La portada de mañana
Acceder
Sánchez rearma la mayoría de Gobierno el día que Feijóo pide una moción de censura
Miguel esprinta para reabrir su inmobiliaria en Catarroja, Nacho cierra su panadería
Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El negocio de la droga

Un gesto tan sencillo como coger la guagua cada día para ir al instituto cambió su vida para siempre. Corría el año 1994; las malas notas le llevaron a un nuevo centro escolar en el que compartía aula con otros jóvenes que provenían de familias pudientes de Las Palmas de Gran Canaria. Tras el “buenos días” al conductor del transporte, comenzaba el camino hasta el fondo del vehículo; cada paso que avanzaba le alejaba de la vida que le había procurado su familia, lejos de las malas compañías y; por supuesto, de las drogas de las que poco conocía hasta aquel momento. Veinte años después de ese momento, Miguel inicia tratamiento en una comunidad terapéutica, tras pasar por varios centros de desintoxicación y rehabilitación sin resultado positivo.

En los últimos asientos de aquella guagua, era habitual que todos fumaran hachís y Miguel, invitado por sus compañeros, decidió experimentar. “Cuando lo pruebas por primera vez te quedas atontado y fatigado”, recuerda, “cuando ya lo has consumido tres o cuatro veces te acostumbras; se te quedan los ojos brillantes y te sientes bien, todo te hace gracia”. Durante ese tiempo Miguel comprobó que el trapicheo podría darle beneficios ya que con las ventas entre sus compañeros podía costearse su propio consumo. Tenía 18 años y a esa edad “era raro que alguien no hubiera probado el porro, porque era una droga barata”, argumenta.

Los dos años siguientes el consumo se volvió constante; fumaba hachís a diario y en fines de semana alternos, comenzó a esnifar cocaína. Empezó casi por casualidad cuando acompañó a un amigo a comprarla y éste le ofreció probarla. Por segunda vez en su vida había demostrado no tener el carácter suficiente para rechazar todo aquello de lo que su familia trató de mantenerle alejado. Al probarlo se sintió eufórico; una sensación muy diferente a la que le producía el hachís. Al principio el consumo es esporádico, “luego lo haces cada semana y cuando te das cuenta tienes que echarte una raya si quieres pasarlo bien. Cuando el consumo es diario es el momento en el que se empieza a convertir en una enfermedad”, reconoce Miguel.

Su facilidad para entablar amistad con algunos proveedores hizo que se ganara su confianza; le fiaban cantidades importantes de diferentes sustancias que vendía entre sus amigos y era la forma ideal de ganar dinero. Pasaba toda la semana en clase y cuando llegaba el fin de semana iba de fiesta en fiesta. En esas reuniones encontró el ambiente idóneo para ir conociendo otros camellos, logrando que le dejaran la mercancía a mejores precios. “Cuando te vas metiendo en ese mundo ya sabes a quien comprarle, quién tiene la mejor mercancía y quién no te va a engañar”, explica.

Miguel empezó a darse cuenta que estaba enganchado, cuando cayó en la cuenta de que las drogas habían dejado de ser de consumo esporádico. Intentaba dejar de esnifar cocaína, pero el hachís lo seguía fumando a diario; en esa época admite que “vivía auto engañado” pensando que podía controlarlo; pero se equivocaba. Además de hachís, esnifaba cocaína y los fines de semana utilizaba además anfetaminas y éxtasis. Cada vez gastaba más dinero, y necesitaba vender mayores cantidades para poder mantener ese ritmo de consumo.

“Hasta que llegué a ese colegio no había probado las drogas, pero todo mi entorno lo hacía”, recuerda apesadumbrado, “de esa hornada salieron varios narcotraficantes conocidos; algunos incluso han tenido que cumplir condena”.

