritmo, sin la orientación de la fluidez, echamos de menos la gracia, el encanto o como quieran llamar a esa agradable cualidad que a veces desprende el ser humano a través de un hecho creativo. El arcano de la creación, el ordenamiento de elementos dispersos que son recogidos en el cuenco del lenguaje, en la persiana del pentagrama o en la blanca sábana del lienzo, sigue encerrando o desvelando un enigma o varios. Entre el misterio del origen y el desconocimiento del día en que todo terminará, las plantas producen flores y frutos; los seres humanos a través del arte, de la poesía y de la música, producen hechos estéticos que tienen además, el don de permanecer inalterables. Entre la savia que asciende y la sangre que siempre gira y retorna, oscuridades, relámpagos, sombras, resplandores. Tanto las plantas como los humanos, todos buscan la belleza, o más bien, la ofrecen, y a veces sin saberlo. Como toda creación es coral, siempre es la suma de varios antecedentes donde la influencia es el contexto inevitable, al decir de George Steiner en Gramáticas de la creación (Círculo de Lectores 2001). “La soledad ontológica del momento creador, el autismo del poeta y del artista está, sospechamos, muy poblada”. Es decir, “incluso el más original de los artistas, entendida esta palabra en su pleno sentido, es polifónico”. Nuestro monólogo interior es inmenso, un discurso ininterrumpido que mantenemos con nosotros mismos y que si intentamos definir, incluso sólo nombrar, nos da vértigo. “Este soliloquio no verbalizado contiene de hecho la mayor parte de los actos del habla: por su volumen excede en mucho al lenguaje utilizado para la comunicación exterior”. Para obtener de ese todo amorfo un logro estético, hace falta el calor de los relámpagos, un fulgor que otorgue la adecuada combinación de los elementos, la creación de una armonía, una ordenación que posibilite el asombro de la percepción humana. El resplandor de la belleza se sobrepone a la oscuridad del mundo.
Apoyado en el estanque ves tu reflejo en la superficie del agua; detrás el cielo a punto de ahogarse en las siluetas de los árboles; cae una hoja seca, desaparecen las nubes y tu imagen se deshace en ondas que se alejan; una mariposa blanca se acerca a la hoja que flota, revolotea alrededor, hacia delante, hacia atrás, alocadamente, hasta que se posa sobre ella; y ahora, solitaria en el estanque verde, navega siendo otra y descansando de tanto vuelo. Mis ojos son las naves que ya partieron. La blanca estela en el mar dejó sal en las pestañas como palomas posadas en el alambre; tú aún no has vuelto, pero sí tu voz y yo deposito en ella mi mirada. Una sombra fresca te espera y el agua que guarda la fuente permanecerá siempre dulce.
Para verse bien, lo único que necesita un relámpago es oscuridad; por eso es bella la noche y radiantes son sus criaturas; guardan siempre algo escondido como si fuera una posibilidad de sorpresa. Una grieta en el cielo. El crisantemo requiere un periodo ininterrumpido de, aproximadamente, trece horas de oscuridad de una noche de otoño para poder florecer. ¿Cuántos acontecimientos necesita el ser humano para comprender el resplandor de la existencia? ¿Cuántas monedas de cobre y sudor hay que pagar para entender que esto va en serio? ¿Cuántos resplandores para que se diluyan la dicha, el dolor y las pérdidas en el estanque de la belleza? ¿Cuántos sacrificios son necesarios?
“Solamente dos experiencias permiten a los seres humanos participar en esta ficción de verdad, en esta metáfora pragmática de la eternidad, de la liberación de los desgarradores dictámenes del tiempo biológico e histórico, es decir, de la muerte. Una posibilidad son las creencias religiosas, para quienes las admiten. La otra es la de la estética. La producción y recepción de obras de arte, en su sentido amplio, es lo que permite compartir la experiencia de la duración, de un tiempo sin ataduras. Sin las artes, la psique humana estaría desnuda ante su extinción personal y entonces reinaría la lógica de la locura y la desesperación”. No rezo para que no vengan desdichas, pues éstas van a venir de cualquier modo; rezo para que haya relámpagos y poder comprender con la limosna de la revelación tardía, el aliento dado, el dolor ingente, la finitud de todas las cosas que amamos y la belleza latente del mundo como si fuera el acuífero de un manantial. La sed de los poetas nunca será saciada. Lo que se va no deja de estar yéndose, tampoco deja de retornar y tiene por ello, muchos, muchos nombres; los poetas, esclavizados, van tras esos nombres, tras esas palabras sin poderlas tocar. Ese es el empeño poético. El cóctel que bebemos, una y otra vez, para poder delirar e insistir embriagados en la imposibilidad del regreso al origen, a las amapolas y a la hierba, al monte y la bruma, a la estancia vacía y a los veladores llenos, a la huerta y al jardín con el patio mojado. ¿Por qué habrá tantos lugares a los que no podemos regresar pero sin cuya presencia que insistimos en defender, estaríamos desorientados más de la cuenta?
Es la “poiesis” la que posibilita la “insensatez de la esperanza”. La causa que genera el proceso creativo tiene proyección en un futuro que es muy reacio a aceptar imposiciones. La sabiduría del maestro Steiner defiende las artes. Afirma que son más importantes para la humanidad que la más elevada de las ciencias. “Somos un animal cuyo aliento vital es el sueño narrado, pintado, esculpido y cantado. No hay, ni pueblo que exista, comunidad alguna en la tierra, por rudimentarios que sean sus medios materiales, que carezca de música, de algún tipo de artes gráficas, o de esas narraciones de la rememoración imaginaria que llamamos mito y poesía. La verdad se encuentra del lado de la ecuación y el axioma, pero se trata de una verdad menor”. El filósofo es dueño de la palabra; crea una estructura para abordarla, la rodea, la trata, penetra en ella y la da por zanjada una vez que la define; María Zambrano en Filosofía y Poesía (Fondo de Cultura Económica, 1987) nos recordaba que mientras los filósofos dominan la palabra y de algún modo la abandonan para pasar a otro concepto, los poetas son esclavos de ella y a ella vuelven una y otra vez.
Porque después de las plegarias, tras la lluvia y el centelleo, el estanque está lleno de metáforas, alegorías que son el nitrato del sustento, parábolas como la de la hoja donde la mariposa navega para ser otra: el sacrificio de nacer, navegar y después de haber amado, el hundimiento del sol en el mar de los ocasos. Ser otro para olvidarnos de nosotros mismos, para llegar a nosotros mismos por otro lado y encontrarnos con ese desconocido que tanto se parece a los demás. Alguien que también delira aunque no se lo diga a los otros, a no ser que esté al lado en la barra del bar de todos los días. Tiene que venir el espíritu, santo o no, y en el altar, ante la disimulada mirada de los dioses y los aspavientos de los ángeles, lograr la disolución de lo dulce en lo salado. Comprender la gravedad de la belleza. Los relámpagos que estallaron en la infancia aún producen un tardío resplandor. En la oscuridad de la espesura, en la noche soluble, en la existencia incierta, cada metáfora es un pequeño relámpago. Y nosotros, los humanos, nos disolvemos en ellos.
“...Me levanté
Como si tu me llamaras, pero no
Te hallé; con el fin de encontrarte emprendí
Entonces mi camino“.
“El Paraíso perdido”
John Milton (1608-1674)
ÓSCAR LORENZO
San Andrés y Sauces
Isla de La Palma
24-08-2022
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