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Bruja (II)

De entre la oscuridad que envolvía al mundo, se proyectaba una colorida luz, tan intensa que molestaba. Su color fue la quincuagésima primera casualidad que el viajero había conseguido contar, ahora con una mirada diferente, impuesta esta vez en el letrero de una taberna: Casey’s.

El murmullo que el lugar proyectaba ascendía con el clamor de los residentes de la zona, que llenaban el área de fumadores cantando canciones populares, al mismo tiempo que varias fogatas ilustraban los tonos adivinando las siluetas procedentes del exterior.

Una vieja puerta arqueada recibió a los caminantes que bajaban del cercano albergue. De entre ellos, una figura femenina se adelantó. Una de sus manos golpeó el portón.

- Ahora esperamos… -enunció la visitante.

El ruido de la apertura de la pesada puerta cortó el regusto de aquella hechizante voz.

Adiós al silencio, y al clamor del folclore.

El aspecto interior impactaba. Era muy confuso. Una decoración sobrecargada por objetos de toda clase: desde recuerdos deportivos a esculturas que ilustraban las pasarelas a los servicios, pasando por algunos retratos de los músicos más influyentes del siglo veinte... Todo pintado en la retina con el castaño de la madera del mobiliario, el gris de su fría piedra, el blanco de las lanas que calentaban el lugar y el dorado, ¡cómo no…!, de la cerveza que servían.

- Pasa de la rubia. Prueba la cerveza roja de aquí. Hazme caso, te encantará.

- Por supuesto… ¿cómo no…? -respondió Néstor, esculpiendo en su memoria cada segundo.

Tras conseguir acceder a la barra y hablar al camarero con lo que sintió haber sido la más ridícula de las dicciones anglosajonas posibles, el joven recogió las dos cervezas e investigó con la mirada dónde estaría la mesa de sus compañeros.

El primero al que encontró, en otro punto de la misma barra, fue a Alessandro. Era de Bérgamo y parecía estar casado con su cámara fotográfica. No sabía mucho inglés, así que en ocasiones se entendían mejor entre ellos dos incluso en español, debido a las similitudes de sus idiomas. De todo el grupo, Alessandro era con gran diferencia el que aparentaba haber tenido menos necesidad de llegar a ese lugar.

A su espalda, Néstor recibió también el sonido de la parisina voz de Sophie, esforzándose por hacerse escuchar por encima del sonido de la música. Tenía seguramente la personalidad más protectora del grupo y era una sorprendente navaja suiza hecha persona. Daba sabios pero exageradamente rectos remedios y consejos para todo. Junto con Karol, una berlinesa de la que poco sabía más allá de que era doctora en Filosofía, se podía decir que era una chica amurallada al resto del mundo.

Vinni también había conseguido dejar su inseparable guitarra en el hostal. El muchacho bebía sidra manteniendo una conversación con otro de los camareros. Al ver a Néstor, interrumpió lo que estuviera diciendo y fue a su encuentro con urgencia:

- ¿Has visto las jukebox que hay aquí? ¡Son geniales! ¡Hay docenas de ellas, todas conectadas! Y el repertorio…, ¡oh dios mío! No te esperarías esas canciones jamás, ¿verdad? -dijo el músico, absolutamente maravillado.

- ¿Es Jamiroquai?... ¡Es flipante!

- ¡Sí, tío! Me he dejado diez euros en pedir temas en uno de esos aparatos, imagínate…

En los puntos suspensivos sobre los que Vinni siguió hablando, se dejaba ver al fondo la mesa en la que la chica de León y su hermana se habían sentado. Allí, la misteriosa joven jugaba a intentar quitarle el teléfono a Mónica. Así se llamaba su hermana mayor, la chica que la había seguido hasta ahora en su camino hasta aquel cercano albergue.

- Sláinte -brindó Néstor, al llegar y sentarse.

- ¡Salud! -le respondieron, sin querer perder la tradición.

Y tuvo que pasar.

El sonido de un piano emergió de los grandes altavoces apostados unos metros de cada una de las ahora contadas dieciocho máquinas de música del bar. De repente, sólo se oía el latido de las teclas en los tímpanos y el eco de aquella concreta canción en segundo plano. La sonrisa de Néstor se partió y su esqueleto extravió todas las articulaciones. Ni siquiera se había percatado de la llegada del resto a la mesa.

-… no te preocupes, él me acompañará -dijo la joven, terminando de hablar mientras miraba al viajero.

¿El qué, perdona? -preguntó, perdido el chico.

Ah, ehm… claro. No hay problema… ¿qué es lo que pasa?

- Que voy fuera. Ellos se quedan. ¿Te vienes o estás bien?

- Sí, sí… todo bien. Es una chorrada… Es esta canción… ¿Te esperas a que acabe y vamos? -acertó difícilmente a decir.

