“Pensaba que nunca me iría del hospital, que mi vida laboral terminaría ahí, pero la situación se hizo muy dura, muy cuesta arriba. Éramos como una familia, pero en los últimos años la situación se estaba volviendo insostenible”. Quien así habla es un médico que en diciembre de 2017 puso punto final a una trayectoria de casi 17 años en las urgencias del Hospital Insular de Gran Canaria, el de referencia para la ciudadanía de la zona sur de la isla. En el último lustro, 36 facultativos han abandonado un servicio que ha vuelto a ser noticia estas semanas por una dura carta firmada por 22 de sus 28 adjuntos. La misiva alerta de una “masificación sin precedentes” en el centro y de que la seguridad de los pacientes se encuentra “gravemente comprometida” por el colapso asistencial.
El problema no es nuevo y la pandemia de Covid-19, aunque lo ha agravado, no es la causante. En enero de 2016, días después de haber presentado su dimisión como jefe de Urgencias, el doctor Víctor Pons aclaraba en una carta que su renuncia al cargo no se debía a motivos personales, sino a una cuestión de “salud pública”. Ese escrito responsabilizaba al entonces gerente del hospital, Víctor Naranjo, del “importante deterioro” del servicio por una “inadecuada optimización de los recursos humanos y materiales”. Las reivindicaciones laborales, defendía en ese momento Pons y defienden ahora los adjuntos de urgencias, no responden a motivaciones económicas, no se piden aumentos salariales, sino unas condiciones que permitan atender “con dignidad” a los pacientes en las urgencias.
En marzo de 2015, los facultativos convocaron una huelga para reclamar un incremento de recursos con el que poder afrontar la sobreocupación del espacio y reducir las estancias prolongadas de pacientes en las urgencias en condiciones “no adecuadas”. El dimisionario jefe de Urgencias manifestó meses después que la dirección del centro le había puesto innumerables trabas para suplir las bajas de los trabajadores y había desoído las demandas que exigían una estabilización de plantilla, “básica para desarrollar una correcta atención”.
Cinco años después, la situación se ha agravado. Los pasillos atestados de camillas se han convertido en una estampa habitual en las urgencias del Hospital Insular. El embudo se produce en las plantas de hospitalización por la falta de camas a las que poder derivar a los pacientes cuando son dados de alta en urgencias. Los sanitarios llevan años reclamando que se agilice la salida de los usuarios del servicio, bien a otras áreas especializadas, bien a centros concertados, para evitar que tengan que permanecer horas, incluso días, hacinados.
La dirección admite que el problema es estructural, de falta de espacio, y confía la solución en la ampliación del recinto tras la adquisición de un nuevo edificio cedido por el Cabildo de Gran Canaria, el que albergaba el Colegio Universitario de Las Palmas, mientras adopta medidas puntuales, parches que pasan por la habilitación durante los episodios de mayor saturación de ciertas estancias reservadas de forma habitual a otros usos.
Guardias con 50 pacientes a cargo
Los médicos adjuntos achacan las dificultades a la “mala gestión” y al déficit de personal. “Lo de que el hospital es pequeño lo llevo oyendo desde hace quince años”, apunta un veterano médico, uno de los 36 que se han ido del servicio de urgencias del Insular desde 2016.
“El deterioro ha sido progresivo. Empezamos con seis camas de observación, después doce, después quince, después los pasillos... La presión asistencial era cada vez mayor por el crecimiento y envejecimiento de la población y por el aumento de la calidad de vida. Pese a todo, seguíamos trabajando, pero cada vez descansábamos menos. Salíamos de una guardia de 24 horas, librábamos el saliente (a partir de las ocho de la mañana) y teníamos que volver al otro. Se nos terminó haciendo muy cuesta arriba, porque la presión iba a más, no había camas de hospitalización para subir a los usuarios y teníamos que atender a pacientes de neurología, digestivo, endocrino... y darles el alta sin que ni siquiera fueran vistos por el especialista”, resume el facultativo, que prefiere permanecer en el anonimato.
