Todo se ve mal
Quiero empezar este texto por el final, y encima con la dificultad de que lo que voy a escribir en este instante nada tiene que ver con lo que pretendo expresar en los siguientes párrafos. O sí, pero desde luego no para la persona que lo lea. Bueno, que la persona decida, si es que la dejan.
Hace unos días cambió la hora atrasándose el invento del reloj para apresar al tiempo, como cada otoño, una hora menos. Por primera vez en mi vida, y no tengo pensado averiguar por qué, mis sensaciones temporales también se retrasaron. Por primera vez, y de forma real y sentida, he sufrido amablemente la observación del aceleramiento de mi propia existencia, en todo, en absolutamente todo lo que ocurría en esos tres o cuatro días que ha durado la experiencia. Pensaba, al despertarme, que llegaba tarde a todos los sitios. Mi cuerpo me empujaba hacia la velocidad vertiginosa en la que nos estamos hundiendo de forma natural, propio de la sociedad arrolladora en la que vivimos, pero el no cuerpo, el alma, o como quieran llamarlo, se pausó en esa hora. He sentido una mezcla de emociones tan dispares y preciosas, que han explosionado en otras tantas emociones desconocidas que no tengo idea de cómo nombrarlas. He soñado con la posibilidad de que todo aquello que ignoramos, desterramos, enjaulamos, destruimos nos estuviera mandando un mensaje, pero no, sé que no es así porque nadie me lo va a permitir.
Estoy agotado. Agotado de todas las personas que anulan a las otras. De ese salvajismo, con perdón hacia lo salvaje, de ese salvajismo cruel y despiadado que crece sin parar porque hemos dejado, hace mucho, de mirarnos hacia dentro y mover nuestra mirada con tal rapidez hacia los demás que no somos capaces de ver lo bueno. Lo bueno requiere de pausa, de estar, de ternura, de acercar los miedos y apretar el amor cerca, entrañable y sin atajarlo con medidas absurdas. Estoy agotado de las personas que rompen en mil pedazos a las otras, aunque no quieran hacerlo, y que la totalidad pueda más que las partes, que lo que rodea tenga más fuerza que lo que surge en el interior de cada una de nosotras, las personas olvidadas. Estoy agotado de que miren para otro lado como si no creyeran en el camino que están pisando, como si esa tierra o ese asfalto les engullera la capacidad de ser.
Estoy feliz de poder mirarme y sentir que estoy agotado. Estoy feliz de que esos hechos me ayuden a aprender más que comprender, de abrir la espiga de un trigo con la yema de mis dedos y de esa forma desnudar sin temor. Estoy feliz de creer en la palabra y la lectura, en las Bibliotecas, en los viajes que no hago, en la imaginación que impulso desde la belleza que desconozco. Estoy feliz de estar entre unos barrotes que yo no he fabricado. Estoy feliz de que la resistencia resista, aunque se cree ese clima de aparentar que no. Estoy feliz de no pertenecer a nadie ni nada, porque pertenecer es una obediencia de la que llevamos siglos equivocados. Estoy feliz.
Ya acabó el final y ahora no sé como comenzar este artículo. Se me ocurre colocar en este párrafo muchísimas preguntas retóricas y otras que se escapan de toda lógica, pero también estoy agotado y también estoy feliz. Entonces he gritado mis palabras hacia dentro, he amado esos tres o cuatros días en los que me enamoré del tiempo pausado, y no me quejaba, y he recordado para el comienzo de estas palabras tejidas una canción de Silvio que voy a cantar, espero que también lo hagan.
Era extraño aquel hombre
O por tal lo tomaron
Porque besaba todo
Lo que hallaba a su paso
Lo que hallaba a su paso.
Besaba a las personas
Al perro, al mobiliario
Y mordía dulcemente
La ventana de un cuarto
La ventana de un cuarto.
Cuando salía a la calle
Le iba besando al barrio
Las esquinas, aceras
Portales y mercados.
Y en las noches de cine
También las de teatro
Besaba su butaca
Y las de sus costados.
Por estas y otras muchas
Los cuerdos lo llevaron
Donde nadie lo viera
Donde no recordarlo
Donde no recordarlo.
Y cuentan que en su celda
Besaba sus zapatos
Su catre, sus barrotes
Sus paredes de barro
Sus paredes de barro.
Un día sin aviso
Murió aquel hombre extraño
Y muy naturalmente
En tierra lo sembraron.
En ese mismo instante
Desde el cielo, los pájaros
Descubrieron que al mundo
Le habían nacido labios.
Era extraño aquel hombre
O por tal lo tomaron
Porque besaba todo
Lo que hallaba a su paso
Lo que hallaba a su paso.
(El hombre extraño. Silvio Rodríguez Domínguez. 1990)
Pablo Díaz Cobiella
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