Para las personas llegadas en patera, salir a la calle el 13 de diciembre de 2020 no era seguro. Ese fin de semana, decenas de vecinos de Gran Canaria se concentraron a las puertas de los hoteles de acogida en contra de la inmigración. “¡Fuera moros!, ¡Van a pagar, cabrones!”, gritaban. Como medida de precaución, las organizaciones humanitarias aconsejaron a los usuarios no salir de los recursos en 48 horas. Al mes siguiente, las manifestaciones se convirtieron en persecuciones con machetes. A través de un chat de WhatsApp, algunas personas se organizaron para “limpiar la isla de migrantes”. Dos años después, una investigación ha analizado los discursos que se esconden detrás de estos brotes racistas, que llegaron incluso a justificar las muertes en el mar.
La gestión de la acogida de las 23.000 personas que arribaron al Archipiélago en 2020 provocó dos reacciones diferentes en la población. Por un lado, se articularon en todas las islas redes de solidaridad que dieron alojamiento, comida, apoyo y compañía a los recién llegados. Al mismo tiempo, la descoordinación, la improvisación y los bulos en las redes sociales unidos a los discursos de odio dieron lugar a movilizaciones en contra de la inmigración. Algunas fueron organizadas por plataformas vecinales. Otras, por partidos políticos de extrema derecha.
La investigación Construcción discursiva de fronteras morales en manifestaciones anti-inmigración, elaborada por el experto en psicología social Daniel Buraschi y la socióloga María José Aguilar Idáñez, apunta que la mayoría de las manifestaciones en contra de las pateras tuvieron lugar mientras los migrantes estaban hospedados en hoteles de manera temporal. Cuando pasaron a vivir en macrocampamentos como Las Raíces o Canarias 50, la respuesta solidaria fue “mucho más visible”.
El “racismo democrático”
La falta de recursos estables de acogida y el hacinamiento de 2.600 personas durante semanas en el muelle de Arguineguín llevaron a las autoridades a utilizar los complejos hoteleros como espacios de acogida. En ese momento, estaban vacíos como consecuencia del cierre de fronteras ordenado para frenar la COVID-19. A pesar de ello, fueron muchos los dirigentes políticos que señalaron a la inmigración como responsable del cero turístico que vivió Canarias por la pandemia de coronavirus.
“La solución a la crisis migratoria no es hipotecar la recuperación económica de Fuerteventura”, dijo el presidente del Cabildo insular, Sergio Lloret. La alcaldesa de Mogán, Onalia Bueno, y el diputado de Vox por la provincia de Las Palmas, Alberto Rodríguez, participaron en manifestaciones para “salvar el turismo” donde se gritaba “no a la invasión”. La diputada de Coalición Canaria en el Congreso, Ana Oramas, tampoco dudó en hacer esta relación. “¿Tú irías de vacaciones a Lesbos o a Moria?”, interrogó en la Cámara.
La culpabilización de los migrantes, sumada a la normalización de las muertes en el océano y al tratamiento del fenómeno desde el punto de vista de la seguridad han calado poco a poco en la ciudadanía. “Los prejuicios hacia la población migrante no son una simple expresión de actitudes individuales, sino que son argumentos públicos, fruto de un proceso social de construcción”, reza la investigación.
De esta manera se va construyendo, según los investigadores, el “racismo democrático”. “Es la práctica de exclusión, criminalización, violencia, expulsión, segregación y explotación justificada en el marco democrático haciendo referencia a la seguridad y a la libertad”. Se presenta a las personas migrantes como criminales para legitimar así la vulneración de sus derechos. Con este discurso, las autoridades trasladan a la ciudadanía la idea de que las devoluciones en caliente, los centros de internamiento de extranjeros y la omisión de socorro en el mar son “respuestas razonables” para defender la libertad y la democracia. Tanto es así que el Sociobarómetro de Canarias publicó en 2021 que un 79,6% de la población isleña considera que las autoridades deben hacer “todo lo posible” para que las personas migrantes no entren en las islas.
Con estas estrategias, apunta el documento, los grupos de poder han logrado que las fronteras que dividen el planeta se construyan también en el imaginario colectivo a través de las “fronteras morales”. Se trata de muros simbólicos que colocan a determinados grupos “fuera de los márgenes en los que sentimos la obligación de aplicar normas morales y de justicia”. “Esto nos permite aceptar determinadas acciones que si tuvieran lugar en el interior de nuestra comunidad moral serían inconcebibles”. Así, la política, los medios de comunicación y las redes sociales deciden quién está dentro y fuera de estas paredes y “quién merece justicia y empatía”.
''Yo no soy racista, pero…''
Para explicar cómo se diseña la discriminación, el estudio recopila los argumentos utilizados por los participantes de dos manifestaciones anti-inmigración. La primera, celebrada en Gran Canaria y organizada por una plataforma vecinal. La segunda tuvo lugar en Tenerife y fue convocada por el partido de extrema derecha Identitarios. Mientras que en Gran Canaria primaba la preocupación por “recibir menos que los inmigrantes”, en Tenerife se apelaba a la amenaza con argumentos islamófobos y la “defensa de la patria”.
En ambas movilizaciones había puntos en común. El primero: la negación del racismo. “Si te entran en casa, te defiendes. Si intentan forzar la puerta, pues disparas. Pero luego te llaman racista”, apunta uno de los testimonios recabados en Tenerife. En otros casos, se recurre a relativizar la vulneración de los derechos humanos que sufren las personas migrantes argumentando que en otros países estarían peor. “En sus países no tienen ni agua corriente y aquí quieren un hotel”.
Entre los testimonios también destaca el establecimiento de una separación entre las personas españolas y africanas a través del uso incesante del “nosotros” y “ellos”. En ocasiones, los conceptos utilizados llegan a la deshumanización con términos como “plaga”, “monos” o “parásitos”.
Justificar la muerte
El racismo institucional ha empujado incluso a algunos sectores de la población a justificar las muertes. Naciones Unidas ha situado a la ruta migratoria hacia Canarias como la más peligrosa del mundo. Solo en 2022 perdieron la vida 1.784 personas intentando llegar a España por el Atlántico, según los datos recopilados por el colectivo Caminando Fronteras. La mayoría de los cuerpos desaparecen en el mar, dejando a centenares de familias sin respuestas.
En las manifestaciones anti-inmigración, se percibía la violación del derecho a la vida de las personas migrantes como un “mal necesario” para defender un “bien superior”: la seguridad y la identidad. “Si los sacamos del agua, después tenemos que encargarnos de todo”. “¿Para qué rescatarlos? ¿Para que después entren en tu casa a robar y de paso te monten una mezquita?”.
Nada fue delito en Arguineguín
Las vulneraciones de derechos humanos que organizaciones internacionales denunciaron en Canarias en 2020 también pasaron desapercibidas para la Justicia. La detención de miles de personas bajo custodia policial sobrepasando el máximo de tiempo legal, la falta de duchas, de agua potable o de un espacio digno en el que dormir no fueron delito. La Audiencia Provincial de Las Palmas dio el carpetazo definitivo a la denuncia contra el hacinamiento de personas en el muelle.
Aunque el auto concluyó que las condiciones del campamento eran pésimas, sostuvo que las personas que estuvieron en él pueden considerarse “afortunadas” por sobrevivir a la ruta canaria y por recibir asistencia humanitaria. Así, la Justicia justificó que la “penuria” que pasaron las personas llegadas en pateras a Gran Canaria no fue consecuencia de una acción arbitraria y voluntaria de las autoridades para vulnerar sus derechos, sino que se corresponde con una falta de recursos.
Organizaciones como Human Rights Watch advirtieron durante los cuatro meses en los que el campamento estaba en funcionamiento que las condiciones “no respetaban la dignidad de las personas ni sus derechos fundamentales”. En ese puerto del sur de la isla, las personas migrantes y refugiadas vivieron la falta de asistencia letrada y también la no identificación de perfiles vulnerables, como menores de edad o posibles solicitantes de asilo. Algunas noches incluso dormían rodeadas de ratas.