Este médico salió del hospital en 2017 tras recibir una oferta de una clínica privada. La aceptó porque la situación en el Insular se había vuelto “insostenible”. “Llegué a tener una guardia con 50 y tantos pacientes en mi área, con personas con patologías graves, pendientes de una analítica, sentados en una silla. Eso no es compatible con una calidad asistencial mínima que se le pueda brindar a nadie”, afirma con pesar el galeno, que recuerda que en los primeros años acudía al centro público “con gusto, feliz”, motivado porque, a diferencia de otros hospitales, el Insular ofrecía a los profesionales autonomía para desarrollar determinadas técnicas que le gratificaban en lo profesional.
Con los años, la situación se fue complicando. Cuando entraba al servicio, le surgía siempre la misma frase: “A ver con qué me encuentro ahora”. “El trabajo era duro, me atrevería a decir que rozaba lo inhumano. Yo terminaba mi guardia y me iba, pero los pacientes se quedaban allí, en los pasillos. Me iba a casa y estaba todo el día pensando en cómo estaría el viejito de la cama 28. Me afectaba a la salud, física y mental, no podía descansar al día siguiente, porque estaba pendiente. Poco a poco se fueron marchando los profesionales, no solo médicos, también enfermeros, porque se fueron cansando de esta situación”.
“Es muy difícil marcharte de un hospital”
Otro médico veterano, de 64 años y 37 de experiencia laboral, recuerda que tras el primer “éxodo masivo” en 2016 (ese año abandonaron las urgencias nueve facultativos), la gerencia dijo que se trataba de un ciclo. “El ciclo se ha convertido en el triángulo de las Bermudas que se ha tragado ya a más de 30 profesionales”, señala. “Es muy difícil marcharte de un hospital. Tenemos un RH Medicina Pública positivo y en el Insular había un entorno profesional que permitía hacer cosas muy lindas. Recogíamos datos de las paradas cardiacas, de los infartos, de los códigos ictus... No se traducía en publicaciones en revistas de impacto, pero sí nos mostraban el camino para saber que lo que se estaba haciendo era lo correcto”. Incluso decidió prolongar las guardias dos años más de la edad máxima estipulada para hacerlas (55) porque “había un clima altamente motivador”. “La carga de trabajo era brutal, pero había empatía”, remarca.
Este profesional sitúa el comienzo del declive también durante la gerencia de Víctor Naranjo. “Antes tenían al menos la sensibilidad de escucharnos. Él no, pasaba de nosotros. Hizo trizas el servicio. El ánimo era de no hacer nada, de inversión cero no solo en recursos humanos, sino en facilitar espacios para dar una atención digna”. Se marchó al sector privado en 2016, tras once años en servicio. Por un lado, porque veía ya cercano el retiro. Por otro, por la falta de recursos, porque apreció que la dirección del centro no tenía voluntad para facilitar las herramientas que permitiesen salir del atolladero.
Del hospital al centro de salud
Francisco Sosa (36 años) y Luis Hernández (35) se fueron del servicio en el verano de 2020, aunque vuelven puntualmente para hacer guardias y reforzar a sus compañeros (entre dos y tres al mes). El primero de ellos llevaba casi una década en las urgencias del Insular entre la etapa de formación en la especialidad de Medicina de Familia y la de facultativo adjunto. “Me crié en ese servicio y me gustan las urgencias hospitalarias. Estoy en constante formación, cada año me voy a Madrid a dar un curso. No sirvo para otra cosa”, dice.
