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Camy Domínguez

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Estamos en la era de la comunicación y da la impresión de que cada día nos comunicamos menos. Y lo que más pena me produce es que esta incomunicación es mayor a edades cada vez más tempranas. Cuando yo era pequeña obviamente no había teléfonos móviles. Ni siquiera había luz eléctrica en casa y, por lo tanto, tampoco televisión. Apenas teníamos una radio de pilas donde escuchábamos a aquellos locutores de tan excelente verbo y que transmitían tanto.

Más tarde, cuando entramos en la era de la tecnología, nuestro contacto interesado con la televisión se basaba en las dos o tres horitas diarias de la programación infantil, en un único canal y en blanco y negro. Y era tan sana, tan educativa... La televisión de entonces cuidaba de los niños, de que no viésemos ningún contenido inadecuado. ¿Se acuerdan de los dos rombos? Yo a veces los odiaba pero me sentía segura después de todo. Podíamos debatir luego en la calle sobre aquella serie que ni yo ni ninguno de mis amiguitos se perdía e incluso recrear sus personajes como si nosotros fuéramos los actores. Me encantaba la expresión “yo era...”: “Yo era Mike y me iba al salón montado en mi caballo”. Eso era suficiente para que los demás compañeritos del callejón no tuvieran duda del aspecto que tenía el tal Mike, o sea, un hombre apuesto con un gran bigote, de largas patillas negras, con sombrero de vaquero y botas con espuelas sobre un hermoso corcel blanco.

Pero la tele solo nos ataba esas pocas horas y como para coger recortes nada más. Lo divertido era seguir jugando con otros menesteres. Yo era de las que, además de leer, cosa que a muchos niños de mi edad les entusiasmaba, jugaba en la calle o en los volcanes alrededor de mi casa a todo lo jugable en esos momentos: muñecas, casitas, trompos, boliches, cochitos, pelota, cometas, elástico, soga... Nuestros juguetes raramente se compraban en las tiendas porque éramos capaces de imaginar todo lo que nos faltaba. Si no había un coche, nos sentábamos en un pedrusco y aquel era el último modelo de descapotable para llevar a pasear a nuestro acompañante. Si no había platos para comer en un restaurante, no faltaría entre los desperdicios encontrados en los majanos un trozo de lata, cristal o loza que hiciera las veces de una vajilla de la mejor porcelana de La Cartuja. Y si no había pelota, hasta un cacharro de jugo se oía chocallar en el terraplén o en el camino. Nuestra imaginación no tenía límites.

El otro día les mandé a mis alumnos a hacer una de esas actividades investigadoras que a mí me encantan, con la intención de que descubrieran el fascinante mundo de la infancia de nuestros mayores. Tras unas sencillas preguntas y opiniones, los niños tenían que redactar las sensaciones y sentimientos que aquella entrevista les había producido. Por lo general todos, niños y mayores, estaban encantados. Pero un alumno me contó que su abuela le había dicho que jugaba con un elástico y se lo pasaba divinamente, que si yo había oído hablar de eso. Le contesté que efectivamente, una cosa tan sencilla daba para muchas horas de diversión y que, si alguna vez tenía oportunidad, le haría una demostración.

Qué pena que los niños hoy en día, con la cantidad de dinero de que disponen las familias, sean tan pobres en juegos y juguetes. Si nos fijamos, solo disponen de la play station y el móvil y dos o tres artilugios más o menos similares y con eso juegan, se divierten, se comunican y pasan la infancia pegados a ese par de cosas, obviando la comunicación presencial con los compañeros, la imaginación, los juguetes y juegos de mesa, el deporte, la lectura y hasta los estudios y el cultivo de la inteligencia. Y el aire libre... Y qué poco sanos estos juegos de hoy en día, que a veces derivan en cosas horribles como el bullying, el sexting, la ludopatía, la adicción, el aislamiento, el sedentarismo, los problemas posturales, como el llamado cuello roto... Que no digo que no tengan ventajas como elemento educativo, pero, por más que miro alrededor, lo que veo no son niños usando la calculadora o aplicaciones para aprender la conjugación verbal, pero sí a padres y madres que al recoger el boletín de notas les dicen a sus retoños “se acabó el móvil”. Es que no tenía ni que haber empezado, que no es lo mismo, ¿verdad, doña? Si apenas son niños...

Y luego nos extrañamos de que cada día nuestros niños sean más violentos, que no respeten a otras personas, que vayan por la vida hipersexualizados a edades muy tempranas, que normalicen algunas situaciones aberrantes y que, teniendo tanta información al alcance de un clic, tengan cada vez menos capacidad crítica respecto a ese universo que los rodea.

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