Quedamos en un antiguo bar marinero de Peña Herbosa. Él vivía en una buhardilla próxima. Le había pedido su colaboración para un poemario institucional y él puso como única condición conocerme antes en persona. Fue la primera de las muchas que quedamos.
Había nacido en una fecha indeterminada en la calle Limón. No le gustaba decir la edad. Se le escapó una sola vez, en la contraportada de un poemario muy comprometido para la época que le llevó a juicio. Fue durante la Dictadura.
Cuando era niño se sucedían los suicidios en el Cabildo de Arriba. Se solían tirar desde la Rampa de Sotileza. También recordaba que a las mujeres las rapaban y obligaban a beber aceite de ricino. Las cantidades estaban estipuladas. Esa crueldad institucionalizada, escalofriante. Las purgas se perpetraban en la plazoleta que hay frente a la sede del Ateneo Popular de Santander, incautado, hoy Ateneo de Santander, al lado de la iglesia de Santa Lucía.
Es en esa plaza donde se vieron por última vez los cinco mil libros de la biblioteca desaparecida del Ateneo Popular de Santander. Recientemente adquirí en una librería anticuaria bilbaína un libro con matasellos de la institución, libro dedicado al ganador de un premio literario, de cuya biblioteca personal procede. No hay muchos más rastros.
Tampoco fue fácil adquirir A tot vent: Poemes d´abans d´ahir, poemario del maestro republicano Jaume Anglada Rodellas, preso en el campo de concentración de La Magdalena: “Son las diez menos cuarto, y ya no tienen pan. / Se escucha un sordo clamor… / ¡Es el hambre! / Hombres alineados, / brigadas de reclusos, de narices larguiruchas / que comen con los ojos. / Hay por todas partes un clamor… / ¡Es el hambre! [...]”
El poema 'Es el hambre', original en catalán, lleva fecha de 4 de marzo de 1939 y fue escrito en Santander.
El franquismo intentó tapar hasta el olvido este y otros campos de concentración de dentro y fuera de Santander, por ejemplo el de Santoña, tras la derrota del nazismo. Pero no lo consiguió. Pese a lo que debió ser un arduo proceso de borrado del sistema de campos franquista, expurgo documental incluido, se ha logrado rescatar un número reducido pero significativo de documentos irrebatibles, entre los que destaca una relación de pacientes de la Casa de Salud Valdecilla dados de alta y conducidos sin solución de continuidad al campo de concentración de La Magdalena, con marcas y cruces en rojo delante de algunos nombres que rompen el corazón, a lo que se suman fotografías, cartas personales de época y numerosos testimonios orales de presos y parientes.
Preguntado el colectivo Desmemoriados por testimonios y en particular por aquéllos relacionados con la alimentación de los presos, recibo dos realmente estremecedores.
“El mismo día que entraron [las tropas franquistas] nos sacaron de Valdecilla y nos llevaron a Los Salesianos. Estuvimos presos en Los Salesianos un mes, me parece. Estando ahí nos dicen que nos tenemos que preparar que nos llevan al hospital de Oña. Allí estuve un mes hasta que me dieron el alta. Luego me sacaron al campo de concentración de Oña. De allí me trasladaron al campo de concentración de Miranda de Ebro y de allí a un batallón de trabajadores a la provincia de Burgos, cuando todavía no había terminado la guerra. […] De allí nos sacaron y nos llevaron a África, a Melilla. Desembarcamos en Nador. Y de allí me enviaron a casa en 1940”.
Y el segundo:
“Estuve en la cárcel provincial; estaba hecha para 124 presos, había 1.500. En los patios tirados, sobre las paredes. Llegamos allí, nos tuvieron tres días sin darnos nada de nada. A los tres días nos dieron un poco de arroz cocido. No teníamos ni platos, ni cuchara, ni nada. En los pañuelos, que estaban asquerosos, echábamos el arroz y lo comíamos. Teníamos latas de escabeche de cinco kilos, que las utilizábamos para orinar, allí echábamos el arroz y lo comíamos... En El Dueso nos daban una sardina arenque, para comer y otra para cenar. En otras ocasiones nos daban un poco de cebolla cocida con agua y echaban unos huesos limpios, de los que ahora las carnicerías llevan para molerlos. Al que le caía un hueso en el plato, le tenías en el patio todo el día hasta que roía el hueso, igual que los perros. Los que salían a la finca, cogían la hierba y la metían para adentro. Yo he comido hierba igual que una vaca, porque no había más. Había un promedio diario de tres que se morían de hambre, no de enfermedad. Los veías hoy esqueléticos y al día siguiente inflados, la avitaminosis, a morir. Estaba en un piso para cerrar las celdas y abrir, uno se murió allí, los otros por coger la ración no declararon que se había muerto. El oficial se asomaba por la reja, contaba. Hasta que un día ya huele. Otro caso, un andaluz que le mandaron un paquete de comida grande, se hinchó a comer, luego le hizo daño y había que subir al tercer piso. Iba él devolviendo y los que iban detrás comiéndolo. Eso es la realidad, y ahí es donde se forjan los hombres”.
Se hace difícil entender que la recuperación institucional de nuestra memoria histórica, la de todos, por eso la necesidad de que sea institucional por encima de iniciativas privadas de cualquier signo, por muy loables que éstas sean, se hace difícil comprender, decía, que esta necesaria recuperación institucional de nuestra memoria histórica sea tan parsimoniosa.