El amplio abanico del mercado de estupefacientes

Durante la primera mitad de los años 90, en Valencia se puso de moda la ruta del bakalao. En Gran Canaria, algunos clubes adoptaron el sistema implantado por las discotecas valencianas, y abrieron sus puertas asegurando sesiones interminables de música y fiesta que solo se podían soportar haciendo uso de drogas de diseño.

Esto significó una apertura a mayor variedad de sustancias, algunas de ellas desconocidas para los consumidores, que comenzaban a probar y a experimentar con sus propias sensaciones.

A la marihuana, el hachís o la cocaína, empezaron a unirse nuevas drogas como la ketamina, también conocida como Special K, que provoca alucinaciones, broncodilatación y elevación de la presión sanguínea, y que se utiliza para medicina veterinaria. Los LSD más conocidos como tripis eran muy fáciles de adquirir; estos ácidos se vendían en cartones y para hacerlos más atractivos tenían impresos dibujos conocidos como los Panoramix, Los Simpsons u objetos cotidianos como una bicicleta. Los efectos secundarios del consumo de LSD varían en función de la cantidad, la pureza y del estado de ánimo del usuario; en algunos casos se manifiesta una sensación de euforia; en otros las reacciones se tornan en alucinaciones que pueden durar hasta 10 horas, desde el momento del consumo.

Durante esta época empezó el consumo de popper, también conocida como la droga del placer, compuesta de nitrito de amilo y otros alquilnitritos, que provocaba una sensación de mareo y un mayor placer si se inhalaba antes de mantener relaciones sexuales. Si el consumo era continuado, podía provocar daños neuronales e incluso alteraciones temporales de la visión.

Y si la cocaína y el hachís eran las drogas más populares, pronto el éxtasis (MDMA) les recortó terreno. El formato más popular para su comercialización era en pastillas. Sus productores decidieron utilizar colores y dibujos para hacerlo más atractivo, con logotipos que ayudan a distinguir unos de otros aunque tuvieran la misma composición, una mezcla de drogas que incluyen heroína y anfetaminas.

Miguel conoce bien todas esas drogas y sus efectos. Reconoce haber probado muchas de ellas salvo las consideradas duras: la heroína y el crack. Durante estos veinte años ha conocido a muchas personas que han pasado por todos los estadios de la drogadicción, desde que empiezan con los porros de hachís hasta que terminan inyectándose la heroína.

Cuenta que “a los consumidores de heroína y crack se les identifica fácilmente por su aspecto; son más dejados, no se lavan a diario y su única preocupación es conseguir su dosis porque se la pide el cuerpo”. Cuando tienen el mono apenas pueden moverse por los dolores de espalda “es como una gripe fuerte” aclara Miguel. Él se considera un afortunado porque nunca ha llegado a ese extremo; supo parar antes consumir drogas duras que hubieran supuesto el punto de no retorno a la recuperación que ha iniciado.

“Cuando estas metido en las drogas no piensas en tu familia; estas a gusto y no reparas en el daño que estás ocasionando; solo piensas en las fiestas y en lo que tienes que hacer para conseguir más droga para el fin de semana”, y explica que dado que tenía acceso más fácil a la mercancía por su condición de camello, aprovisionarse no le resultaba un problema. Todo lo contrario que muchos drogadictos, que terminaban delinquiendo para poder asegurarse una dosis que satisficiera su ansiedad.

Años después de aquel viaje en guagua que le cambió la vida, Miguel sufrió tres paranoias como consecuencia del abuso de sustancias. Esto, unido a algunos problemas judiciales le ayudó a decidir que tenía que dejar ese mundo.

Condenado a la rehabilitación

La suspensión de una condena judicial con la condición de ingresar en un centro de rehabilitación, fue el detonante para que Miguel decidiera cambiar de vida. La solución pasaba por internarse; era la oportunidad que estaba buscando desde hacía tiempo, pero sus pensamientos se dieron de bruces con la realidad.

