La asociación Holes in the borders, fundada por Carla Amador junto a otros ocho activistas (una médico, dos enfermeras, una traductora, una bióloga, una actriz, una educadora social y una periodista), alerta de la “eterna espera que paraliza, que destruye, que mata lentamente” de los refugiados en la capital de Serbia, Belgrado, que estos días soporta temperaturas que alcanzan los 15 grados bajo cero.
Según narran las activistas, más de 2.000 personas procedentes en su mayoría de Afganistán, pero también de Paquistán, Marruecos, Cuba o Siria, tratan de sobrevivir estos días en las gélidas calles del país balcánico.
“Una población que huye de la guerra y la miseria se encuentra estancada en el noroeste occidental de una Europa que se dibuja cada vez más inhumana y miserable. Si el origen del camino varía mucho, no tanto la finalidad: una vida a salvo en la Europa de los derechos y las democracias”, afirman desde la asociación, que tuvo su primera experiencia con refugiados en septiembre de 2016 en Atenas, adonde llegaron en coche desde Madrid
Desde Holes in the borders advierten de que Europa “mata” a los refugiados “en la calle, de frío; en el mar, ahogados, en las fronteras y las vallas. En los tratados, las cumbres, los sillones y los despachos. La muerte se firma con pluma. Decisiones y voluntades políticas que asesinan. Silencio e inactividad del pueblo que condena y perpetua la barbarie”, alertan.
Así, recapitulan que en 2016 fallecieron 3.800 personas intentando cruzar el Mediterráneo y más de 25 en la valla de Melilla, además de dos mujeres muertas por hipotermia en Bulgaria y un hombre en Grecia. “Los siguientes podrían ser perfectamente en las calles de Belgrado. Esta semana se alcanzarán temperaturas de 20 bajo cero”.
En la capital de lo que un día fue Yugoslavia la asociación tuvo su primer contacto hace una semana después de haber visitado, desde el verano de 2016, campos y proyectos de Eslovenia, Croacia, Grecia y Serbia. “La situación empeoraba a medida que avanzaban, y lo que en los dos primeros países habían detectado y condenado, al llegar a Serbia parecían volverse minucias comparadas con la situación de absoluta desolación que allí encontramos”, comentan.
“El Bristol Park (en las proximidades de la principal estación de guaguas de la ciudad) ya se conocía desde hacía meses como el Afghan Park, y había sido rodeado de cordones de plástico para delimitar y ocultar el espacio en el que cada mañana se hacían colas eternas para recibir la comida. En esos días nuestras activistas hablaron con distintas organizaciones, recabando información sobre el sistema de asilo y las condiciones de vida para los solicitantes de asilo. Los pocos campos donde residen los solicitantes de asilo tienen a veces estrictos sistemas: pueden ser semicerrados (Vanja) o totalmente cerrados (Presevo). No hay clases ni ayudas económicas. Las personas que finalmente adquieren protección internacional tienen movilidad reducida, puesto que la tarjeta de residencia no les permite salir de Serbia”, explican.
“Cuando llegamos nosotras la situación había empeorado. Ahora mismo ni siquiera pueden asignarles un campo, pues están todos completos, y las condiciones dejan mucho que desear”, lamentan las activistas.
“Entramos allí de noche, acompañando a dos chicos afganos de 17 años que acababan de llegar y estaban algo intranquilos. Nos quedamos paralizadas. Todo estaba muy oscuro, lo poco que veíamos era lo que iluminaban las decenas de hogueras con las que trataban de calentarse. Apenas se podía respirar, los ojos empezaron a empañársenos, no solo por la incomprensión y el dolor, sino por la gran toxicidad de ese humo. Miles de hombres solos, muchos chavales menores y también algunos niños, hacinados, entre fuego y basura. Después de hacer un rastreo de todas las organizaciones y activistas independientes que están trabajando allí nos quedamos abrumadas. Las personas escasean, la ayuda humanitaria está prohibida, a no ser que seas una gran asociación y el gobierno serbio te dé el visto bueno. Así que nos convertimos en algo así como contrabandistas de ropa de abrigo; teníamos que escondernos de la policía y los militares para repartir nuestra peligrosa mercancía: calcetines, abrigos, guantes, bufandas y gorros”, sostienen las jóvenes españolas.
Sam, un chico afgano que lleva cinco meses viviendo en Serbia, apunta que “la gente no va a los campos porque son prisiones. Además se hacen deportaciones a Bulgaria y Turquía. Es volver a atrás. No tenemos más dinero para seguir intentando con frustración volver una y otra vez. Los campos son cerrados, no hay libertad . Asfixian. No dejan respirar”.
“No queremos que nos traigan cosas, queremos que nos ayudéis a limpiar este lugar, a hacer de este un lugar donde puedan vivir los humanos, no somos ratas. Necesitamos que la gente nos sonría, hablar, pasar el rato. Todo el mundo viene, hace fotos y se va” añade Sam.
Ahora, una vez de vuelta a España y mientras preparan el retorno a Belgrado a partir del 16 de enero, Holes in the borders hace un llamamiento para que todas aquellas personas que quieran se unan al “ejército humano” que van a desplegar por las calles a orillas del Danubio. “Vamos a tratar de dignificar The bus station, vamos a limpiar ese lugar y a tratar de que ese humo tóxico salga de ese lugar y al menos los ojos no se empañen tanto”.