- Podría esperar, si… O podrías hacerle caso a lo que dice esa canción y “no tener miedo”, también… -le increpó condescendientemente la chica. Su sonrisa aplastaba por completo el pecho de Néstor.

El momento se tornó completamente extraño. De ninguna manera sentía mantener el control sobre sí mismo. Parecía un sueño, o una realidad televisiva a la carta del espectador, algo como un despertar manipulado de alguna forma. Lo más aterrador era mirar a la joven y tener la impresión de que ella reconocía igualmente el anodino ambiente, pero acostumbrada. Sabedora de todo lo que le envolvía y totalmente cómoda con ello.

Él comenzó a tener la necesidad de salir de allí.

El exterior volvía a dejar oír la normalidad del lugar en el que habían coincidido: el frío y distante valle de los dos lagos, de noche escenario improvisado para sus habitantes, reunidos en la terraza de la taberna del pueblo con muchísimas más cervezas que gargantas y todavía más penas que canciones. El sonido de aquellas voces en la noche, tan orgullosas de la nostalgia que sentían y que cantaban rabiosas, le hizo recobrar a Néstor cierta normalidad, junto con la ayuda del tacto de aquella mano que lo llevaba a la esquina más acallada.

-¿Mejor? -le preguntó la joven.

Bastante, la verdad -respondió con palabras, al mismo tiempo que con una caricia en sus dedos.

¿Pero estás bien?

Sí, sí… 

Quizá me agobié un poco. No estoy acostumbrado a este tipo de lugares.

Me impactan mucho. 

No lo sé… todo es tan diferente... a veces, pienso que demasiado.

- Y que lo digas. Pero tío, ¡te ha cambiado la cara! ¡Me has asustado! ¡Eso no se hace! -

se resentía ella, cómicamente.

Las risas que terminaban las frases dieron paso a silencios que invitaban a pensar demasiado. Hablar o no hacerlo eran dos muy buenas opciones al mismo tiempo.

- ¿A qué has venido? -preguntó ella, como si hacerlo fuera el lógico siguiente paso.

Los labios de Néstor suspiraron, conscientes de que aquella no iba a ser una respuesta corta. Comenzó a recordar, buscando en el bolsillo de los pantalones su paquete de cigarros.

Es una larga…

Néstor…, sin excusas. -le interrumpió la chica.

Vale, vale… venga, sin excusas

Pues… busco algo… 

- ¿Algo? 

Algo… ¿Algo de qué? ¿Cómo que algo? -se mofaba ella.

Algo que me haga feliz, supongo -acertó a decir el muchacho.

- ¡Pero hay muchas cosas que te pueden hacer feliz en la vida, tío! 

Yo que sé… 

Piensa…

¡El Nesquik, por ejemplo! -dijo riéndose.

- ¿El Nesquik? ¿Cómo que el Nesquik? -preguntó él, distraído con la música-. Sí, claro. No sé qué tendrá que ver, pero sí -carcajeaba-. Pero me refiero a otra cosa, a ese gran algo que te hace… eso, feliz.

Su mirada buscó el rostro de la chica. Las fogatas hacían lo que podían por iluminar, resaltando los ejes de su rostro, que miraba al infinito y su melena, telón de fondo para una noche completamente anormal.

¿Y ese algo está aquí…? -insistió ella. Un trago largo de cerveza cerró la pregunta.

Es que ese es el problema... -se anticipó Néstor.

Mira, yo fui muy feliz durante un tiempo. Muchísimo.

Pero bueno..., ese momento acabó y… tuve que irme. 

Supongo que este es el sitio en el que necesito estar ahora… -resignaba, con su voz perdiendo intensidad.

A menos de media luz, ella le volvió a clavar los ojos, buscando aún más información en los de él. A Néstor, las palabras parecían no querer dejar de salirle.

Es todo tan confuso… -arrojó, tirando con decisión la toalla-. Estar aquí… o en cualquier sitio… y no saber cómo seguir, qué hay después… dónde ir o qué hacer…

Y acabar en este sitio… tan lejos…

Y ver que todo es nuevo, que viene y va…

Y llegar al pueblo…

Y conocerte...

Y al volver esa noche a la habitación, el latido de once corazones.

De entre la oscuridad que envolvía al mundo, se proyectaba una colorida luz, tan intensa que molestaba. Su color fue la quincuagésima primera casualidad que el viajero había conseguido contar, ahora con una mirada diferente, impuesta esta vez en el letrero de una taberna: Casey’s.

El murmullo que el lugar proyectaba ascendía con el clamor de los residentes de la zona, que llenaban el área de fumadores cantando canciones populares, al mismo tiempo que varias fogatas ilustraban los tonos adivinando las siluetas procedentes del exterior.