Cuando el ingreso es apremiante, los enfermos se decantan por centros privados que no pertenecen a la Red de Centros de la Dirección General de Salud Pública de la Consejería de Sanidad del Gobierno de Canarias. En dichos centros privados no se utilizan programas terapéuticos; se aísla a las personas durante un largo período de tiempo en el que no reciben atención médica, psicológica y social, que es lo ideal en casos de drogodependencia.

Durante los 15 primeros días de estancia en la casa, estuvo incomunicado y con una persona continuamente a su lado; es el conocido como sombra. A las siete de la mañana la música evangelista le despertaba; a su lado se encontraban en varias literas otros drogadictos que compartían la estancia y las duchas comunitarias, en las que siempre salía el agua fría. La comida era recuperada de empresas a las que se pedía ayuda y siempre con la fecha de caducidad cumplida, en ocasiones con más de un año de la caducidad que marcaba la etiqueta.

“Son centros cristiano evangelistas que no se preocupan por el drogodependiente; no nos hacían análisis ni teníamos asistencia psicológica”, recuerda Miguel, “nunca nos dieron medicación; solo te dan un plato de comida y una cama, y eso supone una vía de escape para drogadictos que ven en estos centros la oportunidad de salir de la calle”.

Denuncia que este tipo de centro busca enriquecerse a costa de las personas que tratan de rehabilitarse. En uno de ellos, donde estuvo por un período de nueve meses, llegó a ser responsable de una de las áreas. Gracias a esta posición pudo conocer mejor el funcionamiento de estas ONG, que ofrecen servicios de albañilería y construcción, venden ropa de segunda mano y recogen muebles usados. Repasando mentalmente esos meses Miguel es capaz de sumar hasta 3000 euros al día de beneficios brutos, gracias a todos los servicios que se ofertaban.

Pero no todo era tan fácil; cuando los miembros de la casa observaban un comportamiento extraño o reticencias por parte de algún toxicómano a seguir las normas, les castigaban con las tareas más duras. Las mudanzas o la limpieza de los platos de toda la casa, solían ser algunas de las labores más detestadas por los internos.

“Yo soy cristiano católico y tenía que asistir a todas las charlas de los cristianos evangelistas; pero me metía en el papel para evitar los castigos. Era una situación que quemaba mucho psicológicamente”, relata; y recuerda indignado cuando en ocasiones se deshacían de camiones enteros de ropa que habían recibido de donaciones, porque no sabían qué hacer con todo ese volumen de prendas.

Esta experiencia provocó que Miguel no se recuperara y sufrió varias recaídas, a pesar de haberse mantenido alejado del mundo de las drogas durante más de nueve meses. El apoyo de su familia y la constante búsqueda de soluciones para acabar con el problema, les llevó a recurrir a las Unidades de Atención al Drogodependiente (UAD). En estos centros de día el enfermo puede iniciar la desintoxicación, proceso durante el cual recibe atención psicológica y social y donde tienen la obligación de hacerle analíticas para comprobar su evolución.

Comunidades terapéuticas como tratamiento integral

A finales de los años 80, la Red de Atención a las Drogodependencias comenzó a dar sus primeros pasos, y no fue hasta 1992 cuando se consolidó como Red Pública de Atención a las Drogodependencias. La Red en el archipiélago está formada por tres centros, Zonzamas en Lanzarote, Las Crucitas en Tenerife y La Fortaleza de Ansíte en Gran Canaria, todos ellos dedicados a las terapias para drogodependientes. Proyecto Hombre, Proyecto Esperanza y Proyecto Drago, tratan problemas relacionados con el alcoholismo también bajo el paraguas de la Dirección General de Salud Pública de la Consejería de Sanidad del Gobierno de Canarias.