Sin embargo, en junio de 2020 se vio en la tesitura de tener que elegir entre “tener un trabajo gratificante o tener una calidad de vida”. “Estaba con uno de mis hijos (tiene tres) en el Hospital Militar un lunes, librando, y me llamó el jefe para decirme que tenía que ir en una hora y media o dos porque había una compañera de baja. Hubo una disputa y al final no fui. Ya no podía aguantar más. Me llamaban hasta los domingos. Acabé renunciando a la interinidad”. Sosa afirma que la conciliación era “inviable”. “Hacías una guardia un domingo, con la carga que supone una guardia en un hospital, salías un lunes y tenías que ir el martes por la mañana porque no había gente. No descansabas ni 24 horas”.
El médico subraya que los cambios en los horarios se daban constantemente y que incluso se llegó a utilizar una aplicación de móvil en la que se comunicaban estas modificaciones de un día para otro. “Estabas en casa y te llegaba una notificación de que al día siguiente, en vez de por la tarde, tenías que ir por la mañana. Estaba conectado 24 horas al teléfono móvil. Decidí cortar muy a mi pesar”, relata Sosa, que ahora trabaja en urgencias de Atención Primaria, en el centro de salud de Gáldar. “La carga asistencial es mucho menor. Es verdad que no es tan satisfactorio como el hospital, porque en el Insular teníamos unidad de críticos, se ve de todo, es un servicio muy independiente, con muchas técnicas, mucha formación, pero he ganado en calidad de vida y en descanso. Ahora sé que hago guardias cada cuatro días. Tengo mi planificación, mi cadencia, puedo organizar mi vida”.
El facultativo sigue cubriendo dos o tres guardias al mes en el Hospital Insular. “Sé cómo están los compañeros, me gustan las urgencias e intento echar una mano. El jefe nos pidió que lo hiciéramos para paliar la huida de médicos y no quiero perder el contacto”.
El de Luis Hernández es un caso parecido. “Me apasionan las urgencias. El Insular es un paraíso por el trabajo que se hace: atiendes a críticos (en otros centros hay una unidad independiente), haces muchas técnicas, cosas que a un médico de urgencias le gusta hacer. Hice todos los cursos que pude”, señala el sanitario, que ejerció cuatro años en el centro y que ahora trabaja en Atención Primaria, en una ambulancia medicalizada en el sur de Gran Canaria. “Al principio estaba bien. Sabes que cuando vas a urgencias vas a tener que trabajar mucho, que las condiciones son duras, pero lo asumes porque te gusta. Se podía vivir. Pero se fue deteriorando y el último año era imposible. Había mucha incertidumbre en la planificación, me podían llamar en cualquier momento y pedirme que fuera a trabajar, me lo cambiaban continuamente, era una situación mantenida en el tiempo”.
Al igual que le sucedió a sus compañeros, el desencanto fue progresivo. Por un lado, la presión asistencial. Llegó a tener “hasta 60 pacientes” a su cargo en áreas asistenciales. “A veces me veía sin tiempo para ver a un paciente con prioridad alta, porque tenía que estar con otros que estaban aún peor. Honradamente, en esas condiciones no puedes asegurar la seguridad del paciente. Después los empiezas a llevar a los pasillos e incluso pierdes el contacto visual. Tienes que confiar en que los profesionales de Enfermería te avisen. Al final se les va atendiendo en tiempo y forma, pero no es fácil, no los tienes en tu campo visual y puede haber errores graves que pasen desapercibidos”, cuenta.
A pesar de las mejores condiciones laborales de las que disfruta ahora en Atención Primaria, en su discurso trasciende una sensación de frustración. “Tengo más calidad de vida, pero profesionalmente no utilizo ni el 10% de lo que sé, lo sientes casi como un fracaso dedicar tu formación a eso y tener que abandonarlo a los cuatro años”. Hernández confía en poder regresar al servicio, aunque para ello tendría que revertirse la situación. “Que se pueda vivir, que den las libranzas que corresponden, que se acabe con la incertidumbre de no poder organizar nada en la vida, que se respeten los tiempos de descanso y que se mejoren las condiciones de trabajo para poder ofrecer calidad asistencial”.