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Un obstáculo peligroso

El Grillo terminó por viajar a La Palma para intercambiar su lugar con Lapepa, una yegua pura sangre cuyo temperamento sobrepasaba las capacidades de mi hermana. Para entonces, acostumbrado a viajar y a cambiar de cuadra, el caballo no tuvo problemas en adaptarse a los expertos cuidados de Isidoro. Mi hermana no encontró otra dificultad con él, aparte de la complicación que representaba su alzada para subirse, y desde el primer momento compartió el caballo con María José, la hija adolescente de Miguel, un íntimo amigo. Yo, como ocurriera desde que tuve que irme de la isla, aprovechaba cualquier oportunidad para visitarla y ahora tenía un nuevo y entrañable aliciente. Siempre al llegar junto a él, Grillo mostraba parcamente su alegría con una mirada atenta, pocas veces acompañada de un tenue resoplido. Ya ninguno de sus ojos me parecía maligno y confiaba plenamente en su segura solidez cuando estaba sobre la silla.

En una de mis primeras visitas salí de paseo con Lucía, entonces una niña con enorme capacidad para la equitación. Caminábamos por caminos reales, entre viejas casas, hasta llegar a la Montaña de la Breña. Cuando subimos a esta, nos encontramos con mi hermana y mi sobrino Pablo quienes serían los primeros testigos de lo que ellos consideraban una “proeza”. Los caballos, cuando están correctamente montados, se desplazan con igual o mayor facilidad descendiendo que ascendiendo, pero hay bajadas que realmente impresionan. Aquella, quizás por la perspectiva, era una de estas. Entre los gritos de mi hermana, suplicándome que no lo hiciera, y de mi pequeño sobrino, animándome a lo contrario, Lucía y yo descendimos tranquilamente por la montaña.

Después de eso la volví a bajar de nuevo, esta vez con mi gran amigo José Ramón Fernández de la Puente. Aunque ya se había retirado de la competición, él fue uno de los mejores jinetes de las islas y, como tenía formación militar, había hecho muchas “cortadas” en su vida. El Grillo, en plena madurez, tenía un corazón a prueba de bombas, por lo cual no tuvimos problemas en seguir al coronel cuesta abajo... al galope. Mi caballo enterraba el posterior tan eficazmente en la grava volcánica, que tenía la sensación de ir en horizontal cuando bajaba aquella empinada montaña.

En otro momento organizamos un cross hípico en El Paso, cerca del lugar donde fue traicionado Tanausú por Alonso Fernández de Lugo. Diseñé personalmente el recorrido, como casi todos los que se habían montado en La Palma hasta ese momento, pero esta vez tenía como novedad el que yo también participaba. Tal cosa en una competición oficial era imposible, pero no se trataba de un evento de ese tipo. Después de montar el diseño, y mientras Santiago Pino subía mi caballo desde su cuadra, yo estaba en un restaurante para tomar un bocadillo de carne y beber una cerveza. Me preocupaba que la falta de entrenamiento de Grillo le pudiera afectar en la carrera, la cual, como todas las de su tipo, se presentaba casi siempre con dos o más opciones, para la mayoría de los obstáculos. La más difícil era también la más rápida y en la más fácil, inevitablemente, perdías tiempo. Me tocaba salir uno de los últimos, sabiendo que ya varios jinetes habían acabado con buenos resultados, por lo cual decidí acogerme a la línea recta, a pesar de mi preocupación por el posible agotamiento del animal. Cuando llegué al final, Grillo resoplaba en calma mientras yo tuve que echarme cual largo era, boca arriba en el suelo, para coger aire.

El Paso también fue el lugar en el cual pude disfrutar parte de la última peripecia que viví con mi caballo. Se celebraba la Romería del Pino y varios jinetes bajamos entre carretas y participantes, todos ataviados con el traje típico. Durante el trayecto, donde Grillo se portó como un apacible veterano, íbamos comiendo, bebiendo y montando en la grupa a unas cuantas chicas. Después de esa jarana, cuando llegamos al pueblo, lo primero que hice fue llevar al caballo a la cuadra, darle de comer y de beber, e irme a dormir al asiento trasero de mi decrépito coche. Sobre las dos de la mañana me desperté y, ya medio repuesto, me fui a la zona de bailes, donde pude encontrarme con los otros dos jinetes que fueron conmigo a la romería. Ellos no habían dormido y seguían bebiendo, pero fue cuestión de tomarme una copa para ponerme a su altura. En medio de la euforia decidimos que, en lugar de volver al día siguiente para trasladar los equinos en el remolque, cruzaríamos la cumbre en ese momento a sus lomos. Como ambos tenían los caballos en otra cuadra, organizamos un encuentro en la carretera general, a pesar de que era un peligro con tanto conductor regresando de la fiesta y, por tanto, potencialmente bebido. Sin embargo, no los vi cuando llegué a la vía y, presumiéndolos adelantados, continué por ese trayecto, cuesta arriba intentando dar más ritmo a mi montura. Como no los situaba, decidí, otra vez, que prefería el camino más corto, atravesando el túnel de un kilómetro, a pesar de su ubicación en la carretera general. Un poco antes de llegar a la boca del mismo, me adelantó un coche para pararse a los veinte metros. De este se bajó mi amigo Toño, quien esperó moviendo la cabeza como reprobación a mi insensatez. Por suerte, puso su vehículo detrás de mí un buen trayecto e incluso se montó un rato mientras yo conducía. Finalmente nos despedimos al llegar a una vereda que me permitiría desviarme de la carretera y sus peligros.

De paso hacía las cuadras quedaba la casa en la cual mi hermana solía pasar los veranos, así que entré por el jardín para saludarla sin desmontarme, a la siete de la mañana, y decirle que después de dejar el caballo volvería a desayunar. Diez minutos más tarde estaba llegando a la Sociedad Hípica Miranda, pero me encontré las puertas cerradas. Debido a eso, me metí por una finca de aguacates colindante para hacer un rodeo. Primero me topé con una canalización de agua a baja altura, que el caballo saltó sin dificultad. Y luego otra y después otra. Finalmente, me vi frente a una gruesa tubería situada casi a un metro sobre el suelo y separada unos setenta centímetros del terraplén que ya pertenecía a las instalaciones ecuestres. O entraba por allí o tenía que dar toda la vuelta y esperar a que abrieran. Con el caballo parado a unos cinco metros, frente a aquel peligroso obstáculo, solté las riendas para relajarme y evaluar las posibilidades antes de tomar una decisión, pero en un instante me encontré arriba, dentro del recinto. Grillo había considerado por su cuenta que ya estaba bien de tute y que tenía ganas de llegar a su casa.

El Grillo terminó por viajar a La Palma para intercambiar su lugar con Lapepa, una yegua pura sangre cuyo temperamento sobrepasaba las capacidades de mi hermana. Para entonces, acostumbrado a viajar y a cambiar de cuadra, el caballo no tuvo problemas en adaptarse a los expertos cuidados de Isidoro. Mi hermana no encontró otra dificultad con él, aparte de la complicación que representaba su alzada para subirse, y desde el primer momento compartió el caballo con María José, la hija adolescente de Miguel, un íntimo amigo. Yo, como ocurriera desde que tuve que irme de la isla, aprovechaba cualquier oportunidad para visitarla y ahora tenía un nuevo y entrañable aliciente. Siempre al llegar junto a él, Grillo mostraba parcamente su alegría con una mirada atenta, pocas veces acompañada de un tenue resoplido. Ya ninguno de sus ojos me parecía maligno y confiaba plenamente en su segura solidez cuando estaba sobre la silla.