Las UAD, son las encargadas de establecer el perfil del drogodependiente que por su situación social y familiar pueden hacer la desintoxicación y deshabituación en un centro de día. Sin embargo, el ingreso en una de estas comunidades terapéuticas está condicionado porque el enfermo haya hecho un uso abusivo de sustancias psicoactivas, y necesite alejarse del medio en el que se desenvuelve normalmente. Cuando se dan estas circunstancias y siempre con el compromiso por parte del enfermo, el UAD comienza el proceso para lograr su ingreso en comunidad. El requisito más importante es la desintoxicación del drogodependiente previa a su admisión, además de informes médicos, psicológicos, sociales y pruebas médicas.

Miriam González, directora de la Comunidad Terapéutica La Fortaleza de Ansíte, asegura en una entrevista concedida a Canarias Ahora que “difícilmente se puede dar el alta definitiva a una persona que solo haya superado la desintoxicación física y que no haya trabajado la parte psicológica”. La desintoxicación es la superación de la dependencia física de la sustancia y se consigue con ayuda farmacológica. El proceso puede durar entre una semana y quince días, cuando el tratamiento se hace en centros hospitalarios, o algo más lento si se hace de forma ambulatoria por medio de las UAD.

La recuperación psicológica es un procedimiento más largo, porque después de superar la desintoxicación física, el enfermo sigue teniendo deseo de consumo, y necesita cubrir una serie de objetivos a nivel personal, familiar y social para poder superar la adicción.

González cuenta que cuando los enfermos ingresan en La Fortaleza de Ansíte “suelen venir con un elevado deterioro físico, psicológico y mucha problemática social y familiar; en la comunidad se hace un trabajo integral para que la persona pueda ir solucionando las problemáticas asociadas, que son tan importantes y que a veces interfieren en el desarrollo del programa”. La orientación es una parte importante del trabajo que hacen en este tipo de centros; por medio de citas, los enfermos comienzan a poner en orden todos aquellos aspectos que habían dejado abandonados por culpa de su adicción. Abogados de oficio para solucionar sus condenas pendientes, el acceso a servicios municipales o incluso cursos de formación, les permite empezar a orientar su vida hacia un horizonte más esperanzador.

Muy pocos pueden considerarse completamente recuperados después de la primera terapia. Frecuentemente son necesarios varios intentos para lograr superar la adicción. Lo importante es que el toxicómano tenga conciencia de la enfermedad y antes de recaer, o cuando haya vuelto a tener una recaída puntual, acuda a solicitar ayuda en los centros especializados para poder reconducir la situación.

El tiempo medio de estancia en una comunidad terapéutica es de tres meses, aunque en casos excepcionales puede alargarse hasta un año. Mientras los enfermos permanecen ingresados, se les hacen controles analíticos y de alcoholemia incluso cuando tienen permiso de fin de semana. Cuando tienen permiso para salir del centro, son requeridos por la comisaría de su zona donde deberán pasar la prueba sorpresa de alcoholemia; si dan negativo pueden continuar disfrutando de su tiempo libre, de lo contrario son sancionados y podrían ser expulsados del programa.

Miguel está en pleno proceso de deshabituación. Por primera vez en muchos años empieza a ser consciente de todo lo que ha hecho sufrir a su familia. Lo entiende gracias a la ayuda psicológica que recibe en la comunidad. “Me siento bien, muy bien; he salido a la calle y no he tenido deseo de consumo”, sonríe orgulloso, “soy un privilegiado porque mi familia me apoya; todo esto pasó por las malas compañías y el dinero fácil, pero ahora soy más fuerte. Con casi 40 años era el momento de parar”.

En sus palabras se refleja el trabajo psicológico que el centro ha hecho con él desde que ingresó. Según González, “la concienciación es la base del trabajo; se trabaja tanto a nivel individual como grupal la mejora de la conciencia de enfermedad; que ellos conozcan el problema”. Durante las horas de terapia les preparan para algo que sobretodo la familia teme: la recaída. “Las personas de su entorno tienen que ayudarles a quitar hierro al problema; cuando suceda deben tomar medidas y que el enfermo no lo viva con culpabilidad o como un fracaso absoluto”, advierte González.

