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Futuro ausente

Aquí no pasa nada,

salvo el tiempo:

irrepetible

música que resuena,

ya extinguida,

en un corazón hueco,

abandonado,

que alguien toma un momento,

escucha y tira.

Ángel González

Mis raíces son como las de un árbol viejo y quemado por la desolación de la ausencia y el perdón. Hallo la reconciliación a kilómetros de mis ramas, que lo ocupan todo, que lo arrasan todo, que lo invaden todo. Amo la vida con sed indiscriminada y con el valor ineludible de todo lo que no fue y lo entiendo: mis ramas, que podrían ser abrigo o helada en el desierto, se han convertido sin embargo en tentáculos fuera del mar. Que no mueren, que no cesan, pero tampoco rugen.

Mis ramas mutaron hasta ser la curva de una carretera hacia en el verano, un camino de piedras al mar, una autopista directa al infierno. Alguien aprendió a conducir a mi costa y a cambio me dejó un sofá con vistas a un océano en el que me veo reflejada en bucle. Acabé enloqueciendo a pesar del espejismo porque nunca antes me había desconocido ni desquerido tanto. Me invadió la rabia a la constancia, a la verdad y al dolor, la incomprensión a todo lo que soy y lo que digo ser. Porque si no me sufro no me encuentro.

Ardí siendo fuego y agua y terminé por creer y crecer en las mentiras como lo hace la mala hierba en cualquier abandono digno de convertirse en hielo. Lo que arde soy yo cuando las llamas vienen comprimidas en una sinrazón absoluta, en términos absolutos, sin compasión absoluta.

Veo el origen claro y lejano pero con una certeza: no me puedo vivir aislada a lo que siento porque sería entonces un árbol que anda en medio de una ciudad, y aún no caminan los árboles lo suficiente como para ser imperio en el Madrid del caos. El único desorden soy, diría anoche, pero ahora observo la avenida del mal repleta de luces y lo entiendo de nuevo: el orden son ellos.

Aquí no pasa nada,

salvo el tiempo: