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Un asunto escurridizo
A punto de morir, el biólogo Max Schultze repasaba la situación en que dejaba su especialidad: «Está todo aclarado. Bueno, menos el tema de las anguilas, por supuesto».
En efecto, todavía en 1874 no se sabía de las anguilas más de lo que ya sabían los antiguos. Buena parte del problema era que todos los ejemplares examinados carecían de órganos sexuales; nunca se las había visto aparearse ni poner huevos, así que ¿de dónde venían las anguilas?
Una cuestión especialmente misteriosa porque, además de en ríos y mares, se encontraban de pronto anguilas en charcos secos, sin corriente que los humedeciera.
Quizá por eso Aristóteles aseguraba que las anguilas surgían espontáneamente del barro y el agua de lluvia, una idea no muy distinta de la de los egipcios antiguos, que creían que provenían del Nilo calentado por el sol. Otros griegos decían que eran hijas de Júpiter, dios al que rutinariamente atribuían toda paternidad no reclamada de los recién nacidos. En tiempos de Schultze la ciencia no admitía a Júpiter como padre de las anguilas, pero no disponía de explicación alternativa. Una debilidad que permitía que todavía muchos pensaran que nacían de un pelo de caballo caído al agua o que empezaban su vida como escarabajos.
Y no es que faltaran esfuerzos para desentrañar el misterio: en 1876 un hombre de 19 años iba cada mañana al puerto de Triestre a comprarle anguilas en grandes cantidades a los pescadores que las traían. Las llevaba a su habitación y las disecaba durante todo el día, buscando sus órganos sexuales (disecar: dividir en partes un vegetal o el cadáver de un animal para el examen de su estructura normal o de las alteraciones orgánicas. DRAE, primera acepción). Este investigador se llamaba Sigmund Freud y más adelante logró fama con asuntos igualmente escurridizos, pero en otro campo. Esta parte de su biografía recuerda la de Charles Darwin, biólogo cuya especialidad eran los percebes, a los que disecaba en su casa en cantidades enormes, antes de hacerse famoso por su teoría de la evolución.
Los humanos siempre tuvimos mucho interés en las anguilas porque eran parte importante de nuestra alimentación, de las clases pobres sobre todo, pero no sólo por eso. En el siglo XVIII los ingleses tenían un verbo (feague) para designar la acción de meter una anguila viva por el culo de un caballo. Mi informante (Mark Forsyth, The Horologicon, p. 4) se jacta orgullosamente de que otros idiomas necesitan un montón de palabras para comunicar lo que ellos hacen con una. Es cierto, desde luego. Imagine cómo conjugar la traducción de feague:
Yo meto una anguila viva por el culo de un caballo.
Tú metes… etc.
Imagine también pagar un telegrama contando lo mismo, en francés, español o inglés. Esta amplitud de vocabulario de la lengua inglesa proporcionó a sus hablantes muchísimos ahorros en la época del telégrafo, además de darles más tiempo para enterarse y responder a cualquier comunicación. Seguramente esta es una explicación, aunque parcial, del éxito anglosajón en los últimos siglos.
Pero esto nos dice más sobre los ingleses del siglo XVIII (nos dice que son aún más raros de lo que pensábamos) que sobre las anguilas. En el siglo XX el de las angulas seguía siendo un asunto escurridizo que traía de cabeza a los biólogos.
Poco a poco se fueron sabiendo cosas. Que había otros animales, identificados como otras especies, que eran en realidad anguilas. La anguila adopta cuatro formas a lo largo de su vida: primero es una larva, que atraviesa el mar; luego una angula que recorre la costa y remonta los ríos; después la anguila marrón amarillenta que puede desplazarse por la tierra e hibernar tranquilamente durante años; y por último la anguila plateada, musculosa, que vuelve al mar. Las cuatro fases de la vida de una anguila pueden ocupar un total de 60 años.
La anguila que regresa al mar pierde su estómago, porque realizará el viaje sin comer, consumiendo sus reservas de grasa. A cambio, durante el viaje, por primera vez, desarrollará órganos sexuales, porque lo que le queda por hacer es reproducirse.
Fuel el investigador danés Johannes Schmidt quien se empeñó en saber más. En 1904 dejó a su familia y se puso a navegar en busca de la explicación del proceso. La investigación recorrió todos los mares, sobrevivió a un naufragio y a una guerra mundial. Le costó 19 años descubrir que las anguilas iban a reproducirse y morir al mar de los Sargazos.
Los equipos modernos de investigación, cámaras, micrófonos y demás, no han conseguido desde entonces ver una sola anguila adulta en el mar de los Sargazos, y menos un par apareándose. Se ha precisado que dos variantes principales, la europea anguilla anguilla y la americana anguilla rostrata, vienen de los Sargazos, mientras que el punto donde cría la japonesa, anguilla japonica, no se descubrió hasta 1991, tras 60 años de búsqueda, y el de la anguilla dieffenbachii de Nueva Zelanda se ignora todavía.
Por otro lado, ahora también sabemos que la anguila eléctrica no lo es. Es decir, es eléctrica, pero no anguila: se trata de otra especie animal que en Andalucía llaman pehpá y en Madrid emperador: el pez espada. Es un pez espada eléctrica, como de La guerra de las galaxias.
El siglo XX nos ha permitido saber todo esto de las anguilas justo a tiempo porque, como tantos otros animales, se está extinguiendo: la especie más inteligente de la Tierra no tolera compartir el planeta con muchas otras. Si aceptamos que la Tierra es una unidad viviente (aunque no consciente de sí misma tal como nosotros entendemos la consciencia), se diría que está defendiéndose a su modo de la matanza, intentando desalojar al asesino. ¿Nos dará tiempo a entenderlo?
A punto de morir, el biólogo Max Schultze repasaba la situación en que dejaba su especialidad: «Está todo aclarado. Bueno, menos el tema de las anguilas, por supuesto».
En efecto, todavía en 1874 no se sabía de las anguilas más de lo que ya sabían los antiguos. Buena parte del problema era que todos los ejemplares examinados carecían de órganos sexuales; nunca se las había visto aparearse ni poner huevos, así que ¿de dónde venían las anguilas?