Una vez obtenido el alta de la comunidad terapéutica, los enfermos deben hacer un seguimiento en las UAD durante un período de entre uno y cinco años, en función del deterioro biosicosocial que tenga.

Si Miguel, como otros tantos, consigue superar esta terapia, tendrá que enfrentarse a una nueva vida, alejada de todas las personas que en algún momento le invitaron a una raya; de aquellos que cuando traficaba le compraban drogas, lo que le permitió vivir rodeado de lujos. A partir de ahora, Miguel tendrá que seguir las directrices que le marque la comunidad terapéutica; cuando salga deberá buscar un trabajo y seguir con la vida ordenada que está llevando en la actualidad. Por delante le espera un largo camino en el que tendrá que decir no muchas veces, porque de él depende que la droga no vuelva a hacer negocio con su propia vida.

Pablo Escobar, el espejo en el que mirarse

El 2 de diciembre de 1993, los informativos de medio mundo arrancaban con la misma noticia: la muerte en un tiroteo de Pablo Escobar, fundador y líder del Cartel de Medellín (Colombia). El Zar de la cocaína, como se le conocía, tenía el dudoso honor de poseer una de las mayores fortunas del mundo valorada entre 9.000 y 15.000 millones de dólares, que amasó gracias al comercio de cocaína; y también se le acusó de la muerte de más de 10.000 personas en una guerra sangrienta que le enfrentó al gobierno colombiano.

Escobar se convirtió en ejemplo para muchos jóvenes, que se inspiraron en su historia y se iniciaron en el comercio de sustancias prohibidas. Casi al mismo tiempo que el narcotraficante caía abatido en Medellín, a miles de kilómetros y en una isla canaria, un joven decidía imitar a su héroe. Su único objetivo: conseguir el dinero suficiente para asegurar su futuro poniendo en marcha un negocio.

Conseguir contactos no le resultó demasiado complicado. En aquella época estudiaba por las mañanas y por la tarde trabajaba en una cafetería de su barrio. Hasta allí se acercaban clientes de todo tipo con los que entablaba amistad. Uno de ellos le ofreció ganar un poco de dinero extra, para sus gastos, transportando en una motocicleta algunos kilos de droga. Tenía que llevarlos de norte a sur de la isla y entregarlo; ahí terminaba su cometido.

Durante varios meses realizó con frecuencia ese recorrido, siempre atento por si le seguían y con el temor de ser descubierto por la policía; pero la suerte siempre estuvo de su lado. Pronto se dio cuenta de los peligros que encierra el mundo de las drogas y pese haberlas probado en alguna ocasión con sus amigos, tuvo muy claro que no era lo suyo, solo era su mecanismo para lograr un objetivo que nunca se iba de su pensamiento.

Aún así, tomó un riesgo más y comenzó a vender él mismo la droga para aumentar beneficios. Aprendió a marchas forzadas todo lo que le hacía falta para dominar el negocio; incluso a cortar cocaína. Él utilizaba un laxante, pero vio con sus propios ojos cómo otros camellos lo hacían incluso con cemento blanco. Durante ese tiempo había conseguido buenos proveedores que le ofrecían droga de gran pureza, tanta, que sus compradores la rechazaban porque no estaban acostumbrados a tanta calidad.

La aventura duró al menos cuatro años, tiempo suficiente para hacerse con una importante cartera de clientes que le reclamaban a cualquier hora del día y de la noche. Y lo más importante para él, poner en marcha su propio negocio que 15 años después aún mantiene.

Este Escobar a pequeña escala aún recibe llamadas de antiguos clientes que le buscan para poder conseguir su dosis, pero él ha decidido dejarlo para siempre y asegura que tan solo una enfermedad grave de algún familiar le haría volver a tomar ese camino, del que dice, sentirse orgulloso de haber sabido salir en el momento justo.

[Este es un contenido Premium de CANARIAS AHORA SEMANAL. Hazte Lector Premium para leerlos todos y apoyar a sus periodistas]